Aparición

La primera vez que vio a su padre por la ventana tratando de abrir el portón, ella estaba en el dormitorio acomodando unas cajas de la reciente mudanza. Había decidido volver a habitar la casa de su padre luego de los dos períodos extensos de alquileres.

Su padre había fallecido a fines del siglo pasado. Hacía de eso ya más de veintidós años.

            Recordaba vagamente cuando hace más de veinte años había estado vaciando la casa y tirando cosas viejas e inservibles. El proceso sucesorio terminó en pocos meses y luego vinieron los infructuosos intentos de venta y a continuación  los alquileres de la casa.

Ahora había decidido volver a la casa que alguna vez fuese también la suya. Soltera y sin hijos, intentaba una vez más acomodar su vida.

            La segunda vez que vio por la ventana del living a su padre intentando abrir el portón para entrar el Sierra bordó, también estaba vaciando uno de los canastos de la mudanza. El  jardín con el portón de entrada de autos daba al frente de la casa y desde las ventanas tanto del dormitorio como desde el living, se veía perfectamente la vereda y los movimientos de la calle.

Sabía que la aparición era sólo producto de sus sentimientos y fantasías, pero no podía dejar de observar con asombro la claridad de la imagen de su padre agachado sobre el portón, tratando de destrabar las fallebas.

Trató de alejar la idea y miró nuevamente hacia afuera viendo sólo el portón con los yuyos crecidos alrededor. Hacía mucho tiempo que no se abría ni entraba ningún auto por ahí. Siguió con su tarea.

Pasó el día acomodando ropa y objetos en los placares y alacenas. La casa olía a recién pintada y lucía impecable. La impronta de los recuerdos de infancia y juventud, por suerte estaban borrados. Pensó que en el fin de semana se dedicaría a limpiar el jardín del frente y con la bordeadora cortaría el pasto que crecía junto a la puerta de entrada y al portón.

Terminó la semana y terminaron los acomodamientos y elección de lugar para los muebles nuevos. Ya casi estaba instalada.

El viernes por la tarde, volvió del trabajo cansada pero igual se ocupó de prepararse algo para cenar. Terminó de poner el plato en la mesa del living y cuando levantó la vista hacia la ventana, otra vez vio que el Sierra con los faros encendidos se detenía frente al portón, y a su padre bajando del auto para abrirlo, como lo había hecho infinidad de veces hacía más de tres décadas atrás.

Enojada con la visión, dio vuelta a la mesa y abrió la puerta que daba al jardín con la intención de salir hacia afuera para enfrentar la situación, cuando escuchó que su teléfono móvil sonaba sobre la mesa. Soltó el picaporte de la puerta, regresó y cogiendo el celular, deslizó el pulgar sobre el signo de llamada entrante y atendió:

Hija, vení a ayudarme a abrir el portón que está trabado –oyó la voz de su padre del otro lado del teléfono.

Nunca más voy a volver a repetir

Nuca más voy a volver a repetir. Bueno, lo cierto es que no estoy muy seguro de esa  afirmación negativa. No hacer más algo. Yo no lo puedo asegurar, porque yo, como dice uno de mis pocos amigos, es que me estoy mirando el ombligo todo el día.

Me miro el ombligo. Sí.

Hablo fuerte. La naturaleza me ha dotado de una voz sonora, grave, y que se escucha muy bien hasta cuando emito algún susurro. Me gusta escuchar mi voz. Me escucho cuando hablo, y la sonoridad de mi voz es muy grata de escuchar.

Ese mismo amigo, me repite hasta el cansancio que yo no escucho a los demás, sino que sólo a mí mismo. Y bueno, qué culpa tengo yo si los demás hablan bajo, o dicen cosas que no se les entiende. Me aburren. Por eso es que me escucho a mí mismo y me importa un bledo lo que los demás intentan decir. En definitiva, es un problema de dicción. No abren bien la boca como yo. No articulan bien lo que van diciendo, más allá que a mí me importe o no.

También está el tema de mi figura.

Mi madre siempre me dice y me repite que yo tengo muy buena figura. Soy alto, delgado, tengo ojos claros y el pelo castaño claro. Mi piel, ni bien me expongo un poco al sol, se torna de un color cobrizo. No paso por esa forma indefinida entre estar rojo como un tomate y luego con la piel descascarándose. No. Yo tomo un bronceado parejo y me dura todo el verano.  En resumen, soy un tipo muy atractivo. Yo lo constato muchas veces al día en los espejos todo cuerpo que tengo en mi casa.

Pero, como decía al principio, debería ir deponiendo en forma paulatina esta actitud que a los demás parece molestarle tanto. Al principio, ni bien me conocen y toman contacto conmigo, se fascinan. Me doy cuenta que les impacto enseguida. Sobre todo a las mujeres. Se acercan, tratan de hablarme y de contarme sus cosas. Cuando se dan cuenta que yo sólo hablo de mí y de lo que me pasa, se van alejando. No tan poco a poco como cuando se acercan. Dejan de hablarme, y ya no escuchan mi voz. Se lo pierden.

Por suerte aún me queda mi amigo. Él hace mucho que no me escucha, pero lo disimulamos bastante bien. Me deja hablar y que le cuente mis historias del pasado, y ya no me pregunta sobre ningún detalle. Él hace ya mucho que no me habla nada de él. O sea que no tengo que hacer ningún esfuerzo disimulando que lo escucho. Ambos lo hacemos. Es que a mí me gusta mirarme el ombligo.

Ahora me está doliendo el estómago. Me duele de una forma rara, de afuera hacia adentro.

Yo siempre publico en mis grupos de Whatsapp todo lo que me duele y todo lo que me dicen los médicos a los que siempre voy. En resumen: voy al urólogo, al dermatólogo, obviamente al psicólogo, al nutricionista y al proctólogo, obvio.

Y publico y comento con mis otros contactos de los grupos,  los remedios que me dan, los resultados de los análisis de sangre, y el tipo de drogas que incluyen los medicamentos y para qué sirven.

Vuelvo ahora a pensar que debería cambiar. Inclusive para mi bien. Pues los otros, se van a ir cansando de mí.

Pero todo es muy difícil. Para colmo ahora con tantas redes sociales que hay. Yo me anoto en todas. Como dije antes, al principio se enganchan conmigo y comentan mis publicaciones. Después, sólo ponen una tilde o esos dibujitos de caritas.

Y luego, ya dejan de entrar en mis redes.

Me gusta hablar de mí, y no me interesa lo de los demás. Debería dejar de hacerlo. Pero me es muy difícil. Por eso es que pienso que nunca más voy a volver a repetir.

Y ahora, me saco una selfie y la publico.

Rauch

©  Alejandro Abate. 2022

                Muchas veces cuando Rauch sube y se echa en el sillón mientras ellos se disponen a ver algo en televisión, Juan lo acaricia. Repasa con su mano la zona de la cicatriz en la pata del perro. Rauch se deja acariciar y lo mira como sólo un perro mira a su mejor amigo. Entonces Juan, no puede menos que recordar.

. . .

Eran algo más de las cuatro de la tarde y la ruta Treinta estaba bastante despejada. Juan y Mariana iban a pasar unos días a Tandil con los padres de ella. Se acercaban a la población de Chapaleoufú y las máquinas de asfalto sobre las banquinas generaban la idea de Hombres Trabajando. Antes del cartel de Zona Urbanizada, Juan ya había disminuido la velocidad a menos de cincuenta kilómetros por hora. Cuando apartó la vista del tablero vio de pronto un perro que se cruzaba por delante apareciendo detrás de una máquina vial. A pesar de clavar los frenos, y por el sordo golpe que sintió en el fuselaje del auto, se dio cuenta que lo había atropellado.

Mariana gritó algo que Juan no llegó a escuchar. Puso el balizador y abriendo la puerta bajó. Caminó hacia el frente del auto agarrándose la cabeza. Ella vio que se quedó parado mirando hacia abajo haciéndole señas para que bajara ella también.

El perro estaba tirando en el asfalto, tiritando intentaba pararse y gemía al moverse. Se acercaron y Juan vio que tenía un raspón en el hocico y que una de sus patas traseras estaba también lastimada. Mariana empezó a acariciarlo diciéndole pobrecito, ya te vamos a sacar de aquí. Miró a Juan y le dijo que era mejor que lo corriesen hacia la banquina. Entre los dos lo tomaron por debajo de las patas delanteras, lo alzaron y lo corrieron hacia el pasto que crecía al borde de la ruta. Mariana se quedó con el perro y Juan entonces movió el auto fuera de la calzada unos metros más adelante.

Era un perro de tamaño mediano, de pelo amarillento y corto. Aunque no parecía muy lastimado, cuando intentaba pararse, había algo en su pata lastimada que no se lo permitía.

–Hay que hacer algo –dijo Mariana. Pero Juan no estaba convencido. Miraba el reloj, miraba hacia el auto y hacia el campo a los costados. El lugar no estaba muy poblado, pero había algunas casas y galpones en la calle que hacía de colectora de la Treinta.

–Dejémoslo aquí –dijo entonces. Mariana lo miró de esa forma que sólo Juan conocía.

– ¡No¡ -gritó Mariana –¡ayudame a ponerlo en el asiento de atrás que si vos no querés, yo me encargo de llevarlo a algún lugar para que lo revisen! –Mariana tenía ese tono de voz inconfundible para Juan.

-¡Bueno, vamos! –respondió él y fue hacia el auto para abrir la puerta trasera. De un bolso que también estaba en el asiento, revolviendo sacó una toalla y la extendió sobre el tapizado. Cuando volvía hacia Mariana y el perro, vio que ella ya lo había alzado dirigiéndose hacia el auto. Entre los dos lo apoyaron con suavidad sobre la toalla. El perro tiritaba y seguía gimiendo.

–Dejame manejar a mí y vos mirá en Google la dirección de alguna veterinaria en Rauch –dijo Mariana –Aquí en Chapaleoufú no debe haber nada –sentenció

Salieron y Mariana cruzó el pueblo a bastante velocidad. Faltaban sólo treinta  kilómetros para Rauch, y el perro parecía estar más tranquilo. Iba lamiéndose la herida de la pata.

-En la calle Moreno al quinientos de Rauch hay una veterinaria abierta –dijo Juan mirando la pantalla del celular.

En sólo veinte minutos llegaron a la Veterinaria. Estacionaron en la puerta. Eran algo más de las cinco de la tarde y por la calle desierta aún iluminaba el sol de la tarde. Juan envolvió al perro con la toalla y alzándolo entraron a la veterinaria.

Los atendió una señora de pelo oscuro. Les pidió que apoyaran el perro en una camilla y les dijo que ya volvía con su marido. Volvieron enseguida y el veterinario, un hombre de mediana edad les pidió que se apartaran. Agarró al perro del collar y le examinó la pata lastimada. El perro dejaba que lo tocaran mansamente, como si entendiera que lo estaban ayudando. Luego de observarlo, el veterinario dijo que era mejor sacar una radiografía. Trajo entonces un aparato portátil y pidiéndole a Mariana que la ayudase a sostener el perro procedió a hacerle la placa.

Llevó el aparato al cuarto por donde había venido, y a los pocos minutos volvió con la radiografía y dijo que por suerte no tenía fractura.

–Puede sí tener algún desgarro muscular o un golpe interno –dijo, acariciando la cabeza del perro.

–Voy igual a desinfectarle la herida y vendarlo –siguió hablando el veterinario  –así le ayuda a inmovilizar la pata. Convendría tener al animal en observación por lo menos por esta noche. Podría manifestar algún otro síntoma en las siguientes horas –agregó

Cuando terminó de vendar al animal, se dirigió al mostrador y les dio dos frascos y un gotero.

–Tienen que darle veinte gotas de cada uno de estos frasquitos dos o tres veces por el resto de la tarde. Son un analgésico y un antibiótico. Por las dudas, remarcó el hombre. Vamos a darle ahora una primera dosis.

Entre los tres, pudieron abrirle la boca al perro y darle las gotas. Se lamió el hocico, se mostró dócil y hasta empezó a mover la cola. Se notaba que era un perro cariñoso.

También se dieron cuenta que en el collar tenía prendida una chapita con un número telefónico.

–No es de aquí de Rauch –dijo la mujer del veterinario. –No me parece –aseguró el marido.

Entre una y otra cosa se habían hecho como las siete y media de la tarde. Juan pagó y Mariana alzó nuevamente el perro y el veterinario los acompañó hasta el auto y les ayudó a meterlo en el asiento de atrás. Luego les recomendó que no dejen de observar su comportamiento.

–Por las dudas –volvió a repetir.

Subieron al auto y arrancaron. A las pocas cuadras, Juan detuvo el auto y se miraron a la cara.

-¿Y ahora qué hacemos? –se preguntaron los dos.

Juan arrancó como para buscar la salida del pueblo hacia la ruta. Ya estaba anocheciendo y a ninguno de los dos les gustaba conducir de noche.

–Busquemos un lugar para cenar y dormir –dijo Mariana –no quiero llegar a Tandil tan tarde. De paso controlamos cómo va el perrito.

Recostado en el asiento trasero, el perro se lamía la venda. Juan le chistó, y el perro lo miró y bajó las orejas, poniendo cara de yo no fui.

A Juan se le ocurrió que podrían llamar al teléfono que estaba en la chapita del collar. Estacionó cerca de la esquina y dándose vuelta y acariciando al perro, le dictó el número a Mariana para que lo marcase. Llamaron, una, dos, tres veces. Pero nadie atendía. Le cambiaron al número el once por la característica del lugar y ahí sí atendió un hombre de voz cascada.

–Buenas noches señor, –dijo Juan –encontramos cerca de Rauch un perrito que tiene una identificación con este número de teléfono. Del otro lado del teléfono Juan escuchaba al hombre que balbuceaba algo  ­–Ahhh sí… pero ese perro se me escapó hace unos cuantos días. Es de mi hija, pero ella ahora no está, viajó, y yo no lo quiero. Es muy cachorro y lo único que nos trajo es problemas –y luego cortó.

Juan llamó otra vez pero nadie atendió. Se miraron entre ellos. Luego resolvieron buscar algo para pasar la noche. Cuando iban para la veterinaria, habían visto unos carteles donde decía Alojamiento. Se dirigieron hasta ahí.

Se instalaron en una hostería que aceptaba mascotas. Cuando fueron a bajar el perro, notaron que ya se había parado sobre sus cuatro patas. Juan se sacó el cinturón e improvisó una correa. Rengueando, el perro iba junto a ellos y sus bolsos. En la puerta del cuarto, Mariana le sacó la chapita del collar y la tiró entre los yuyos.

Comieron ahí mismo y le pidieron al dueño de la hostería algo para el perro. Les trajo un rejunte de carne asada que el perro devoró.

Por la noche, cuando dormían, Juan notó que el perro se había subido a la cama y le lamió la mano con suavidad.

A la mañana siguiente se levantaron temprano, guardaron los bolsos en el baúl y salieron a la ruta hacia Tandil.

El perro iba con ellos sentado en el asiento de atrás. Con las orejas paradas, miraba hacia adelante a través del parabrisas.

Hasta el próximo adiós

© Alejandro Abate. Mayo. 2021

Hacía mucho tiempo que no iba a verla. Era un día nublado, pero igual se decidió y salió temprano. El trayecto era corto y tardo cerca de media hora.

Bajó del colectivo y caminando con su bastón, no demoró más que unos minutos hasta llegar. Por suerte no se sentía cansado.

Ella siempre estaba igual. Seguramente enseguida notaría que cada vez él estaba más encorvado. Se había dejado la barba y también se dio cuenta con sólo mirarlo.

No hablaron mucho. Él le contó, con un murmullo casi inaudible, algo sobre las plantas y el pasillo del fondo. Le describió la floración de la Santa Rita. Ella siempre sonreía tras el vidrio, su semblante en la eterna juventud.

Se sentó cerca, y permanecieron un buen rato, callados, sólo mirándose. Ya se habían dicho todo y era poco lo que podían agregarle a su larga historia. Entonces el silencio decía mucho más que las palabras.

Después se levantó con movimientos lentos. Caminaba despacio y se le notaba la renguera.  Le hizo chau con la mano. Hasta la próxima, pensó y agarró por la diagonal que llevaba hacia la salida de Jorge Newbery.

– ¡Pronto nos veremos! -dijo en voz alta, apenas dándose vuelta hacia ella, y siguió su marcha.

Sol en la ventana

© Alejandro Abate. 2021

Desde el lugar donde se encontraba su cama, veía sólo una parate del ventanal. Una mampara le ocultaba el resto. Por la mañana temprano, había notado hace ya unos días que el sol se colaba por el único vidrio que no era esmerilado. Eso le hacía bien. Desde que le habían retirado el oxígeno se dio cuenta que estaba más tiempo despierto.

Se le había ocurrido que, si deslizaba un poco la cabeza sobre la almohada, podía divisar un rato más de sol. También podía pedir que corrieran la cama hacia la derecha, pero tanto los médicos como las enfermeras, sobre todo las enfermeras, sólo se detenían un instante al lado de su cama, miraban el aparato para medir el oxígeno que tenía prensado en el pulgar derecho, y se retiraban enseguida. Está todo bien, apenas decían. No se atrevía entonces a pedirles eso.

En esa sala había cuatro camas, todas con sus instrumentos sobre la cabecera y a los costados los tubos de oxígeno. La cama de él ya no tenía el cilindro todo despintado y con las mangueras colgando.

A la mañana siguiente, juntó coraje y se animó a hablarle al médico que hacía la ronda matinal. Con el leve hilo de voz que le salía, le pidió al médico si podían moverlo hacia la derecha. El doctor, como única respuesta le hizo un gesto con la mano y le volvió a decir, como lo hacían las enfermeras, que estaba mejorando y se fue hacia otra cama.

Pasó el resto de la tarde, entre dormido y lúcido, sin distinguir bien cuál era el momento del sueño o de la lucidez. Le habían sacado su teléfono móvil y no tenía ni idea en qué día de la semana estaba.

Algunas veces creyó ver a su hija que se asomaba detrás de la mampara que le tapaba la mitad del ventanal, pero no estaba seguro si es que lo había soñado.

Ese mismo día le dieron en la cena un trozo de pollo hervido con un puré de calabaza. Le habían cambiado la dieta por algo más sustancioso de lo que recordaba que venían dándole. Se sintió bien.

En medio de la noche, con la sala en penumbras, se dio cuenta que estaban moviendo a alguien. No quiso mirar, sin embargo, percibió que la camilla estaba toda cubierta. Luego se durmió profundamente.

Se despertó con el sol en la cara y aunque lo encandilaba sintió una gran placidez. Alguien había movido su cama.

Al rato vino el médico del día anterior, y le comentó que lo notaba mucho mejor. Le hizo un guiño y le levantó el pulgar.

   –En un instante te hacemos el PCR –dijo–.  Y si todo está bien –continuó– mañana ya te podrías levantar.

Homicidio culposo agravado

© 2014-2021 – Alejandro Abate.

Tenía una forma imprecisa y desigual. Mirándola bien, parecía un rectángulo con los ángulos redondeados. Era la misma mancha que lo seguía desde la tarde, cuando lo habían trasladado a esa celda. Un cuarto más bien bajo, con una bombita que colgaba del cielo raso, sólo con dos cables sucios de moscas y el portalámparas. También había dos literas, un lavamanos y un inodoro inmundo, y las rejas de pared a pared.

Antes de estar ahí, desde la mañana temprano, y una vez terminado el juicio oral, lo habían alojado en una habitación del Juzgado que tenía ventanas con rejas hacia la calle Tucumán y que para nada parecía una cárcel.

En cambio, esta celda tenía olor a aire viciado y escrementos.

Estaba sólo. El otro camastro, estaba sin colchón, y en los pocos estantes que había no se veía rastro alguno de otro preso. Sólo la mancha de forma extraña en la pared.

Llegada la noche, una vez que los guardias dejaron de merodear por los pasillos, se acercó a la mancha y lo primero que hizo fue pasarle la palma de la mano. Casi en forma instintiva, acercó la nariz y la olió: no reconoció ningún olor.

Luego pasó la mano otra vez y la dejó un instante apoyada: en forma rotunda, la mancha no era de humedad. De eso estaba seguro. Tampoco parecía una mancha hecha por alguna salpicadura de algún líquido. Si la miraba desde distintos ángulos, la mancha cambiaba de formato. Había algo en su contextura que le daba la sensación que no se había producido desde afuera, sino todo lo contrario.

Como las angustias y las tristezas por las injusticias: salían desde dentro y rara vez se manifestaban hacia el exterior. La mancha, no obstante, era desde el interior. Como si dentro de la pared, surgiese “algo” que le daba ese aspecto. Pero no era una mancha de humedad.

Cuando apagaron las luces desde el tablero general, se acostó, y en la penumbra de la celda aún podía seguir viendo los contornos cambiantes de la mancha. Tardó en dormirse, y varias veces se despertó en la noche reconociendo la extraña forma sobre la pared. No sabía bien cómo, pero había algo en esa forma que lo acongojaba. ¿Había tenido un sueño, o era un recuerdo de alguna realidad? Estaba ahí, como él, pero quizá “no debía estar”. Pero seguía en la oscuridad en medio de la pared.

A la mañana del tercer día vinieron dos guardias acompañando a un tipo, y se detuvieron delante de su reja:

-Tenés compañía- dijo uno de los guardias abriendo las cerraduras y empujando al nuevo preso dentro de la celda.

El sujeto entró y se sentó en la otra litera. Traía un bolso todo raído del cuál empezó a sacar algunas prendas y a acomodarlas. Otro guardia trajo una colchoneta y unas mantas. Se las alcanzaron al nuevo haciéndolas pasar por entre los barrotes.

Él se quedó en silencio, sentado en su camastro.

Un rato después de que se fueron los guardias, le preguntó al “nuevo” su nombre:

-Me dicen el Oscuro- dijo en voz baja. Su mote lo identificaba muy bien, pensó. Luego se quedaron callados. El nuevo quedó del lado de la pared donde estaba la mancha.

Por hablar de algo en una situación tan incómoda como esa, tenía ganas de preguntarle a qué le hacía acordar esa mancha en la pared. Pero no quería importunarlo. Su experiencia, le decía que en esos casos era mejor hablar poco, poco y claro. Con mensajes certeros y que no lo llevasen a la obligación de contar su historia personal y por qué había terminado ahí.

Pasaron un largo rato en silencio. El Oscuro acomodó la colchoneta y después se tiró en el camastro, con los brazos cruzados. Miraba hacia arriba. La mancha quedaba a un costado de su cuerpo, sobre la cama que ocupaba en la pared lateral izquierda.

Llegó la noche y después de las viandas y las recorridas de los guardias, apagaron las luces como cada anochecer.

Al otro día hablaron un poco más, pero sólo sobre las costumbres del penal; de los celadores; del patio y de las comidas. Él dijo que el “rancho” no era de lo mejor, pero que tampoco estaba tan mal. Le contó que desde que estaba ahí sólo había pasado por una única razia.

El Oscuro, lo miraba y apenas contestaba con monosílabos. Hizo algunas preguntas, pero como acotaciones. No daba mucha información sobre sí mismo. Tanto uno como el otro, se cuidaban mucho de no dejar filtrar en la conversación algún “dato” revelador.

Así siguieron durante varios días.

Hasta que una tarde, él se animó y empezó a hablar un poco más de sí mismo. Le contó, en forma difusa, cómo había terminado en la cárcel: Por culpa de un inconsciente, él pagaba en forma injusta. Lo de siempre. Ese sentimiento de impotencia frente al encierro. A la falta de esperanza. Le habló del juicio oral, de los agravantes y los atenuantes, la posibilidad de apelar, etcétera.

El Oscuro asentía con atención, sin hacer comentarios.

El monólogo siguió un rato más. Hasta que en un momento confesó que se sentía como esa mancha ahí en el muro, dijo apuntando la cara hacia la mancha.

El tipo lo miró asombrado y él le señaló la forma que veía sobre la pared arriba de la cama, y le siguió la mirada mientras el otro observaba el muro de arriba hacia abajo, buscando.

El Oscuro entonces, volvió la mirada hacia él:

–Yo no veo ninguna mancha –dijo.

Continuidad del recuerdo

® Alejandro Abate.

Muchos años después de la guerra, Thiago, logró volver a Josefov, aquel suburbio de Praga donde había pasado su adolescencia. Las casas reformadas y reconstruidas, le resultaban irreconocibles. La guerra y el nazismo, no sólo habían cometido ese acto inhumano con sus familiares y amigos, sino que también había cambiado el semblante de aquel pequeño rincón del mundo.

Anduvo despacio las calles, con las manos en los bolsillos de la gabardina. Las calzadas nevadas, le trajeron al recuerdo aquel cruel invierno de 1942.

La plaza, como siempre sucede, le pareció mucho más pequeña de lo que él evocaba. Por fin, en una de las calles laterales, divisó el edificio de las columnas circulares y el frontispicio triangular: la vieja Academia de Música. Fue ahí que sintió una especie de congoja. Los recuerdos se le fueron ordenando en su mente.

Todo aquello lo conducía a Tamara, su profesora de música. Muchas veces la traía a su memoria a través de los años.

Aún siendo su profesora, sus edades eran parejas. Su figura menuda y su sencillez al vestir, le traían esa universal sensación que deja el amor cuando se va definiendo: Tamara, con su lazo celeste, del cual colgaban aquella hermosa estrella de David y las llaves de la puerta central de la academia. ¡Cuántos años habían pasado!

Una vez más revisó los detalles de su relación con Tamara, ese sentimiento de paz y amor en silencio. Nunca se habían confesado sus emociones. Sólo esas miradas de lucidez que se cruzan dos personas cuando llevan un sentimiento mutuo.

Con fidelidad, recordó esa forma que tenía ella cuando le marcaba el tono de la música que le iba transmitiendo y lo miraba con sus grandes ojos grises, casi sonrojándose. Con el candor de la primera juventud.

Le vino a la memoria entonces aquel horroroso día que en medio de una clase, los soldados alemanes entraron tirando la puerta abajo en medio de un gran escándalo de golpes y gritos. Pateando taburetes y sillas,  sujetaron a Tamara delante de las narices de sus propios alumnos. Él en ese momento estaba desenfundando el fagot y había dejado la funda en el suelo. Entonces vio cómo a sólo cinco pasos de donde se hallaba parado, los nazis le habían hecho sacar el abrigo a Tamara y luego, con violencia, le desgarraron de un tirón los botones de su blusa y le  arrancaron el lazo arrojándolo al suelo junto con las llaves y la insignia, para después, a los gritos, retirarse arrastrándola  a empujones y cogida de los cabellos. La confusión y el horror, no le permitieron ni a él ni a sus compañeros poder reaccionar.

Él pudo escapar por los fondos de la academia con algunos otros más. Luego supo que los nazis habían vuelto para terminar de destrozar el salón y llevarse a los que habían quedado tratando de protegerse.

Nunca más se supo de ella. No se le conocía pariente alguno. Como de tantos otros que desaparecieron en aquel holocausto.

Thiago caminó hasta la puerta del edificio. Había unos albañiles que estaban cerca de la entrada trabajando en las tareas de reconstrucción. Los llamó. Cuando se acercaron a la puerta, les explicó que él conocía el edificio desde antes de la guerra cuando había sido alumno de la academia. Les preguntó si podía entrar con la excusa de ver cómo iban las refacciones. En forma amable, los obreros le dijeron que sí y le abrieron el portón principal para que pasara hacia las salas en las que se haría la  reparación.

Todo estaba igual a pesar del tiempo transcurrido: aquel inconfundible olor a madera, los rayos de luz que entraban oblicuos por la ventana iluminando el piano y el resto de los viejos instrumentos.

Caminó por el hall principal, y luego se dirigió hacia el salón donde había tomado aquellas clases. Reparó en una estantería donde sobresalía algo: era el mismo fagot que él había tocado durante aquellos años, cuando Tamara le enseñaba sus secretos. Ahí estaba, olvidado junto a violines y chelos, todos cubiertos por un manto de polvo y olvido.

Con lentitud Thiago se acercó al instrumento y acarició los metales herrumbrosos como si la helada textura le trajera un recuerdo muy presente aún.

Entonces vio en el suelo la funda arrugada y repleta  de hollín, sobre la que descansaba el lazo celeste de Tamara, deshilachado y desteñido a través de los años. La insignia con la estrella de David y su esfera rojiza, aún mantenía ese brillo ni bien pasó su pulgar para quitarle el polvo. Hizo un ovillo con todo y lo guardó en su bolsillo.

Cerró con fuerza sus ojos para impedir que la humedad denotara su llanto.

Luego, retirándose  de aquel lugar, agradeció a los albañiles por la amabilidad, salió hacia la calle y se alejó entre los transeúntes.

En recuerdo de mi padre (*)

© Alejandro Abate. 1980.

Mediodía: Recreo. Dejo las planillas sobre el escritorio y bajo. Es mi hora de almorzar. En la calle, la gente, la soledad del anonimato. Muchas caras, pocos destinos.

En Cangallo y Maipú decido entrar al mismo Grill de siempre: por lo menos los mozos me conocen y me atienden bien.

Me siento en la barra y pido un especial de jamón y queso, con Coca Cola, por supuesto. Hace años que reniego de este tipo de almuerzos. Pero, cuando llega la hora de comer, no se me ocurre nada distinto. Acordes con mi trabajo los sándwiches de jamón y queso son como un complemento más, al igual que la corbata y el subterráneo.

Estoy comiendo.

A mi lado, un muchacho y una nena, me llaman especialmente la atención. Comen sándwiches de hamburguesas con queso y toman algo así como una naranjada.

Mientras mastico lo mío, los observo. Él debe tener cerca de treinta años. La nena, seguro su hija, no llega aún a los siete.

Morochos los dos, frente ancha, ojos verdes y rasgados, pómulos salientes y el pelo renegrido. No son de este lugar, algo no rutinario los ha traído hasta el centro. Algún trámite, posiblemente, quizá a la dependencia del Registro Civil que funciona aquí enfrente.

No es común para ellos comer en un sitio como este. Se les nota en la forma que tienen al mirar todo lo que los rodea. Los veo mientras como y comprendo que de alguna forma, algo misterioso y profundo me une a ellos. Quién sabe por qué. A lo mejor es esa manera anónima de permanecer en los lugares públicos. Esa actitud contemplativa. No lo sé. Ellos están ahí, comunicándome algo. Son un poco increíbles; desentonan, y por eso es que los miro. Por momentos él mira a su hija y agachándose hasta su altura le dice algo que, por el sórdido ruido de platos y voces no puedo distinguir bien. Deben comentarse algo sobre el sabor de los sándwiches. La nena ahora estira su manito hasta el mostrador, toma su vaso y haciendo equilibrio lo lleva hasta su boca y bebe. Desde arriba, su padre le sonríe como aprobándola y toma a su vez de su vaso.

Distraigo mi vista un momento y los vuelvo a observar. No sé por qué, pero me hace bien verlos. Como si me fuesen devolviendo algo que quizá perdí hace ya mucho. Desde su piel morena y su sencillez, un mundo limpio los separa de éste.

Demoro lo más posible mi bebida para poder estar un poco más observándolos.

En este momento, el muchacho paga su consumición. La nena se ha separado un poco de la barra y así puedo verla de frente. Su piel oscura contrasta con el vestidito blanco: simplemente es bonita.

Pago apurado para poder salir tras ellos con el fin de verlos un poco aún.

En la calle, tomados de la mano, los veo cruzar Cangallo y tomar por Maipú. Desde la esquina los sigo con la mirada todo lo que me es posible. Ellos siguen su camino. Los voy perdiendo de vista poco a poco entre la gente. Parado en la esquina comprendo que nunca más los veré. El tiempo irá borrando sus imágenes en mi memoria.

Verlos, saber de ellos, me retrotrajeron por un momento a aquel lejano e irrecuperable país: la infancia. Me han dejado la imagen del chico que alguna vez fui, cuando en mi niñez en Bánfield, un domingo de sol, salimos con mi padre a andar en bicicleta, y Puma, nuestro perro, con su lengua afuera nos seguía detrás.

Junio de 2020

 (*) En recuerdo de mi padre, que hace ya mucho no está en este mundo.

Hijo jugando en la arena

© Alejandro Abate. Enero 2020

Luego de acomodar la sombrilla, desplegar las sillas y vaciar la bolsa de los juguetes, se sienta en una de las sillas y vuelve a mirar a su hijo que se dispone a jugar en la arena. Le encanta hacer pozos y luego taparlos. Algunas veces llena uno de los baldes de arena, y como él le enseñó, los da vuelta y admira por un rato el molde de arena mojada.

Una, dos, y hasta tres veces. Pero lo que mas le gusta es sólo hacer pozos y luego taparlos. En forma empecinada.

Rara vez algún otro chico se acerca e intenta jugar con su hijo. No es lo común, pero algunos vienen  a ver qué es lo que hace, e invariablemente, cuando esa curiosidad desaparece, vuelven hacia sus carpas o sombrillas. Él ya está acostumbrado.

Cuando el hijo deja de jugar, lo lleva hacia el mar, y si las olas no están muy revueltas, se meten en el agua para sacarse el arena pegada por todo el cuerpo. Después, vuelven hacia la sombrilla y las sillas y el hijo sigue jugando. Eso transcurre por la mañana, el tiempo pasa así. Por la tarde, cuando viene con su mujer, se van turnando entre los dos para llevar al hijo hasta el agua para limpiarle la arena.

Este rito del juego en la arena, los baldes de plástico y los moldes de animalitos, se repite hace más de quince años, cuando eligieron este balneario de la costa atlántica.

Él y su mujer van renovando cada verano los juguetes. Al principio, cuando el hijo tenía la edad de un niño, les parecía como una doble carga tener que ocuparse de esas y otras cosas más. El hijo fue creciendo y con el transcurso del tiempo, ocuparse de él tan intensamente fue como un aprendizaje. Los años y el cariño fueron aplacando toda idea absurda, todo dolor, todo porqué a nosotros.

Recuerda perfectamente el día que un nene de una carpa vecina, luego de observar a su hijo cómo jugaba en la arena, le preguntó a los gritos a su padre que estaba tomando sol a pocos metros, por qué el nene que juega en la arena tenía los ojos achinados.

Se acuerda ahora que el padre del chico, se acercó y le pidió disculpas. Vio cómo son los niños, le dijo con vergüenza llevándose a su hijo hacia su carpa. Él quedó confundido, sin saber qué decir.

Pero esa y situaciones parecidas ya habían dejando de confundirlo, de tocar su lastimadura. Tanto a él como a su mujer, ya no les causaba ninguna sensación. Estaban acostumbrados.

Ahora vuelve a llevar a su hijo hacia el agua, para que se limpie la arena. Mientras regresan, mira a su hijo y se pregunta una vez más a sí mismo qué pasará cuando él y su mujer ya no puedan venir a la playa. Es una pregunta que se hace a menudo. Cada vez que se hace esta pregunta a sí mismo, al rato deja de pensar. Deja que el tiempo corra como ha corrido hasta ahora y se sienta en la silla para distraerse con el diario, aprovechando que hay poco viento en la playa. De a ratos, como siempre, mira a su hijo.

Mira a su hijo jugando en la arena.

Relaciones laborales

Relaciones laborales.

(Un rincón de recuerdos de hace más de cuarenta años)

                                                                                            © Alejandro Abate. Diciembre, 2019

Conocí a Carolina Gómez, cuando trabajaba en la administración de una importante cadena de supermercados, en una de sus sucursales en el barrio de Floresta. Hace ya muchos años. Carolina vino a reemplazar a uno de los jefes del área administrativa que había pedido un traslado. Me acuerdo como si fuera hoy que la vi venir un mediodía a hacerse cargo de la administración. La acompañaba el supervisor y entraron tras los mostradores del área de venta de muebles.

En aquel entonces, yo apenas contaba con veintitrés años de edad, tenía una novia alternativa a la que no quería mucho y me movía en un Citroën 2CV, con el cual transitaba por todos lados.

Carolina aún no había llegado a los treinta y cinco años y no registraba relación alguna con nadie, según me dijo después. Vivía con su madre y no aparentaba tener ninguna necesidad matrimonial, me expresó en conversaciones posteriores.

Era levemente renga, y lo bueno de eso, era que ella no sentía ninguna vergüenza de serlo, así que caminaba con ese breve altibajo, que en forma simpática, hacía que sus pelos flotaran en un vaivén del aire al caminar.

El supervisor nos la presentó sin muchos preámbulos. Ella se sentó luego de las presentaciones en el escritorio del jefe y nos empezó a pedir los libros de operaciones, para ver cómo iban las cosas. Yo le llevé el resumen de recaudaciones, pues ese era mi trabajo. Ella lo miró por arriba de sus lentes y enseguida me preguntó cómo era mi horario. Yo trabajaba ahí, desde hacía unos meses atrás, y había sido trasladado de la sucursal de Álvarez Jonte, y como estaba estudiando la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires, me habían respetado el horario continuo  de once a siete y media, que traía de el otro sitio. No tardamos muchos días en congeniar.

Ahora no puedo recordar a Carolina como una mujer bella. Para nada. Era por cierto, atractiva en un sentido amplio del término. En otras palabras, a mí, me atraía. Era una mujer de estatura normal y algo rellena. No era gorda, en absoluto, y guardaba muy bien sus proporciones. Su busto era importante, así como también su trasero, y tenía una cintura bien marcada. Usaba generalmente unas polleras cortas, que si bien no eran minifaldas, cubrían sus robustas piernas hasta sólo algo más arriba de la rodilla, y al sentarse dejaban apreciar muy bien sus muslos, macizos y torneados. Usaba medias con ligueros, pues muchas veces se veían los atractivos broches que sujetaban las medias. Siempre llevaba zapatos de taco bastante alto, y eso generaba que sus piernas fueran aún más moldeadas y sugestivas.

Su trabajo era de responsabilidad, pues manejábamos un monto de dinero. Yo recaudaba el dinero en efectivo de catorce cajas de supermercado, más dos de la tienda, una de la farmacia, y otra del área de artículos del hogar y mobiliario. Hacía esa recaudación tres veces por día. Más allá de que el que hacía la recaudación era yo, ella estampaba su firma en todos los envíos de dinero para el camión de caudales. A esto se le sumaba el área administrativa, donde se otorgaban más de diez créditos por día. En resumen, repito que su responsabilidad era grande y llevaba ante todo el signo pesos, pero nunca la vi asustada por los papeles que firmaba en esos traslados de grandes sumas de dinero.

Era una mujer segura de sí misma. Equilibrada. Al poco tiempo que Carolina se sintió cómoda en su puesto, empezamos a charlar con más frecuencia. Los primeros tiempos, ella iba conociendo todos los trucos y vericuetos que tenía su puesto, y por lo mismo, hablaba poco y prestaba atención a todos los detalles, hasta que llegó un momento en que segura de lo que hacía, se relajó y empezó a intimar con cada uno de los empleados que formábamos el grupo de la administración de aquel Super-Coop.

Por razones naturales de trabajo, con los que más tenía relación era con migo y con la cajera general del área.

El horario de esa sucursal, era el típico horario cortado comercial en la década de los setenta. Esto generaba que mi tiempo laboral, luego del mediodía, era muy tranquilo, pues trabajaba casi en solitario. Carolina, vivía por la zona de Balvanera, y desde Floresta, no le convenía en el horario cortado viajar hasta su casa. Con esto quiero decir que en el silencio del mediodía, muchas veces contaba con la compañía de ella. Estábamos los dos solos en la sucursal con las luces apagadas, y solamente estaban encendidas las luces de mi pequeño despacho contiguo al tesoro, y el de ella, adyacente al mío.

Cuando empezamos a tener más confianza, un día me preguntó si no me molestaba que ella se diera una siestita en las banquetas largas con respaldo que había en mi despacho antes de la puerta del tesoro.

Yo no tenía ningún problema. Sin mucha vuelta y preámbulo, Carolina se sacaba los zapatos, se tapaba con una manta que teníamos por ahí, y se dormía profundamente por más de una hora y media. Mientras tanto, yo contaba dinero y armaba los fajos para que luego a las dieciocho horas, el camión de caudales viniese a retirar todo. Recuerdo que le ponía una estufa de cuarzo cerca, porque el lugar ese era muy frío. Ella siempre me lo agradecía mucho y me pedía que si no se despertaba a las tres, la llamase, pues a las tres y media se abría otra vez la sucursal.

Pasaron los meses y llegó la época de más calor. Entonces, en vez de la estufa yo le ponía un turbo-ventilador porque el local así como en invierno eran frío, en verano era caluroso. Yo creo que lo del ventilador fue una especie de escusa de mi parte, pues el viento que producía, en forma lenta pero eficaz, le iba levantando poco a poco las polleras del delantal. Carolina en la época estival, usaba el uniforme directamente sobre su ropa interior por lo general de color negra, y bastante diminuta.

Por esa razón, y ante  el panorama que tenía ante mis ojos y a dos metros de distancia me distraía y tenía que recontar los billetes. Mientras que contaba el dinero y armaba los fajos, Carolina dormía.

Algunas veces, cuando ella hacía sus siesta, yo iba hacia la calle, y en la esquina de Avellaneda y Bahía Blanca,  compraba medio kilo de helado. Luego a las tres de la tarde, la despertaba con esa sorpresa. Comíamos los dos del mismo pote, Carolina medio recostada aún, y mientras tanto nos sonreíamos a intervalos de cada cucharada. Ella me decía que yo era el compañero de trabajo ideal.

Así fue que un día, entre cucharada y cucharada, sin mediar palabra alguna y con toda sencillez, nos besamos. El gusto del helado se acentuaba en su boca. A la semana esa práctica se había hecho habitual.

El beso inicial, fue como dije antes, sencillo, sin mucho pensamiento previo, surgió como complemento de la ingesta del helado, y fue fresco y espontáneo, ninguno de los dos hicimos preguntas o comentarios al respecto. Pero no quedó ahí, pues a los pocos días, justo un lunes de calor, yo fui a comprar helado otra vez, y los besos se repitieron, y yo entonces usé las manos y le acaricié los muslos y ella me tomó con sus manos desde el cuello mientras nos explorábamos las bocas. Luego se sentó en una posición más cómoda sobre la banqueta. Fue ahí que le toqué el bajo vientre, la entrepierna y lentamente fui desprendiéndole todo el delantal. Besé sus pechos, con el corpiño puesto y sin mediar muchas palabras, ella se desabrochó el sujetador y tuve la gloria delante de mis ojos y mi boca. Sus pezones se irguieron, acompañados por mis suspiros, los llené de saliva. Cuando me di cuenta, fui bajando por su suave vientre, recorriendo cada centímetro de su piel con mi lengua. Cuando llegué allá abajo, ayudado por Carolina con sus dedos, y liberada la brevedad de su tanga, me dediqué a saborear sus pliegues, húmedos, tibios, y sólo circundados por un escaso y sedoso bello pubiano, mientras ella lanzaba unos sordos gemidos que apenas escuchaba debido a que mis orejas habían quedado atrapadas entre sus firmes muslos. Entonces la saboreé, la ungí con mis labios, exploré como un sabueso sus humedades y orificios.

Fue todo muy natural, sin aviso previo, sin consecuencias ni planteos de por qué y para qué. Hicimos eso y ambos lo disfrutamos a pleno. Luego, percibimos unos lejanos ruidos de cortinas y rápidamente deshicimos y acomodamos aquella escena.

Después de esa calurosa tarde, nuestra relación cambió en forma paulatina. Sin dar a entender a ninguno de los otros compañeros de trabajo sobre nuestra nueva relación, cuando no nos veía nadie nos saludábamos con un beso en los labios y ella en voz baja me decía que para la «siesta» se iba a sacar la ropa interior. Vivíamos ese trabajo como un recreo constante  y lujurioso.

Con la excusa de ir a buscar cambio para las cajeras del supermercado una vez por semana, cuando la administración estaba cerrada al medio día, salíamos en mi auto hasta un hotel alojamiento en el barrio de Liniers, cercano a la terminal de colectivos donde nos proveíamos de cambio de billetes chicos como de monedas. Nadie controlaba nuestros horarios, y Carolina, se cuidaba mucho de avisarle al encargado del supermercado sobre estas comisiones. No fuera que a alguien se le ocurriese preguntar dónde estábamos.

Ella, era una mujer muy equilibrada, muy medida. Nunca en nuestros encuentros, le escuché decir palabras cariñosas especialmente en determinados momentos. Se manejaba más por gestos, gemidos y suspiros, que por la verbalización de ese tipo de actividad. Ni antes, ni durante ni después. Rara vez, hacíamos comentarios de nuestros acoples. Se daban, fluían, sin ningún anuncio. Yo la despertaba, o directamente ella se «preparaba» y yo, iba como un autómata, como un lacayo que acataba sus instintos.

Las escapadas a «buscar cambio», las habíamos ideado por un tema de comodidad y la obvia necesidad de una cama. Pues en la banqueta, el tema no llegaba siempre a su totalidad, sin que eso, implicase reclamo o queja. Para nada. Pero eran la esencia de lo que fue esa relación. Guardo en mis recuerdos eróticos, aquella banqueta de cuerina con respaldo.

Lo que no estoy comentando aquí, era cuáles eran nuestros sentimientos mutuos, aparte de nuestro «entusiasmo», si se entiende.

No es que ninguno de los dos, fuese indiferente hacia el otro en los momentos que no estábamos «actuando», para nada. Quizá todo lo contrario. Lo nuestro era -para ser más exactos- una relación laboral con ese «ingrediente», y éramos muy conscientes de eso, ambos.

Inclusive, hablábamos poco y nada de nuestros proyectos para el futuro inmediato.

Quiero decir: yo tenía veintitrés años, estudiaba literatura en la UBA, vivía aún con mis padres, y tenia una actitud de militancia política  y universitaria típica de ese entonces. El regreso de Perón pocos años atrás, a los de mi generación, nos había dado una buena cantidad de aspiraciones, y en ese momento, atravesábamos los primeros años de la dictadura cívico militar y guardábamos el mayor silencio sobre nuestro pasado inmediato, por razones desde ya obvias.

Carolina, era hija única y ya algo mayor y abnegada, de una madre viuda hacía pocos años, a la cual el duelo por la muerte de su fiel esposo, le duraba más de lo debido, y esa única hija, era la tabla de salvación ad-infinitum de esa madre, y Carolina los sabía y lo toleraba hasta con cierta resignación y gusto, según ella brevemente me contó.

Todo eso, lo sabíamos el uno del otro, pero sólo como una enunciación, alguna  cosa que se había dicho una alguna vez, y luego quedaba ahí, en el muto conocimiento, pero no en la indagación de cuál era el futuro tanto inmediato, como a más largo plazo.

Algunas veces, después de nuestros encuentro en la banqueta, o luego de que salíamos del hotel de Liniers, yo en el auto mientras conducía le hablaba mí, de quién era yo, o quien yo creía que era. Con mis veintitrés años de estudiante de la Universidad de Buenos Aires, con mi anterior y ya callada militancia en grupos de aquella izquierda peronista luego de mayo del ’73. Carolina, me escuchaba como quien mira una telenovela. Sin tomarse los cosas muy en serio. Sacándole la parte que a ella le podía interesar de mi persona, de mi historia inmediata y de mi actitud frente a ese momento histórico, no encontraba otra respuesta en ella.

Corría aquel violento año 1976, con la dictadura empezando a mansalva con su tarea de limpieza. Carolina me escuchaba y luego de que yo hablara, me besaba y acariciaba la cabeza como se hace con un chico travieso. Pero realmente no me tomaba en serio. Y yo lo sabía. No tenía una actitud maternal para con migo, no; pero nuestra diferencia de edades y generacional, se hacía muy evidente.

Lo sabía pero no decía ni hacía nada como para que eso cambiara. Pues yo bien intuía que no iba a cambiar.

Y así pasó aquel año y empezó el próximo. En 1977 la situación social se había puesto más densa.

Debo agregar con mucho pesar, que en el mes de febrero, falleció mi hermano mayor, de sólo veintiocho años de edad, en unas circunstancias sórdidas, confusas y yo empecé a desmoronarme.

Cuando luego del duelo volví al trabajo, Carolina me recibió con un beso en la mejilla y con ese frío y descomprometido «lo siento». Pero no me habló especialmente nada al respecto. Quizá lo haya hecho por respeto, o porque no había nada más que agregar. El horror de la muerte de mi hermano, era suficiente como para adicionarle alguna cosa más.

Nuestros encuentros se reanudaron poco tiempo después, pero hubo algo que hizo que se interrumpieran casi de un momento a otro.

Las veces que yo intenté reanudar esa relación tomándola con un poco más de continuidad, Carolina se mostró distante y argumentó que estábamos entrando en una situación difícil, diciéndome que el supervisor la estaba presionando a rendir más responsabilidades. Me hizo notar que quizá el tipo sospechaba algo y le había pedido que tuviese más atención con las tareas y el personal. Eso me contó.

Fue así que a la semana siguiente, y de un día para el otro, trasladaron a Carolina a otra sucursal. Ella me lo dijo la última tarde que estuvimos trabajando juntos, pero sin ninguna muestra de pena o tristeza porque ya no nos veríamos todos los días, y a mí me quedó la duda si no había sido ella misma la que había pedido ese traslado.

Casi de un día para el otro, se terminó aquella no tan estrecha relación para ella, y dónde yo me encontré vacío de un momento para el otro.

Justo se dio que en el mes de marzo, a mí me tocaban unos días de vacaciones que debía completar del período anual anterior y aproveché para ir a visitar a Carolina a donde la había trasladado, en la otra punta de la ciudad. Igual,  con la excusa del nuevo lugar donde trabajaba de sub encargada, apenas si pudimos hablar cinco minutos. Le ofrecí esperarla en un bar a la salida de su horario, pero ella me dijo que tenía que hacer. Cuando me fui a despedir con un beso, ella me paró y me dijo aquella frase que aún, luego de más de cuarenta y ocho años, me suena en la cabeza: «Dejémoslo ya aquí. Nada dura para siempre».

Se dio media vuelta y se fue dejándome a mí con el corazón en ascuas.

Muchas veces cuando reviso mis relaciones afectivas a través de los años, vuelvo a aquella historia inconclusa, que duró un tiempo considerable, pero totalmente efímero para una de las partes. La mía.

Tardé unos cuantos mese en «reponerme» de aquella situación en la que me vi, como dije antes, de un momento a otro vacío. Sin mi «par». Pues ella se había convertido en eso. En un par que yo tenía para poder seguir adelante. Recuerdo muy claramente que iba a trabajar casi contento, porque «sabía» que en ese espacio laboral estaba ella, con sus ojos claros, con su pelo lacio y movedizo, con esa renguera de la cual yo, para qué negarlo, me había enamorado. Luego de la muerte tan horrorosa de mi hermano mayor, yo quedé sensibilizado, como es de suponer. Y fue ahí donde me di cuenta que el tema era unilateral. Ella no sentía lo mismo que yo sentía por ella, más allá de todo el atractivo sensual y sexual que teníamos, y que a mí se me fue transformando en «otra cosa«.

Años después, cuando yo ya había dejado mis estudios de Literatura en la Universidad, empecé a frecuentar los muy de moda talleres literarios a finales de la década de los setenta e inicios de los ochenta. Fue ahí que conocí a un escritor y su obra. No importa aquí recordar qué escritor. El caso es que, en una de sus novelas, un personaje reflexiona sobre una relación muy particular entre un hombre y mujer, en el cual el denominador común era precisamente todo lo contrario: sus diferencias. Sin embargo, el personaje varón, se refiere en forma evocativa a esa relación ya perdida, y dice una frase que a mí me vino como anillo al dedo como para enmarcarla en mi relación con Carolina:

«No había sido amor, pero, se le parecía bastante».

                                                                                  Alejandro Abate. Diciembre 2019

Confesiones

(El narrador omnisciente)

© Alejandro Abate. Junio, 2019

Al despertarse recordó el sueño que había tenido. Más o menos era el mismo que hacía unos días atrás. Sintió que era imprescindible hablar con Estaban. No podía dejar pasar más tiempo. Cuanto antes lo hiciera, mejor.

A Estaban lo conocía desde la época de la escuela secundaria, en el barrio de Villa Devoto, cuando ambos iban al quinto año en el turno noche de la escuela Dr. José Peralta que quedaba en la calle Pedro Lozano. Salían de la escuela a eso de las once de la noche e iban caminando por Mercedes hacia Nagoya. Esteban siempre tomaba el ciento nueve. A él no le convenía porque si lo tomaba, eran sólo por cinco cuadras. O sea que algunas veces se quedaba esperando con Esteban hasta que viniese el colectivo, y él luego seguía caminando por Mercedes hasta su casa.

No podía esperar más. Tenía que hablar con Esteban, sino, iba a correr riesgo la amistad de tantos años. Sobre todo en estos últimos tiempos que sus mujeres se habían hecho muy amigas también.

Desayunó con su mujer en silencio y sin dejar de pensar que ni bien llegara al trabajo lo llamaría para encontrarse a comer. Sus trabajos estaban cerca y tenían más de treinta minutos para hablar tranquilos.

Cuando salió antes de cerrar la puerta, su mujer le preguntó si le pasaba algo, que lo notaba raro.

-No, no, es que estoy un poco cansado porque no dormí muy bien -dijo él, apenas la saludó con un beso en la mejilla y se apresuró a salir para tomar el ascensor. Ella no tenía ni la menor idea de lo que le pasaba.

Él conocía a Esteban, y tenía una noción bastante certera de cómo iba a reaccionar. Muchas veces hasta se entendían con gestos. O por lo menos no les hacía falta mucho rodeo para abordar algún tema delicado como éste. Pero este tema era inesperado.

Al llegar al estudio y acomodar todo sobre la mesa de trabajo, sacó el teléfono celular de su bolsillo y buscón en los contactos, pero al segundo se arrepintió y guardó el teléfono. Sentía algo parecido al miedo, a la falta de seguridad. ¿Cómo le caería esto a Esteban? Estaba seguro que bien, no. Tampoco sabía si le caería mal, pero bien, doblemente seguro que no.

Estuvo un rato mirando unos papeles sobre la mesa, unos planos que le habían dejado el día anterior. No podía concentrarse, miraba sin ver. Hasta que sin mucha vuelta, tomó otra vez el móvil de su bolsillo y viendo que el contacto seguía ahí, oprimió la teclita de teléfono y apenas llamó dos veces que Esteban atendió

-¡Qué haces tan temprano, estas en el trabajo ya? -inquirió Esteban.

-Sí, llegué hace un rato -y sin esperar la respuesta le dijo -Teba, nos encontramos a eso de la una en Micus, comemos algo rápido que tengo que contarte algo. El que llega primero elige mesa.

-¿Contarme algo? Bueno, dale, pero mejor a la una y media, ¿está bien?, tengo que terminar algo y no sé si me va a dar el tiempo.-

-Dale -dijo él… y sin más cortaron los dos.

Pasó el resto de la mañana bastante tranquilo. Se distrajo con los planos nuevos y algunos llamadas a los clientes, pero ni bien se acercaba el mediodía empezó a sentir ese cosquilleo característico a la altura del estómago.

Esteban era un buen tipo, sencillo, sincero, sin muchas vueltas. Siempre decía lo que pensaba aunque no le callera bien al «otro». Y para él, esto era una cosa muy admirable. A él, le costaba mucho más sacar para afuera lo que lo preocupaba o angustiaba. Pero esto era tan distinto, que le costaba hasta encontrar las palabras para empezar la conversación. Aún no tenía ni el «discurso» preparado. Lo más probable fuese que lo hiciera como lo gustaba a Esteban: largar todo en pocas palabras. Para no confundir, ni hacer pensar el por qué y el para qué de las cosas.

Entre pensamiento y llamadas, se hicieron las doce treinta del mediodía.

Empezó por mirar otra vez el celular para fijarse si no había ningún mensaje modificatorio. Muchas veces el trabajo de Esteban, requería algún pequeño atraso o anticipación a la hora acordada. Pero esta vez, no había ningún aviso.

A las trece y veinte minutos, se puso el saco, apagó la computadora, y salió con el tiempo exacto para caminar las tres cuadras hasta Micus, la confitería donde se encontraban habitualmente.

A penas llegó a la esquina, vio que Estaban ya había ocupado la mesa que daba a la ventana de la ochava.

Cruzó la calle y entró.

-Cómo anda mi amigazo? -se levantó Esteban para saludarlo con un abrazo. Era común que se saludaran así hace muchos años.

-Bien, bien -dijo él pensando que en un rato no iba a ser lo mismo.

A esa hora, el bar estaba casi repleto de gente que salía de los trabajos para almorzar. Los mozos apresuraban los pedidos, y el ambiente era de bullicio: conversaciones en voz alta, murmullos, ruido de platos y copas, y como era infaltable, una pantalla de televisión sintonizada en el canal Todo Noticias.

Los dos se sentaron casi al mismo tiempo que llegara la camarera y le preguntara si quería lo de siempre. El dijo que prefería tomar agua mineral en vez del porrón que pedían habitualmente.

Al rato trajeron el pedido, y con ambas copas en cada mano, se dijeron ¡Salud!

Entonces él empezó a hablar. Ante los cambios de cara que iba mostrando Esteban, él le hizo un gesto como de que lo dejara seguir, que luego lo escucharía. Habló más de diez minutos seguidos sin probar bocado ni tomar nada del agua que le habían servido. Esteban lo escuchaba atento y respetando lo que le había pedido con el gesto, apenas desviando un poco la vista hacia su plato, lo miraba a él a los ojos. Al final de la conversación, bajó la mirada y luego hizo un gesto como de no entender. Subió los hombros varias veces y después se restregó los ojos. Luego dijo algo sin mirar mucho a su amigo. Habló de un tirón, y se veía que él lo escuchaba muy atento. En algún momento él quiso tomarle el brazo, pero Esteban lo retiró con un gesto brusco.

Desde la ventana del bar, se los podía ver cómo ahora los dos terminaban de comer ya sin hablar. Mirando cada uno hacia sus platos.

Pasaron así un largo rato hasta que él llamó a la moza para que les trajera la cuenta. El quiso pagar y en esta oportunidad, Esteban no dijo nada. Solamente dijo que estaba bien.

Se levantaron de la mesa y salieron hacia la calle.

-Bueno…No sé, te llamo más tarde -dijo Esteban cortante. No parecía enojado, sino que muy sorprendido. Se dio vuelta sin saludar, y empezó a caminar hacia el lado de su trabajo.

-Hasta luego, -apenas dijo él, -y tomó en sentido contrario.

Mientras caminaba hacia el estudio, tenía la sensación de que Esteban había escuchado todo, como si algo sospechase, a pesar de parecer impresionado. Pensó que en cualquier momento lo llamaba para decirle algo más… Reaccionar rápido, no era el estilo de Esteban.

Sin embargo, no lo llamó ni al rato, ni en el resto de la tarde. Lo más probable es que lo hiciera mañana o la semana que viene. Él guardaría silencio esperando. No le contaría nada a nadie.

El hecho real es que nadie sabe nada de todo esto. Nadie ha podido escuchar lo que hablaron en el bar. Nadie conoce nada de lo que se ha dicho durante ese almuerzo.

En rigor de verdad, nadie lo que se dice nadie, no. Como siempre sucede en estos casos, debemos considerar una excepción:  

Yo, lo sé…por cierto. Yo sé todo, cómo y qué se contó en ese bar y no hace falta que nadie me diga nada.

A Isidoro Blastein, con el afecto de un alumno y fiel lector.

Yeso. Un cuento casi a dos manos.

Yeso

Finales de Diciembre de 2018

-Un tropezón no es nada -dijo en forma de chiste malo la primer persona que se acercó para ayudarla a levantarse.

Se había caído estúpidamente. Trastabilló con alguna irregularidad en la vereda y de golpe ya estaba en el suelo. Se había salvado de no romperse la cara por unos centímetros. Entre la gente que la ayudó a levantarse había un  tipo que dijo ser médico. El hombre dirigió la operación de levantarla entre los dos primeras personas que se acercaron ni bien cayó.

Cuando estuvo de pie, el que dijo que era médico; le preguntó si se sentía bien. Ella estaba un poco aturdida por el susto pero no sentía ninguna sensación de mareo.

-Me duele mucho la mano que apoyé primero -le dijo al médico. El tipo mientras la acompañaban a sentarse en una silla que habían sacado de un negocio, le fue tocando suavemente la muñeca y le dijo que a él le parecía que no estuviese quebrado nada, pero que lo mejor era hacerse una radiografía lo antes posible.

Cuando estuvo sentada, le trajeron también un vaso de agua, y cuando buscó con la vista al Doctor, ya no lo vio más. Seguro que se había ido para no tener ningún problema, pensó.

La mujer que la había asistido después de la caída, le preguntó si quería que llamase a alguien. Lo hizo sacando su móvil de la cartera.

-No gracias, no se moleste, ya llamo a mi marido. No vivo muy lejos -dijo sacando con la mano sana el celular de su bolso.

Cuando el marido atendió, como era de esperar, se puso ansioso y se le trababa la voz:

-Cómo te caíste… te lastimaste algo más que la mano. Cómo están tus piernas -vociferaba por el teléfono.

-No, no te preocupes, no tengo más que la mano izquierda un poco hinchada. Vení con el auto que encima estoy muy cansada. No te hagas mucho problema y acordate de encerrar a los chicos cuando abrís el portón a ver si se escapan… Dale, te espero tranquila, no corras que no es tan grave.

Desde que había tenido aquel desgraciado accidente unos años atrás, cada vez que a ella le dolía algo, su marido lo relacionaba con ese hecho. Ella lo entendía, porque de alguna manera le pasaba lo mismo.

La mujer que la acompañaba mientras llegase su marido, le preguntó si creía poder pararse, a ver cómo andaba. Ella dijo que se sentía bien, y para comprobarlo se paró y le dijo a la mujer que podía retirarse si lo necesitaba, -enseguida viene mi marido a buscarme.

-Bueno, me voy, porque se me está haciendo tarde para ir a buscar los chicos a la escuela. Espero que ande bien y que no sea nada lo de su mano.

Ella le agradeció mucho y hasta se dieron un beso al despedirse.

-Mire, -le dijo ella a la mujer cando se estaba yendo -ya llegó mi marido, muchas gracias otra vez y le señaló el Peugeot que estaba estacionando.  Sin hacerse mucho problema, agarro la silla que le habían alcanzado desde el negocio, y dando unos pasos la dejó en la puerta saludando a los dueños. Les hizo adiós con la mano derecha y fue hasta el auto. El marido que ya había bajado, le abrió la puerta y rápido volvió al sitio del conductor. Cuando estuvo sentado le preguntó cómo era que se había caído.

-Me caí… me tropecé como le puede pasar a cualquiera en estas veredas de mierda. Me caí y ya está. Vamos a la clínica… no perdamos tiempo con preguntas. ¡Qué le vamos a hacer!

Cuando al rato después de estacionar en la puerta de la Clínica, por suerte al entrar a la guardia de traumatología, como no había nadie, los atendieron enseguida.

La traumatóloga era una mujer joven. No pasaba de los treinta años. Ella pensó que le hubiese gustado que la viese alguien con algo más de experiencia. Pero ni bien la médica comenzó a hablar y a tocarle la muñeca izquierda, se dio cuenta que la trataba con seriedad y profesionalidad. No hablaba mucho. En cierto momento le hizo presión en el área cercana al dedo pulgar, y ella sintió un dolor bastante agudo.

-Duele, ¿no? -preguntó la doctora

-Sí, bastante.

-Bueno, es lo de práctica. Primero hacemos la radiografía, y luego seguro que nos vemos en la sala de yesos. Tiene una fractura simple de muñeca, pero fractura al fin. Escribió algo en un recetario de la clínica,  y le dijo que se dirigieran al tercer piso, que ahí la iban a estar esperando.

-Le van a dar la radiografía enseguida. O sea que me la trae. Toque la puerta si estoy atendiendo que interrumpo y la vemos igual.

Al rato de hacer la radiografía y esperar afuera para que se la dieran, y ya con un dolor insoportable y el sobre de la radiografía, volvieron al consultorio de la traumatóloga.

La doctora los hizo entrar sin hacerlos esperar mucho. Abrió el sobre, miró el informe y después prendió el aparato para ver las radiografías. Le enseño a ella y a su marido señalándole con el dedo:

-Ve, aquí está la fractura. -y guardando la placa en el sobre les dijo que la esperasen en el consultorio  contiguo al de ella. Los hizo salir por la puerta, y ni bien salieron y se dirigieron al otro consultorio, sin dejar de ver que en la puerta decía «Sala de Yesos», vieron a la doctora. Al entrar casi sin darse cuenta ella se puso a pensar con no poca tristeza en su accidente anterior. Otra vez un maldito yeso, pensó.

No tardaron mucho en hacerlo. Por suerte, el yeso ocupaba desde la muñeca, hasta la punta de los dedos.

-Durante el día de hoy, no mueva mucho los dedos -dijo la médica, y agregó:

-Véngame a ver la semana que viene. Al ser la fractura muy chica, creo que en treinta o cuarenta días lo podemos retirar y luego seguir con una venda.

Les dió un beso a ambos y les deseó felices fiestas.

Cuando caminaban por el pasillo de salida de la clínica, ella iba pensando que precisamente con ese yeso, sus fiestas no serían muy felices.

Cuando llegaron a la casa y el marido metió el auto en el garaje, paró el motor y le dijo a ella que lo esperase a que él la ayudara a bajar. Ni bien dio vuelta por delante del auto, ella ya había abierto la puerta…

Entraron al living, y ella dijo que prefería sentarse un rato en el escritorio. Él le dijo que se daba un baño rápido, porque con los nervios que había pasado con este tema, se sentía muy transpirado.

-No tardo nada -dijo él, -quedate tranquila ahí que enseguida vuelvo y te preparo un té y comemos algo si querés -eran cerca de las dos de la tarde y ella no sentía ningún hambre.

-Está bien- dijo ella, -abrile la puerta a los chicos que hace calor y en el patio ya está dando el sol.

-Sí, ya voy, pero que no te molesten.

-No me molestan -dijo ella cortante. Estaba como enojada con el mundo. Se miró la mano y se dio cuenta que durante los cuarenta días que tendría esa porquería que le aprisionaba la mano, no iba a poder hacer gran cosa.

Cuando llegó Negrita(*) y subió sus patas delanteras a la falda de ella, empezó a olisquear el yeso que aún estaba fresco. Ella le acarició la cabeza enrulada y se acordó de Livia(**).

Tigre(*)ya estaba refregándose y maullando entre sus piernas. Desplazó a Negrita y se sentó en sus faldas, mirándola a los ojos como hacen los gatos.

Ella no pudo menos que también acordarse de Ulises(**) y de su otra vuelta del sanatorio.

Tanto la perra como el gato, se dieron cuenta que a ella se le escapaban las lágrimas.

NOTA DEL AUTOR

(*) Negrita y Tigre son nombres inventados de las mascotas de «ella».

(**) Livia y Ulises son dos mascotas que ya no están por aquí, pero sí estuvieron cuando «ella» había tenido ese horrible accidente unos años atrás.

(Para más datos, leer en este mismo blog, el cuento «Greta y yo».)

Victoria E. Martínez: Pensamiento  – Alejandro Abate. Escritura.

Zapeando con Edward

© Alejandro Abate.

Nicky Hopkins golpeaba las teclas de una forma poco usual, porque Charlie le marcaba el compás cada vez más rápido. Se miraban entre las mamparas y no dejaban de sonreírse. Cuando por la puerta del costado del estudio, aparecieron Mick Jagger y Ry Cooder (**), Nicky se levantó del taburete y se alejó unos pasos de su instrumento -un Steinway con la tapa abierta- y  encendiendo un cigarrillo miró hacia el lado de los recién aparecidos. Ry preguntó entonces a quién se le había ocurrido ensayar en ese sitio del Olympia, habiendo otros sitios en Londres mejores para hacerlo. Nadie contestó ni prestó mucha atención a la consulta. Charlie convidó cigarrillos, y todos se acercaron a las ventanas para fumar.

El piano de media cola descansaba en el ángulo más luminoso del salón. Por los vidrios ya no tan transparentes, se filtraba una pequeña claridad que caía sobre la tapa del piano y alguno de los amplificadores desparramados en el espacio adyacente.

Cuando todos dejaron de fumar y de tomar whisky siendo las cuatro de la tarde, volvieron a ocupar sus puestos e intentaron seguir con los temas que se habían propuesto.  Por fin Bill Wyman llegó, emulando a Keith en la falta de puntualidad  y se calzó el bajo sobre su chaleco de pana, un Erick Baker de diapasón largo. Luego ya todos ubicados con sus instrumentos y micrófonos listos, dieron por empezada la ronda.

En forma prolija y lenta, Nicky Hopkins marcaba los bajos desde el piano, que a su vez mantenía la melodía del tema. Bill y Charlie lo seguían y Ry Cooder hizo sonar su semi-acústica  Gibson de doce cuerdas, su compañera inseparable desde algunos años atrás.

De cualquier forma, se notaba que algo desde afuera distraía a los músicos.

Tras las ventanas, la pérgola del patio interior, aún mostraba el esplendor de antaño. Un enjambre de pájaros desconocidos, trinaban en forma  monótona sobre un viejo jazmín ya seco.

Hasta que de repente, Charlie Watts empezó otra vez marcando el compas en forma lenta y contundente con el pedal del bombo de la Gretch y Mick Jagger inició con las primeras estrofas y los cuatro músicos irrumpieron, en acorde y al unísono, con aquel viejo blues de Elmore James: «It’s horme too.»

——

Notas del Autor:

(*) Este relato corresponde a una de las sesiones de ensayo y grabación de los Rolling Stones, en los viejos estudios Olympia de Londres, en mayo de 1969, cuando Keith Richards se tomó un respiro mientras grababan las sesiones del album “Let it bleed”. Edward, era el seudónimo de Nicky Hopkins, el pianista que muchas veces fue considerado como el “sexto Stone”. En el año 1971 cuando los Rolling Stones estrenaban su sello (Rolling Stones Records) sacaron el disco «Jammng with Edward» con un resumen de esos ensayos.

(**) Ry Cooder, es un guitarritas y compositor que ya había trabajado con los Stones, y luego, en el año 1971 intervino en la grabación del disco “Stiky Fingers” en la banda “Sister Morphin”.

Pastillas

Pastillas
© Alejandro Abate. 2018
Antes de levantarse, como tenía en la mesa de luz un blíster abierto, tomó la primer pastilla del día con el agua que le sobraba aún en el vaso que había utilizado la noche anterior para los comprimidos de la noche.
Una vez bañado y ya en la cocina, se preparó un desayuno y fue a buscar el resto de las cajas de remedios que aún le faltaba tomar. Como todos los días, tuvo que luchar con los blíster. Muchas veces al querer sacar uno de los comprimidos, de la presión que hacía del lado trasero del contenedor, resultaba que la pastilla en cuestión se le fraccionaba sola. Obviamente le pasaba eso cuando la pastilla no era para fraccionar. En otras oportunidades también salían despedidas del contenedor y se le caían al piso. La buscaba con la linterna, y no paraba hasta encontrarla.
Los blíster cumplían a la perfección con la vieja ley de Murphy. Para guardarlos otra vez en la caja, había que hacer malabarismos, pues el papel de las indicaciones doblado en ocho pliegues, impedía que el pack plateado entrara completo en la caja. Era una tarea que había que hacer con mucha tranquilidad y a esa hora, la tranquilidad no era lo que le sobraba.
Debía aguardar un buen rato y tomar la última pastilla dándole un tiempo a las tres anteriores a que se procesesaran en su organismo. Pensó que era probable que ese combo en su estomago, se dividiría de acuerdo a la utilidad que cada una de ellas producía en su organismo: una se absorbería por la superficie del estómago, otra pasaría al intestino, otra se iría hacia el hígado, y la última iría al torrente sanguíneo para que recorriese todo su cuerpo. Cuando pensó en la frase «torrente sanguíneo» le dio como una rara impresión. Pensó en un caño que desembocaba en una calle y vertía cantidades de sangre a chorros y convertía la acera en un charco de sangre.
Trató de alejar esa desagradable imagen porque le producía impresión. También pensó que ya las pastillas le estarían haciendo efectos, porque no se sentía como antes de las pastillas por la mañana. Era evidente que ya estaba mejor. Estar mejor era una suma de sensaciones que le servían para poder pensar más claramente. Ya no sentía los temores de antes. Podía caminar varias cuadras sin sentirse desorientado ni tampoco desprotegido. Percibía poco a poco, que las paredes de los edificios, oficiaban también como habían oficiado al principio las paredes de su casa.
La burbuja se iba rompiendo.
El médico le había dicho cuando le empezó a recetar las primeras pastillas, que el tratamiento podía durar de seis a ocho meses, y que quizá podía prolongarse al año. También le recomendó que si por cualquier motivo veía que se iba quedando con los medicamentos contados, que se comunique con él lo más rápido posible que de alguna manera arreglarían para que se haga de la recetas y los adquiera enseguida. Recordó que le había preguntado al Doctor por qué motivo debía hacerlo con tanta urgencia. El médico le explicó que todos esos remedios que tomaba, si por alguna circunstancia los dejaba de tomar, generaban un síndrome de abstinencia. La frase esa, tampoco le gustó mucho y pensó en los alcohólicos o en los drogadictos.
Eso hizo que su rigurosidad con los remedios fuera extrema. Los guardaba en los dos cajones de su mesa de luz y también se había comprado una cajita que en los comercios denominaban «pastilleros». Muchas veces, al fraccionarlos o alojarlos completos en el pastillero, le entraba la duda si debía o no partirlos. Entonces miraba las instrucciones que el médico le había dejado anotadas claramente en un recetario que guardaba en la mesa de luz junto con las cajas de los remedios.
En algunas oportunidades, cuando sacaba los comprimidos del blíster, sentía que ya se había tomado una de las pastillas y dudaba. Eso le producía un sentimiento ambiguo: si se había olvidado de tomarla y se la tomaba, suponía que la estaba tomando dos veces, y temía por los «efectos». De hecho, nunca leía ningún prospecto de medicamentos, y menos el capítulo a «efectos colaterales». Cuando adquiría alguno de los medicamentos, ni bien llegaba a su casa, abría las cajas y sacaba el papel con las indicaciones y lo tiraba a la basura.
Una de las pastillas, que tomaba tanto por la mañana como por la noche, debía tomarla además por la tarde y muchas veces, al sentirse bien, se olvidaba de ingerirla y cuando debía tomar la de la noche, dudaba si tomar una dosis extra para compensar la que había olvidado por la tarde.
Todas estas dudas y olvidos, los consultaba por teléfono con el médico. El hombre no le daba mucha importancia y siempre le recordaba no dejar de tomar alguna medicación bajo ninguna circunstancia.
Estaba bien y seguiría tomando sus pastillas. Todo iría mejorando.
Una noche, antes de tomar la pastilla para dormir, salió de la cama y se vistió nuevamente. Puso en una mochila todas las cajas de pastillas que debía tomar, colocó algunas ropas, agarró dinero que tenía guardado. Una extraña sensación lo invadía.
Buscó los documentos y la llave del auto, bajó a la cochera, puso en marcha el auto que por suerte arrancó, pues hacía dos meses que no lo usaba. Abrió el portón automático, puso primera y salió. Hacía mucho que no conducía pero se sentía bien, con una sensación de alegría.
Tomo por la Avenida San Juan… cruzó la Nueve de Julio, y al llegar a Paseo Colón, dobló a la derecha hacia la Avenida Juan de Garay. Como ésta última tenía semáforo para girar a la izquierda, espero con paciencia que se pusiera en verde. Mientras esperaba, revisó otra vez el contenido de la mochila, se palpó el bolsillo izquierdo del pantalón para asegurarse que llevaba el celular guardado. El semáforo se puso en verde y dobló a la izquierda por Juan de Garay hasta el fondo. Media cuadra antes, vio la rampa de subida hacia el comienzo de la autopista Buenos Aires-La Plata. Nunca había conducido por ese sitio, pero no tuvo ningún temor.
Siguió por el carril derecho, y empezó a ver al costado la Usina del Arte, las barracas del puerto. Luego giró la vista hacia la izquierda y contemplo el Riachuelo y su desembocadura en el Río de la Plata.
Sin ir muy rápido, enseguida vino el Peaje de Dock Sud. Dirigió el auto a la única cabina que estaba habilitada, y pagó con un billete de cien pesos y colocó el cambio junto con el ticket en el asiento del acompañante. Ni siquiera contó el vuelto.
Prosiguió la marcha por la autopista que se encontraba vacía. Solo pasó dos camiones sin ningún inconveniente. Vio cómo el reloj cuenta kilómetros iba subiendo de velocidad: sesenta, ochenta, cien, ciento veinte. Sentía las manos firmes sobre el volante e iba muy tranquilo. Cuando llegó al peaje de Hudson no había ningún auto por la autopista. Eran las doce y treinta de la madrugada. Apuntó la trompa del auto hacia uno de los pasajes de las cabinas y aceleró. Casi ni se dio cuenta cómo la barrera voló por los aires sin tocar el parabrisas.
Siguió subiendo de velocidad por la mano izquierda. Se sentía muy bien.
Cien, ciento veinte, ciento treinta, ciento cincuenta. El auto marchaba sin ningún problema.
Continuó acelerando…

Ojos que no ven, corazones que no sienten

Ojos que no ven… corazones que no sienten.

© Alejandro Abate. 2017

Estela estaba sentada cerca de la mesa de la cocina, esperando a que Marcos llegara.
Cuando llegó, le pidió que se sentara y mirándolo fijo a los ojos le dijo que tenían que hablar.

Él le dijo que sí, que enseguida volvía y se sentaba con ella. Estaba todo transpirado por el calor y quería cambiarse.

Estela dijo que estaba bien y que mientras preparaba unos mates.

Cuándo Marcos volvió y se sentó en la otra silla le preguntó de qué quería que hablaran.

Estela le dijo que no se la haga más difícil, y levantando un poco la voz, volvió a decirle que él sabía muy bien de lo que «tenían» que hablar hace un tiempo. Después agregó que para qué iban seguir con este juego?

Marcos la miró por un instante y le preguntó de qué juego estaba hablando. Ubicando la silla más cerca de la de ella, alargó su brazo con la intención de tomarle la mano.

Ella primero hizo el gesto de retirar su cuerpo hacia atrás, pero después cedió y dejó que él le acariciara el antebrazo.

Estela empezó a hablar: le dijo, con palabras pausadas que Marcos los había visto bien. Lo dijo acompañando con un movimiento de manos las palabras que pronunciaba, y agregó que él le había mantenido la mirada durante unos largos instantes antes de salir casi corriendo.

Ella continuó diciendo que tampoco había tanta gente caminado por esa calle, como para que no se diera cuenta de que iban agarrados de la mano. Después agregó que él había puesto cara de sorpresa y que enseguida salió caminando rápido, como si no hubieses visto nada. Como si no los hubieras visto a los dos.

Marcos, con un gesto en la cara de incertidumbre le preguntó de qué hablaba y de quiénes y de qué calle, y le repitió que él no había visto nada, ni a nadie. Luego, intentó otra vez acariciarle la cara y acercarse como para darle un beso en los labios. Al igual que había hecho antes, ella primero apartó la cara, pero después dejó que él posara sus labios sobre los suyos y la besara. El beso duró bastante, hasta que Estela apoyó sus brazos contra los hombros de Marcos, haciendo una leve presión como para separarse.

Cuando se separaron después del beso, ella le dijo que él no quería entender…y que aquello no iba más. Lo dijo alzando la voz otra vez. Después, recomponiéndose, trató de hablar en forma más calma, sin rencor ni culpa, y se refirió a las veces que él intentaba tener sexo con ella y ella lo rechazaba con un sin fin de excusas. Le parecía que si eso no era ya suficiente explicación.

Marcos se quedó mirándola sin evidenciar ninguna sorpresa. Empezó a hablar con voz muy suave. Entonces Estela le pidió que le hablara más alto, que no lo escuchaba bien. Marcos, levantando un poco la voz, dijo que no había ningún problema. Que todo estaba bien… que no importaba. Y argumentó que lo más probable era que ella estuviese pasando una de esas características crisis que a todas las mujeres les toca en algún momento. Y repetía que a todas las parejas en alguna oportunidad les pasa eso.

Resignada, ella se quedó mirándolo un largo rato, como sin entender lo que él decía.

Después se levantó de la silla y caminó unos pasos por la cocina y se puso a acomodar algo en la mesada. Al momento, dándose vuelta le dijo que ella esa noche, también tenía que salir.

Fue hacia el dormitorio y al rato volvió cambiada, con la cartera colgada de su hombro, y dispuesta a salir, se apoyó en el vano de la puerta.

Mirándolo, le dijo que no la esperase despierto, que iba a volver muy tarde. Tenía puesto el vestido negro de falda corta y se había calzado unos zapatos de tacos bastante altos. Marcos la acompañó hasta la puerta de salida y esperó a que ella tomase el ascensor.

No se saludaron.

Al rato, él volvió hacia la cocina, tomó su teléfono móvil que había quedado sobre la mesa y marcó un número. Cuando una voz de mujer atendió del otro lado dijo:

-Ya podés bajar, tenemos un rato largo… -y colgó.

Raros en la biblioteca

Raros en la biblioteca. Crónica. (*)

(C) Alejandro Abate. 2017

La entrada a la biblioteca, está justo saliendo del tramo de la escalera. En el primer dintel y curva de la misma, hay un cartel colgado de la pared con una flecha indicativa que dice en letras de imprenta BIBLIOTECA, seguido de una flecha. La puerta es de doble hoja, de madera enchapada, y en la parte que se abre, hay otro cartel que dice otra vez “Biblioteca”, y el horario: “9 a 20 hs”. Ni bien se abre la puerta, el que entra choca con el mostrador de atención al público: una larga mesa de fórmica blanca, cubierta con un vidrio, dónde los que fuimos pasando por esta dependencia, hemos puesto fotos históricas de la biblioteca, estampitas, letreros de ayuda-memoria, fotos de nietos, hijos y mascotas, vírgenes de Luján, y postales de viajes. Yo puse una foto de Cortázar donde está encendiendo un cigarrillo. Creo que es la más famosa de Sara Facio. En ese mostrador estoy yo, sentado frente a una computadora.

En el mundo hay gente rara. Hay gente rara que viene a la biblioteca y se mezcla con las demás. Hace mucho que  a mí  se me  ocurrió llevar un registro de los raros que pasan por aquí. Hablo de raros en serio, no sólo aquellos que siempre que  piden un  libro, se sientan  y se duermen, apoyando una mejilla sobre él como almohada,  o los que comen a bocaditos, escondidos, el sándwich que tienen sobre la falda. También anoto en un cuaderno a otro tipo de  raros y lo guardo en un cajón con llave. Lo guardo así porque cuando lo dejaba sobre el mostrador, al otro día encontraba anotaciones, dibujos obscenos y tachaduras sobre mis notas.  Los hacían los del turno de la tarde, para burlarse de mi iniciativa y  además, una vez encontré una nota escrita con marcador rojo, que decía que yo mismo era el más raro que cualquier otro raro que pudiese venir aquí a la biblioteca.  Igual ya no pueden anotar nada de eso, porque ahora pasé todas estas anotaciones a un archivo de texto que lo guardo con clave, y sólo yo lo puedo abrir. El cuaderno lo tiré al tacho de basura. Estaba todo arruinado.

Entre mis raros hay de todo y para servirse con cucharón:

Un raro,  muy alto y desgarbado,  que antes de sentarse a una mesa, da dos vueltas  enteras a la sala de lectura mirando las paredes. Una de las paredes tiene  una cuadro con la foto en sepia del que dicen fue el fundador de la biblioteca. La primera vez que lo vi me pareció normal que se detuviera  a  mirarlo, pero después observé que se detenía una y otra vez y que  también  lo hacía frente a las otras paredes donde no hay cuadros ni nada. Ahí me di cuenta que lo que examina no es lo que hubiese colgado en las paredes, sino que las  mismas paredes.

Hay otro  raro, con barbita y  anteojos a lo Woody Allen,  que cada vez que viene, me pregunta dónde puede sentarse. La primera vez que me preguntó le respondí: “en la silla que gustes”, haciendo un amplio gesto circular  con mi brazo, para señalarle  la cantidad de sillas libres en la gran mesa de lectura que hay en la sala. Yo creí que le daba respuesta de una vez y para siempre,  pero no es así, porque cada vez que viene sigue preguntando lo mismo, y a estas alturas de la insistencia, yo pienso que debe ser un interrogante ontológico,  que va mucho más allá de preguntar por un asiento concreto. Tal vez  alguna cuestión interrogable  referente al lugar que cada uno ocupa en esta vida, a la que yo, con mi   limitada  respuesta, nunca pueda satisfacer. ¡Vaya uno a saber!

Hay una rara también. Se tiñe el pelo y las cejas de un negro renegrido,  se pinta los labios de rojo, y usa  polleras de colores rarísimos y largas hasta el suelo. Es la que siempre pide libros de historia de la moda, pero lo raro viene después: se sienta  con su  libro, comienza a leer (o más bien  a observar los dibujos y las fotos), y al minuto se cambia los zapatos. Saca de su bolso un par de zapatos y sin dejar de leer se los cambia maniobrando bajo la mesa. Guarda los que tenía puestos. Al rato, repite: abre el  bolso, saca el par de zapatos que  había guardado, se quita los puestos y se cambia. Conté hasta siete cambios en una sola mañana de lectura.

Los más raros de todos, sin minimizar a los anteriores,  son los raros que usan las computadoras. Hay una chica que sólo se sienta en la  tercera computadora.  He notado que se queda haciendo  tiempo y  merodea por el catálogo de fichas que aún conservamos. Luego hojea distraída los diccionarios  o se concentra en su celular. Supuse que esperaba a alguien más, hasta que me di cuenta que ella espera que se desocupe la PC número tres. Cuando la tres está desocupa, ella vuela y se instala en esa. Las computadoras son todas iguales y están configuradas de manera que no se puede más que usar  Google y el catálogo en línea, pero no es posible abrir ni una red social o gestor de correo, ni ver ningún archivo o carpeta internos de la máquina. Aunque las computadoras estén todas libres, ella no se sienta en ninguna, sólo lo hace en la tercera.

Hay también otros que más que raros, no tienen idea cómo usar una computadora. Sobre todo la gente mayor. Usan el fichero manual aún sabiendo que esté desactualizado.

Días atrás, me ha pasado algo con uno de los más raros que tengo registrado: todos los jueves viene un hombre algo mayor a pedirme siempre el mismo libro. No se trata de un libro de esos que el común de la gente define como de entretenimiento o divulgación, no: me pide Introducción a la Física I y II, de Alberto Maiztegui y Jorge Alberto Sábato. Como dije antes, ya es un hombre  grande, o sea que no está estudiando alguna carrera afín al tema. Esa situación me generó bastante curiosidad, hasta que hace dos jueves, no pude más y le pregunté por qué motivo siempre leía el mismo libro. Entonces con una inmensa cara de tristeza me dijo:

Éste es el libro que llevaba mi hija el día que una bala perdida, en medio de un tiroteo entre delincuentes y policías la mató en pleno micro centro, hace ya más de siete años«.

Vagamente recuerdo el suceso y le digo: «Bueno, discúlpeme«. El hombre, con una leve sonrisa, se levantó y me devolvió el libo. Luego me fui a sentar a mi escritorio totalmente avergonzado.

Han pasado dos jueves y el hombre aún no ha vuelto. Quizá si yo no le hubiese preguntado, él seguiría viniendo a conectarse con su hija mediante el libro.

Por eso, he decidido borrar el archivo, siento que también yo soy muy raro,  al  llevar un registro como éste.

(*) Agradezco a Isabel Garin, Directora de la Biblioteca de la Facultad de Medicina, quien me contó parte de esta crónica.

Greta y yo

(Una historia sobre perros hilvanada a través de una red social)

Nota del Autor: Me he permitido el atrevimiento de contar esta historia a partir de diálogos con una amiga de Facebook. Por eso el relato de alguna manera le pertenece. Gracias entonces a Victoria E. Martínez.

© Alejandro Abate. Julio/Agosto 2017.

Greta está dormida bajo la parra. A una de sus patas traseras  en un rato más le va a dar el sol y ella se va a correr hacia el costado. Luego, cuando la sombra de la medianera se empiece a proyectar sobre todo el patio, ella se va a estirar y va a seguir soñando. Es casi seguro que está soñando conmigo. Lo noto porque cuando gime durante el sueño, es que está hablando conmigo. De tanto que Mami le ha hablado de mí, ella sueña conmigo más de lo que nadie puede imaginarse. Yo lo miro todo desde arriba. Este es un arriba diferente de las azoteas o de los balcones, pero es así. La única suerte de estar en Tombuctú (*),  es poder ver, saber todo, adivinar y poder escribir en este papel como hacen algunos humanos.

Desde que comenzó a aparecer ese gato desde las terrazas vecinas e instalarse en nuestra casa como si fuera suya, Greta le huye un poco y se viene aquí al patio. El gato ya le tiró dos o tres veces esos arañazos que dan los gatos, desde lejos y haciendo ffffff!

Entiendo perfectamente que el  gato no es que quiera agredirla. Para nada. Sólo está tratando de hacerse un poco de espacio propio: su territorio.  Lo que realmente no puedo saber es por qué a ese gato amarillo y bonito, Mami lo ha bautizado así: “Turrino”. Cuando yo estaba con ellos, vi alguna vez en algún lado que no me puedo acordar, uno de esos carteles que las gentes tienen en sus casas, sobre todo cuando hay nenes. El afiche o cartel, es el de un dibujo de un gato, también amarillo con un letrero que dice Gaturro. Quizá de ahí fue que a Mamá se le ocurrió ese espantoso nombre.

Igual, no es del gato de lo que quería hablar, o contar, o escribir, que más o menos es todo lo mismo. Lo que quiero contar es algo que Greta y yo sabemos. Greta lo sabe porque Mamá se lo debe haber transmitido más de mil veces. Digo transmitido, porque los perros captamos todo lo que los humanos piensan, sienten y sufren. -Lo sé, porque lo sé y se acabó-. Así somos los perros, muertos o vivos. En realidad yo era una perra de raza bastante indefinida. Tenía algo de Collie, de Galgo y de Ovejero. En fin. Lo cierto es que viví muchos años con Mami y Papi.

Greta ahora tendrá tres o cuatro años. Mamá dice que es una Cocker, pero Papá dice que es una mestiza enana y fea. Tiene el pelo renegrido y unos ojos ovalados y algo enrojecidos, y cuando pasa un tiempo sin que la lleven a la peluquería, parece un peluche después de lavarlo, o un pulóver viejo y apelmazado. Igual, para mí, ella es muy bonita y alegre. Cuando era muy cachorra, hacía un montón de líos: rompió varios almohadones, pantuflas, repasadores, libros, y también quiso comerse el borde de una colcha, pero Papá la vio y no hizo falta que ni agarrase la escoba, que Greta corrió y se escondió detrás de la escalera. Es que Papi es más serio que Mamá.

Vuelvo a repetir que Greta y yo nos conocimos por intermedio de todo lo que Mamá -fundamentalmente Mamá- habla  y recuerda de mí. Es seguro que lo del accidente de ella y de mi estado de salud haya sido lo que a Mamá más le haya dolido y por eso es que piensa y habla mucho de mí y de ese largo período en la que estuvo internada y yo estaba aquí en casa, sola y muriéndome. Ya tenía más de catorce años, y mis caderas y mi aparato digestivo no daban más.

Supe del accidente, porque Papi estaba muy mal e iba y venía de la clínica donde estaba Mamá como dos o tres veces por día. Algunas veces vino sólo para darme a mí aquellas pastillas trituradas y asquerosas que mi veterinario le había recomendado y después apenas se cambiaba de ropa volvía al sanatorio otra vez. Papá no es de hablar mucho, pero en esos días, muchas veces hablaba, me hablaba a mí, me contaba y me decía: “Livia… ya va a volver Mamá y todo va a ser como era antes”. Lo cierto es que ya todo no fue como era antes. Cuando Papi se preparaba para salir hacia el sanatorio, me repetía aquello de que no fuese a cometer  la estupidez de morirme estando sola.

Lo cierto es que no era necesario que me dijese nada, pues solamente viéndole la cara, yo me daba cuenta de que algo feo estaba pasando.

Ahora Greta se ha despertado y fue a hacer pis a los canteros. Mamá debe haber salido porque Greta sabe que no tiene que hacer pis ahí. Cuando Mami no está, ella hace lo que quiere. Algunas veces, no espera a que la saquen a pasear y hasta es capaz de hacer caca en la puerta que da al patio. Parecería que lo hiciera a propósito. Después de eso, mira para arriba como buscando mi aprobación, pero yo me hago la desentendida. Así ella se siente un poco más culpable. ¡Hay que reconocer que Greta, es una artista! Le encanta hacerse la burra y si la retan, pone esos ojos para abajo, y por dentro yo se que se está matando de la risa.

Greta vino de muy chiquita, unos meses después de que yo me fuera y Mami volviese  del sanatorio y empezara a caminar otra vez con esos raros bastones.

En realidad yo tendría que contarles cómo fue aquello de que yo esperé a que  Mamá volviese de la clínica para poder irme tranquila. Fue muy difícil porque Papi, me venía diciendo: -Esperá, Livia, esperá que pronto vuelve Mamá.

En ese momento, como no estaba donde estoy ahora, algunas cosas no las entendía del todo por más que fuese perro. No las podía ver desde arriba como las veo ahora. Me sentía mal, dormía mucho y a veces ni me enteraba que venía la tía Lala para darme las pastillas. Me daba cuenta que Mami no estaba en casa, porque cuando arrastrándome un poco, iba hacia su cama, no la veía. Algunas veces Papi dormía en el sillón y yo apoyaba mi hocico en su brazo. Él me acariciaba hasta que los dos nos quedábamos dormidos pensando en Mamá.

Cuando por fin Mami volvió a casa, supe y entendí qué era lo que le había pasado y por qué había estado tanto tiempo fuera de casa. Llegó una mañana en la que yo, si bien me sentía cada vez peor, estaba despierta y la vi entrar por la puerta de calle. Antes, como siempre, percibí su olor, su cercanía; escuché el motor del auto de Papá. Entonces hice un gran esfuerzo, me levanté y fui a recibirla hasta la puerta del living. Ella lloraba y se agarraba de Papi y le decía: “Mirala qué flaquita que está, pobrecita!” Papi le decía que no, que yo estaba mejor, que la estaba esperando. Recuerdo que de la alegría que tenía empecé a mover un poco la cola, y Papá le decía a Mami: “Viste, viste que Livia anda bien”, pero tanto él como yo, sabíamos que eso eran mentiras piadosas, de esas que los humanos arman para disminuir la angustia de los seres que quieren. Aún siendo mascotas.

Cuando Greta sueña (¿o piensa?) todas estas cosas, que entre Mami y yo le fuimos contando, -Mamá hablando, y yo con esa forma especial que tenemos de comunicarnos los animales- hay algunas cosas que quizá ella no llegue a entender aún, porque el tiempo no le ha “pasado”. Siempre supe que eso que los humanos llaman “tiempo”, es lo que a uno le hace entender muchas cosas. Pero ya le llegará el tiempo a ella también. Como a mí y como a tantos otros.

Lo que Greta sí ya ha entendido de perillas es lo del accidente de Mami. Lo sabe porque cuando alguna vez pasan por esa esquina por algún motivo, Greta trata de irse lo más pronto que pueda de esa zona. Intuye o percibe que eso no tiene por qué pasar otra vez, pero igual, tironea de la correa porque se da cuenta que Mami empieza a sentir ese vacío en el estómago.

El hecho fue que un día, Mami salió algo tarde para su trabajo, y se fue casi sin desayunar ni saludarnos ni a mí ni a Papá. Cuando llegó a esa esquina, sintió un ruido de frenadas de neumáticos, unos ruidos de chapas y hierros, y después no sintió nada más hasta que se despertó en la cama de un hospital. Dos vehículos habían chocado en esa esquina, y uno de los autos salió despedido hacia la vereda y la atropelló y la arrastró como tres o cuatro metros. Después vinieron los bomberos, la policía y la ambulancia. Etcétera.

Por intermedio de lo poco que Papi hablaba, supe que hubo personas que pusieron mucha energía para que Mami se repusiera y saliera de ese lugar. Yo no entendía bien lo que él me contaba en ese entonces, pero me habló de cadenas de rezo y oraciones de gente amiga, compañeros: cosas que hacen los humanos. La fuerza de la voluntad hace muchas veces hasta lo imposible, y Mamá finalmente volvió a casa.

Para que este relato tenga algún sentido, ya sea histórico, o lógico, o sensible, lo que falta es que cuente lo que pasó después; cómo fue lo de mi “ida”; qué hicieron Mamá y Papá conmigo, pero siento que debería ahorrarme y ahórrales los detalles de mi partida.

¿Para qué serviría ponernos tristes? Lo bueno es que tanto Mamá y Papá, con Greta, y ahora con el Turrino ese, han vuelto a sonreír y a sentirse mejor. Ellos también se están poniendo más grandes, como yo antes de irme, y son tantas las cosas que pasamos juntos que no vale la pena volver a entristecernos con las nostalgias. Trato de quedarme con todo lo bueno de aquello.

También debería contarles otras historias. No presenté en este pensamiento al gato Ulises: ¿para qué sumar recuerdos?

(¿Continuara?)

(*) Tombuctú / Tombuktu.

Según ejemplifica Paul Auster en su homónima novela donde se cuenta la historia de dos personajes (un perro  y su amigo humano, un vagabundo de New York City), tras la certidumbre de que el fin está próximo para el humano, y con él, la partida hacia el último viaje: una mítica Tombuctú o directamente  Irás y No Volverás, o sea el lugar a donde van a parar los seres humanos y animales tras su muerte.

Crónica: Pasillos nocturnos

(Mayo del 2004)

Aquella tarde de sábado, por la ventana y a través del cortinado entraba el sol desde la calle Billinghurst. Antes de la hora de las visitas, los pasillos de la Clínica Bazterrica estaban bastante tranquilos. Fabián, mi hijo de sólo dieciséis años dormía, también tranquilo. El frasco de suero estaba por la mitad, y la bomba automática hacía el mismo ruido monótono de siempre.  De reojo lo  miraba dormir. No me gustaba la palidez que tenía cada vez que íbamos ahí. En las primeras aplicaciones, la totalidad del cóctel quimioterapéutico bajaba rápido y sin muchos inconvenientes, pero ya a esa altura del tratamiento, tardaba de quince a veinte horas, según el estado de las venas.

Luego de cada sesión,  cuando nos íbamos de ahí, Fabián vomitaba lo poco que había comido durante la internación ni bien recorríamos tres o cuatro cuadras. Aquella, era la decima aplicación y ya no comía nada, lo que me hacía pensar que se estaba debilitando.

Con la velocidad con que entraba la medicación, otra vez nos tocaba pasar la noche en el sanatorio. Para la cena, debía proveerme de comida, pues no servían cena a los acompañantes. Cuando a eso de las siete de la tarde vino mi ex mujer, aproveché y me fui a comer un sándwich a un barcito que había por la avenida Coronel Díaz.

Nuestro hijo prefería  que cuando había que pasar la noche en la clínica, fuese yo el que se quedara con él en vez de su madre. Ya hacía más de diez años que estábamos divorciados  y la pelea post-divorcio, ya había terminado largo tiempo atrás. Ambos hacíamos lo que nuestro hijo prefiriese.

Desde finales del verano, cuando los médicos diagnosticaron que tenía un Linfoma de Hodgkin, habíamos quedado con muy pocas ganas de traernos problemas. Ya bastante con lo que nos había tocado. Sobre todo, lo  que le había tocado a él.

En esa oportunidad, el turno disponible para la aplicación semanal de quimio nos tocó durante el fin de semana. Las aplicaciones cada vez se hacían  más largas. Las venas de mi hijo recibían bastante bien la medicación, pero había oportunidades en que decían basta. Después, con la pericia de las enfermeras terminaban cediendo. Le colocaban la vía indo venosa o bien en el brazo, o en las venas del dorso de la mano. También en las venas de las piernas, cerca de la ingle, y otras veces en el cuello. Así era la quimioterapia.

Mientras Fabián dormía, para entretenerme en algo, me ponía a mirar el goteo de la máquina de bombeo e intentaba ir contando las gotas como para hacer un cálculo del tiempo que faltaba. Al rato me daba cuenta que era imposible. Entonces me disponía a dormir. Cerraba los ojos y me enchufaba los auriculares del celular, pero nunca lograba dormirme del todo. Lo de los auriculares lo hacía para no escuchar el sonido de la bomba que emitía un bip bip que no era regular, pero se espaciaba más o menos entre los veinte o treinta segundos. Les pregunté a varias enfermeras por qué era esto, y ninguna me supo  dar una explicación del todo coherente. Algunas decían que era de acuerdo a cómo la medicación iba entrando en la vena; otras argumentaban que era por la corriente eléctrica especial que alimentaba al aparato, pero el ruido era por momentos desesperante. Durante el día, con el barullo y los ruidos que entraban y salían tanto desde la calle como desde el pasillo del área, el sonido era casi imperceptible, pero en la noche se transformaba en el tum tum de un sórdido bombo de una endiablada y demencial batería. Lo habíamos hablado con Fabián varias veces, tratando de llenar los huecos que se daban en las largas horas que pasábamos ahí adentro. A él por suerte el sonido del bip bip no le molestaba. Entonces me sorprendía la tranquilidad con la que se había tomado el tema de su cáncer.  Cuando lo iba a buscar a su casa para llevarlo hasta el sanatorio, lo veía bajar, hasta podría decir que con cara de contento. Como si fuera una armadura que utilizaba para no dejar pasar la tristeza y la incertidumbre que lo angustiaba y lo invadía. Lo sabía, porque muchas veces, en mis largas horas de espera, interfería su mirada sin que él se diese cuenta, y percibía su angustia, su miedo. Aún era muy joven como para haber aprendido a disimular el dolor ante los demás.

La mayoría de las personas, cuando escuchan la palabra “cáncer”, enseguida lo asocian al concepto de muerte; enfermedad terminal; metástasis, palabras que sobrecogen sólo de pronunciarlas.

En mis paseos nocturnos por los pasillos del  Área de Internación de Quimioterapia Infantojuvenil, era muy común ver por las puertas entreabiertas de las habitaciones,  chicos y jóvenes pálidos, ojerosos y pelados.

En esa oportunidad, un enfermero me indicó que no era conveniente que caminase por los pasillos durante la noche. Cuándo le pregunté por qué, el hombre con cara de resignación me pidió que volviese hasta mi habitación y  que por un rato no saliera. Lo hice, pero sin poder contenerme, dejé la puerta entreabierta y espié: el chirrido de las ruedas de una camilla me explicaron el  porqué enseguida. La camilla que vi en las penumbras del pasillo era pequeña y sobre ella,  empujada por un camillero, observé un bulto tapado por una sábana blanca. Cerré la puerta, y mientras mi hijo seguía durmiendo, fui hasta el baño y en la oscuridad lloré.

Después salí, me senté frente a la cama apoyando los pies sobre el acolchado,  y me dormí en forma profunda.

Cuando me desperté, por la ventana divisé el gris del amanecer. Al rato comenzó el tintinear de los carritos del desayuno. A pesar de ser domingo, parecía que el trajín del sanatorio no difería mucho al de cualquier día de la semana. Miré hacia la cama de mi hijo que aún estaba dormido: con la boca abierta emitía un ronquido extraño que quebraba el silencio de la habitación. Me levanté y miré la calle por la ventana. Apenas vi una persona paseando un perro. Me di vuelta y Fabián me estaba mirando con una sonrisa. ¿Cómo dormiste?, le pregunté. Bien, bastante bien, dijo y se empezó a incorporar en la cama. Poco después lo acompañé al baño arrastrando el aparato de la bomba y el barral del suero. Sin querer miré desde atrás su nuca, y noté la caída del pelo. Aunque ya nos lo habían advertido, la sensación de verlo me produjo una especie de comezón que iba desde la cintura hacia el centro de mi cabeza.

Luego, en medio de la mañana, vino una enfermera y saludándonos nos dijo que ya faltaba poco para que nos pudiésemos ir. Apagó la bomba y comenzó a sacarle la vía a Fabián. Él me sonrió otra vez:

-Ya falta poco, papá, en un rato nos vamos-  dijo, como si el enfermo fuese yo.

©Alejandro Abate – Marzo 2017.

A mi hijo Fabián, que hoy tiene treinta años, y hace mucho que los oncólogos le han declarado la remisión absoluta. Me gustaría también, ahora a la distancia, agradecer particularmente a mis compañeros de trabajo de aquel entonces, tanto en la Gerencia de Ambiente y Desarrollo Sustentable de Petrobrás S. A., como a mis compañeras de la Mesa de Entrada del Banco de la Provincia de Buenos Aires, que entre todos, me apoyaron emocionalmente durante los seis meses que duró aquella desgraciada situación.

Imaginación

Imaginación

© Alejandro Abate Septiembre 2016

Vuelve a imaginarla otra vez. La ve entrar en su casa después de tocar el timbre. Recuerda el saludo inicial con un beso en la mejilla. Con algo de timidez y confianza a la vez. La ve otra vez sentándose en el sillón que ahora está vacío frente a él. Invitarla con un café era lo más atinado en una situación así. Sacar un cigarrillo y convidarla con otro, también. Ella con un breve gesto de su mano indicó que prefería no fumar.

sillonLuego él va a la cocina a preparar el café. El aroma inunda todo el ambiente y ella desde el living se lo hacía notar.

-¡Qué rico olor a café! –recuerda ahora sus palabras. Después viene lo del beso en la boca, el rechazo apenas de ella con sus brazos sobre los hombros de él al besarla. Al rato del café, ella aparece sentada en el sillón y él arrodillado a su lado. Prestan atención a la música que suena en el aparato de audio. La misma canción que ahora él está escuchando. Mira por la ventana el gris del día frente al mismo sillón vacío y comienza a desabrocharse el pantalón.

Cuándo él la besa otra vez, ella ya no opone ninguna resistencia y al mirarlo a los ojos con su mirada brillante y encendida, lo invita a seguir.

Ahora, la vuelve a inventar ayudándola a desabrocharse los botones de la blusa, uno a uno. Descubrir que no lleva sostén lo sensibiliza desde la imaginación y el recuerdo. Aquellos pechos desnudos y pequeños lo desconciertan. Otra vez la ve, sacándose el resto de la ropa en forma natural. La sigue con la vista desde su memoria, mientras ella vuelve a sentarse casi desnuda. Nota entonces que el color de su breve tanga contrasta en su imaginación con la tela del sillón, y el compás de su mano lo hace sacudir en forma imperceptible. Hace un esfuerzo y la vuelve a sentir cerca: su aliento espeso, su respiración agitada y el gemido al unísono suenan otra vez en su mente.

A continuación, la laxitud que sigue  al orgasmo le duele en las ingles.

Puma sonriendo, en el recuerdo

Puma sonriendo, en el recuerdo.

© Alejandro Abate.2016

Después de más de cincuenta y cinco años, vuelvo a tener siete y aquello es la infancia. Vamos con mis padres y mis hermanos a la casa de San Miguel. Es invierno y por las ventanillas del Ford entran los rayos del sol que me calientan las mejillas. La casa de San Miguel, no pretende  para nada ser una quinta –esto lo veo ahora, en el recuerdo– y en mis siete años, es sólo la casa de fin de semana que mi padre ha comprado hace poco tiempo y los sábados y domingos los pasamos allá.

Cuando llegamos, Mamá cocina algo rico, y luego de almorzar, mi padre corta el pasto o arregla algún alambrado y poda los ligustrinos crecidos de una semana a la otra.  Nosotros, los chicos, sacamos  las bicicletas –que  en el recuerdo están todas destartaladas– y paseamos en la tarde por las calles de tierra, inundadas de azahar: todo es luz y descubrimiento. Más tarde, viene  el anochecer con los mosquitos o las luciérnagas, y la oscuridad avanza junto con el grito de nuestra madre:

– ¡Vamos chicos, adentro! –y llega el baño reparado, con la estufa a kerosén y su olor nauseabundo. Rodillas y caras quedan por fin limpias Se hace la hora de la cena, y a continuación de lavar los platos, empiezan los juegos de mesa: la lotería, el ludo y la escoba de quince, en invierno, con un hogar encendido, que papá ha improvisado con unos ladrillos mal apilados y un tubo de zinc, empecinado en llamarla “chimenea”. Hasta que llega la noche con sus ruidos y silencios y el sueño reparador del cansancio en las piernas y los brazos.

El domingo por la mañana, tiene un color especial en el recuerdo. La claridad que se cuelan por las hendijas de las persianas hace que nos despertemos más temprano. Desayunamos mate cocido, sin colar y con los palitos de yerba flotando por la leche. Está todo el sol afuera, esperándonos. No obstante, hay que ir a misa, para cumplir con el requisito que en la semana, en la escuela de curas y monjas, exigirán.  Ninguno de nuestros padres va a acompañarnos. La capilla queda a sólo dos cuadras, hacia el lado de la ruta. Ahí vamos, los tres. Yo, el más chico en el medio de mis dos hermanos mayores caminando por la calle de tierra hacia la aburrida misa.

De pronto, en la zanja a la que aún no le llegan los rayos del sol, vemos algo moviéndose:

– ¡Cuidado! –dice mi hermano mayor –es un perro. Vemos entonces que el animalito está atado de patas y manos con unos hilos. Apenas si se puede mover, pero al acercarnos hacia él, en signo de amistad, baja sus orejas y mueve su cola. Para mí –en mi inocencia infantil– cuando un perro mueve la cola y baja las orejas, es como si sonriera.

– ¡Pobrecito! –decimos los tres al unísono. Como se hace tarde y el certificado de misa, sólo lo dan si uno llega a horario, seguimos caminando muy a nuestro pesar, dejando al perro donde está. Pensando que quizá cuando termine la misa aún siga ahí.

Padre nuestro que estás en los cielos, tralalá, tralalá y tralalá y amén,  hasta que por fin la misa termina y vamos a hacer la cola para los certificados empujándonos entre nosotros y también empujando a los demás, para llegar primeros y poder salir antes. Por fin salimos de la capilla corriendo y para nuestra inmensa alegría, el perro sigue ahí, y vuelve a sonreírme, sólo a mí que lo veo así, y vuelve a mover su cola. Ninguno de los tres nos atrevemos a sacarle los hilos.  Entiendo -ahora en el recuerdo- que los consejos de mamá han dejado huella en nuestras mentes: “No te acerques a los perros si no los conoces, no hables con la gente en la calle, no aceptes nunca un caramelo”.  Así que no habiendo otro remedio volvemos a la casa para contarle a nuestro padre, a ver si quiere ir en ayuda del perro atado de pies y manos.

PumaJadeando, después de haber corrido las dos cuadras llegamos a la casa y mamá nos pregunta con los ojos que por qué tanto alboroto. Le contamos a los gritos los tres juntos, y llegamos hasta donde está papá subido en una escalera y le pedimos que vaya a ver:

– ¡Hay un perro atado de pies y manos en una zanja cerca de la iglesia! –dice mi hermana –no podrías ir a ver de  desatarlo, papá –. Los tres quedamos esperando la respuesta.

Mis padres se miran entre ellos, nos miran a nosotros, y con un dejo de sonrisa y de bondad, papá baja de la escalera preguntando cuán grueso es el hilo que atormenta al perro. Le contamos, y él escoge las tijeras de podar los limoneros y ya estamos los tres hijos corriendo y mi padre detrás.

Cuando nos acercamos al perro, este mueve aún más su cola, y por supuesto baja sus orejas y sonríe, o hace esa especie de mueca con sus orejas caídas y sus ojos dulces, que yo veo como sonrisa y que hoy rememoro a través de los años. Con un corte suave y preciso de tijeras, enseguida el perro queda liberado, y al contrario de lo que creíamos, corretea alrededor de papá, saltándole y lamiéndole las manos en vez de salir corriendo.  Él le habla palabras cariñosas y nos mira, y sonreímos, los cuatro, y por supuesto el perro también. Volvemos entonces hacia la casa y el perro nos sigue detrás, agradecido. Al llegar al portón de rejas, cuando papá abre la hoja de la reja, el perro se adelanta y se mete también. Papá otra vez con su sonrisa bondadosa lo mira, nos mira a nosotros y dice que sí, que entre, que seguro tiene algo de hambre. Dentro de la casa llama a mamá para que saque los restos de comida de la noche anterior.

Nosotros tres vemos fascinados cómo entre los dos le sirven, en una lata de dulce de batatas abierta, los restos de comida y el perro las come moviendo su cola, su cola marrón de cortos pelos amarillentos y el instante se me queda grabado ahora también en el recuerdo.

Después de comerse todo, el perro corre y corre por el fondo de la casa, dando vueltas, dando saltos de contento, con nosotros detrás. Así va pasando la tarde y hay que empezar a guardar todo: bicicletas, máquina de cortar pasto, juguetes, reposeras, pelota de goma, las herramientas de mi padre. Perro mira tranquilo, descansando debajo del limonero. Mi madre también va guardando bolsos y bolsas en el baúl del Ford sin decir nada. Hasta que llega el momento de cerrar la casa, apuntar el Ford hacia el portón de salida, maniobra que papá hace también en silencio. El perro mira y mueve su cola. Entonces mi padre, con su sonrisa de bondad lo llama:

– ¡Subí, dale, antes que me arrepienta! –dice haciéndole gestos, golpeando una de sus manos sobre el muslo derecho. Hasta que por fin el perro se decide a subir al auto y se instala en el asiento trasero, junto a nosotros.

Así partimos, felices con nuestra nueva mascota. Volvemos a nuestra otra casa de la ciudad, donde empezará otra semana más. En el camino, mamá dice que se nota que es aún cachorro. Conjetura que debe tener menos de un año. Papá maneja y asiente. El perro tiene un collar de cuero con una argolla que está brillante. Mi padre piensa que lo han dejado atado esa misma mañana, alguien que no quería tenerlo ya en su casa. Algún alma desaprensiva con los animales, y yo entiendo lo de desaprensivo, entonces lo abrazo y el perro me lame la cara sonriendo, con su lengua húmeda y caliente.

Surge entonces la idea de  que hay que ponerle un nombre: no podemos llamarle así nomás: “perro” como a un perro cualquiera. Barajamos nombres: Colita, Sultán, Capitán, Batuque. Los nombres van y vienen desde el asiento de atrás al de adelante, hasta que yo digo: ‘Puma’. Mamá dice que sí, que su pelo es corto y del color de un puma.

– ¡Pero es un perro! –objeta mi hermano mayor, y agrega que Puma puede ser nombre de gato, por lo felino, pero no de perro. Pero a papá también le gusta:

– El color del pelaje del perro es idéntico al de un puma –dice papá cerrando el tema. El perro mueve la cola, como si entendiese y no habiendo ninguna otra objeción,  el perro pasa a ser Puma, en forma definitiva.

En  la casa de la ciudad, Puma es alojado en el lavadero, el patio y la terraza. O sea que dentro de la casa tiene su paso censurado. Anda por el patio, hace pis y caca en los canteros, sube y baja a la terraza veinte o treinta veces por día. Mi madre cuenta que mientras nosotros estamos en la escuela, Puma se para en dos patas sobre la puerta de la cocina y ladra, ladra y rasguña. Quiere entrar. Ellos consideran que no es conveniente que entre a la casa, que es mejor que se quede afuera. El lavadero es cubierto y le han puesto unas bolsas de arpillera y ahí puede estar calentito si siente frío. Puma ladra y ladra. También en medio de la noche. Durante los primeros días, papá se levanta en pijamas y sale al patio y reta a Puma. Puma se calla un rato y luego sigue ladrando.

Por las mañanas en el desayuno, dejamos entrar a Puma a la cocina y le tiramos restos de tostadas con manteca, y Puma los levanta del piso y los traga en un solo intento. Papá y mamá ríen y reanudan la confianza en que Puma aprenderá poco a poco y dejará de ladrar tanto.

Pasan los días y Puma no aprende. Es un poco testarudo: ladra y por las noches aúlla en la terraza. El broche de oro surge cuando en un descuido de mamá, mientras lava la ropa en la terraza, Puma se mete dentro de la casa y no tiene mejor idea que acostarse sobre un traje de papá recién vuelto de la tintorería, que espera su turno de ser colgado en el ropero. Cuando mi madre lo descubre, toma la escoba y lo saca a los gritos afuera.  Puma sigue sin aprender.

A la mañana siguiente, como mamá ha dejado las sábanas colgadas en la terraza, cuando fue  a buscarlas para ver si ya estaban secas, no las encuentra, sino que ve unos jirones de trapos desparramados por toda la terraza y a Puma jugando, aún con un trozo de tela entre sus colmillos.

Por la tarde, cuando papá vuelve del trabajo, mi madre le cuenta las novedades, y mi padre, muy a su pesar toma la decisión:

–El fin de semana próximo, Puma se quedará en la casa de San Miguel –sentencia. Hay llantos, pedidos, súplicas, pero así como papá es bondadoso, también es certero, categórico y estricto.

Llega el fin de semana y vuelta a salir con el sol en las ventanillas del Ford hacia la casa de San Miguel, en una aparente alegría familiar. Puma se pasa de los asientos traseros a los delanteros, lamiéndonos las caras. Sonriendo para mi, sólo para mí y  sin saber nada de lo que pasará con él.

Pasa el sábado, y no se vuelve a hablar del tema de Puma.  Llega el domingo y por la tarde, cuando ya estamos guardando todo, mis padres llenan varias latas de agua, dejan varios huesos del  asado del medio día en otra lata. Después de cerrar la casa, una vez que todos estamos dentro del auto, papá arrancan, y nosotros, los tres llorando, vemos por la luneta trasera del Ford, cómo Puma se queda observándonos tras las rejas del portón. Vemos también que sale por debajo de las ligustrinas, y empieza a correr detrás del Ford, pero a las dos cuadras, mi padre acelera y Puma queda perdido entre la nube de polvo que el auto levanta.

La semana pasa en forma lenta. Mis hermanos y yo, por la noche,  hablamos entre nosotros sobre Puma, sobre si se habrá quedado en la casa, o si muerto de hambre, al terminarse sus provisiones, salió a vagar por ahí, en busca de algo para comer.  Nuestros padres callan y casi no responden a nuestras preguntas sobre Puma. Evaden el tema. En algún momento, papá habla de la fidelidad de los perros, y deja el tema sin terminar, como dudando de lo que ha dicho.

El sábado por la mañana, el día amanece algo nublado. Mi madre conjetura sobre si ir o no a San Miguel. Igual hay algo en nuestros ojos que le dice que vayamos igual, con o sin sol. Papá también lo prefiere así. Casi no se ha hablado de Puma en el transcurso de la semana, pero todos y cada uno de nosotros, tenemos el pensamiento puesto en San Miguel, en Puma, allá sólo y con hambre.

Es extraño, pero no recuerdo para nada el trayecto del viaje hacia San Miguel. Sin embargo, tengo muy presente en mi memoria el momento en que mi padre toma las dos cuadras de tierra desde la ruta hacia la casa y cuando dirige la trompa del Ford  hacia el portón, vemos que desde el fondo viene Puma corriendo hacia nosotros, saltando y dando vueltas al auto mientras papá maniobra para estacionar.

Puma está flaco y algo lastimado, su pelo marrón quizá no brille tanto, pero su sonrisa es la misma de siempre, y lo siguió siendo durante nueve años más. Después de tantos años, juro que podría recordar esa especie de sonrisa y sus ojos marrones y acaramelados, aunque estuviese en medio de una jauría: Puma sonriendo, en el recuerdo.

Revancha

©. Alejandro Abate. 2006/2016

Ha llevado los platos con restos de comida  hacia la mesada de la cocina y los ha depositado en la ya alta pila semanal. En  algún momento los lavará. Después al regresar  a la mesa y sentarse, se ha puesto a pensar que aún tenía algo de hambre. Por eso ha corrido los libros y los diarios que conviven sobre la mesa y atrajo la fuente de la fruta.

Ha descartado las manzanas y las peras, pero se puso a observar una fruta de ombligo prominente y de cáscara porosa. Le atrajo mucho el brillo que tenía. La tomó entre sus manos y dándola vuelta entre sus dedos siguió observándola.

Fue hacia el cajón de los cubiertos y eligió una cuchilla de hoja corta pero filosa, como si eligiese una daga para matar.

Volvió otra vez a la mesa y con ahínco tomó la fruta con la mano y haciendo girar el cuchillo en forma lateral,  con la otra mano la fue dando vuelta. Fascinado, vio cómo la víbora anaranjada caía en un solo cuerpo sobre el plato. En la operación, se ha manchado las manos y como pudo, tratando de no  ensuciarse los puños de la camisa, pretendió arremangarlos. Se ha dado cuenta que es casi imposible. Para colmo, un poco de ácido le salpicó los párpados y sintió que poco a poco le fue entrando en los ojos. El ardor le ha hecho lagrimear y empezó a ver la fruta borrosa. De todos modos, la siguió pelando y desgajándola.

Luego, dejando caer el cuchillo sobre la mesa comenzó a apartar los gajos entre sus dedos y con desesperación fue introduciendo los trozos en su boca. Ha comenzado a masticarlos y también se dio cuenta que se ha chorreando el mentón. Algunas gotas le salpicaron el cuello y la pechera de la camisa. Con un gesto de fastidio ha tratado de limpiarse con una servilleta que por milagro está limpia: no ha servido para nada.

Siguió masticando a grandes mordiscos y  el gusto entre sus dientes le ha resultado amargo. Sintió que el zumo bajó por su garganta y continúo el curso hacia su estómago. Hasta que la tragó por completo. Apoyando los codos sobre la mesa, descansó el mentón sobre sus puños cerrados. Sintió los dedos pegajosos. Ahora ya no tiene más hambre. Ha concluido.

Al rato, haciendo arrastrar la silla  hacia atrás en forma brusca, se levantó y bamboleándose por el pasillo se dirigió hacia el baño, donde sin encender la luz y doblando su cuerpo en dos frente al inodoro, ha vomitado.

Revancha Ilustración: Nicolás Abate.

Alguna vez, esta ciudad va a reventar…

© Alejandro Abate. Junio 2016.

 

A veces pienso en mi padre. En muchas oportunidades, voy sentado en un colectivo o en un vagón de subte y lo recuerdo. Lo que memorizo, no es muy lejano, pero igual es una añoranza, como una semblanza de los años pasados. Me miro las manos como si estuviese observando en una pantalla: veo a mí padre llevándome tomado de la mano camino hacia la escuela.

Hombre y niño de la manoCuando no hacía mucho frío, íbamos caminando por la avenida. Desde mis apenas siete u ocho años recuerdo que le pedía que hablásemos de algo para que el camino se hiciera menos aburrido. Entonces, él pensaba un rato y como si fuera ya una utilizada y vieja broma me decía: “Qué tal si hablamos de la capa de ozono”. Ya me había explicado qué era la capa de ozono, y aunque no lo entendía bien, el tema me fascinaba lo mismo. Luego, en forma invariable, de lo que terminábamos hablando, no era de la capa de ozono en sí misma, sino de la ausencia de ella y del porqué de tal ausencia y de sus graves consecuencias.

“El agujero de ozono”, decía de pronto mi padre. “Las causas. El daño que le producen a la humanidad”, repetía en voz alta. La anécdota que ya me había contado acerca de los flatos de las vacas me había dado mucha gracia. A esa edad, lo que yo no entendía muy bien, era lo de los gases de efecto invernadero. Mi padre me lo había explicado muchas veces pero yo no lo comprendía del todo.

La conversación, mientras caminábamos por las veredas recién baldeadas, siempre desembocaba también en el tema de la densidad de población.

“La densidad de población”, repetía como si fuese una sentencia. Ahora lo recuerdo así, con esos términos que fui aprendiendo con los años, pero que en aquel entonces a mí, me daban una extraña sensación.

Para demostrármelo, mi padre iba contando la cantidad de edificios por cuadra. En ese entonces, el barrio, ya era un cien por ciento urbano y muy comercial. Las casas de una o dos plantas, eran una extraña excepción. Lo normal eran los edificios de más de diez plantas y ya empezaban a aparecer las torres de más de veinte pisos, con grandes entradas para autos y palieres suntuosos.  Mi padre me decía que en esas calles no hacía muchos años atrás, en vez de esa cantidad de edificios, había hermosas casas. “Es por eso que ahora vemos tanta gente caminando por la calle, aún tan temprano”, me comentaba. Y ahí mismo arremetía con aquello de que la ciudad, algún día iba a reventar.

“¿Cómo que va a reventar?”, le preguntaba. Él, como si fuera la cosa más natural del mundo, me explicaba que en una manzana, ahora vivían diez veces más personas de las que vivían hacía más o menos veinte o treinta años atrás. “Es como que ya no cabe más gente en esta ciudad”, decía, jactándose de estar seguro de lo que enunciaba. “La cantidad de gente, cada vez se multiplica más y más. “¿O no te das cuenta?”, decía con toda naturalidad.

 “Por ejemplo: Imagínate que en esta manzana, vivían promedio de tres a cuatro personas por casa. ¿Sí?”, y que en cada cuadra de las cuatro que conforman la manzana hubiese de doce a quince casas por cuadra, bien”, seguía con su cálculo: “eso daría más de cincuenta personas por cuadra, ¿me seguís?” continuaba. “Eso quiere decir que más o menos por manzana había, digamos doscientas personas, ¿no es así?”. Yo asentía, caminando de su mano y fascinado por el desarrollo del cálculo y tratando de no perderme detalle alguno.

En la escuela, estábamos aprendiendo a multiplicar por algo más de dos cifras. Igual le pedía que me ayudase a hacer los cálculos de la cantidad de gente.

Él hacía una pausa y luego continuaba: “Si considerásemos que todas esas casas ahora se han convertido en edificios de departamentos, y que como habíamos visto antes, el número de plantas superaba los diez y hasta doce pisos”, el cálculo se convertía en algo  mucho más complejo. “Entonces, para redondear, dónde antes vivían doscientas personas, ahora viven aproximadamente casi mil”. “¿Mil personas por cuadra?”, preguntaba yo con tono de incredulidad. “Pues claro que sí”, decía él. Multiplica la cantidad por cuatro: cuatro mil por manzana. O sino de dónde crees que sale tanta gente. Mira la boca del subterráneo, y las colas que hay en las paradas de los colectivos. Cada vez hay más gente, y va a haber mucha más”.

Luego se quedaba callado por un rato. Yo sabía bien que cuando él se quedaba callado era porque estaba pensando algo para seguir contándome.

La pausa que se tomaba, muchas veces duraba cerca de una cuadra. Luego seguía con el cálculo y me decía: “Ahora vayamos a la  cantidad de baños que hay en este tipo de viviendas”.

A mí el tema me empezaba a interesar cada vez más. “Estábamos entonces con los baños”, seguía. “Yo creo que en este tipo de viviendas modernas hay más de un inodoro por vivienda. ¿Cuántos inodoros hay en nuestro departamento, hijo?”, me preguntaba de repente. “Tres”, le respondía. “Muy bien, muy bien”, continuaba él. “Es probable que en algunas viviendas, haya dos y en otras haya inclusive cuatro baños. Ahora vayamos a otro paso”, y ahí me preguntaba: “¿Cuántas veces vas al baño por día?”. Yo dudaba un poco porque el tema me empezaba a dar un poco de vergüenza  Luego le contestaba que a veces ibas hasta dos veces por día. “Está bien, está muy bien”, aprobaba mi padre, “Eso es lo mejor”,  y me explicaba que era saludable ir por lo menos dos veces al baño por día: “¡No es necesario guardar nada de eso!”, casi gritaba él.

Ahora tengo un recuerdo borroso de algunos momentos, de todos modos rememoro con mucha nitidez algunas cosas. Por ejemplo que mi padre, no hablaba despacio. Nunca. Su tono de voz era alto. No es que gritara, pero tengo en la memoria su voz fuerte, su tono era sonoro y se escuchaba bien en cualquier sitio. Esto, por lo general a mi me daba un poco de pudor, pues lo que hablábamos en esas caminatas, era probable que lo escuchasen también otras personas que iban caminando por ahí. Como la conversación era algo extraña, hubiese sido mejor que fuera un poco más privada. De sobra sé cómo era  mi padre.  Era así, y no de otra manera, como siempre acostumbraba repetir para cualquier cosa.

Luego, venían las explicaciones más complejas. Me hablaba de la cantidad de caca que más o menos una persona normal hacía cada vez que iba al baño. “Calcula: ¿cuánta caca haces promedio?”. Yo, algo más ruborizado le decía, “bastante”, por decir algo. “Bastante no es una cantidad exacta”, decía él, aguantando la risa. “Yo creo que un chico como vos debe hacer medio kilo de caca cuando se sienta ahí, ¿no es cierto?”. Yo lo miraba con cierta picardía. “Bien, bien”, repetía muy sonriente” “Llevemos todo este promedio a lo que a nosotros nos interesa: Si una persona va a hacer caca dos veces por día y caga cerca de  quinientos gramos de caca por vez, eso quiere decir que hace un kilo de caca por día. Bien, bien…”, yo, a esa altura de la conversación, no podía aguantar las carcajadas.

Cuando llegaba a esa conclusión, como había hecho antes, se tomaba unos minutos para seguir con la explicación y demostrarme el por qué la ciudad iba a reventar alguna vez. Luego proseguía con el cálculo: “Si una persona hace más o menos un kilo de caca por día, y en una casa viven también promedio cuatro personas, cada casa produce entonces cuatro kilos de mierda. Por día”, agregaba.

Al escucharlo hablar así y en su peculiar tono de voz, ya empezaba a sentir vergüenza. Verdadera vergüenza. “Bien”,  continuaba con una sonrisa en el rostro: “¿Cuánto era el promedio de personas que vivían en una manzana?”, volvía a consultarme sobre los números que habíamos hecho unas dos cuadras atrás. “No me acuerdo bien”, decía yo, “creo que mil personas por manzana”… dudando. “No, no eran mil, sino que cuatro veces más”, corregía: “o no recuerdas que habíamos establecido que una manzana está compuesta por cuatro cuadras… o sea que son cuatro mil por manzana”, eso, me dejaba pensando.

Venía el último tramo del camino a la escuela y en ese último recorrido, él finalizaría su explicación del porqué la ciudad algún día reventaría.  “Pues bien niñito”, me decía, llegando a la puerta de la escuela: “Por manzana la producción de caca promedio es dieciséis toneladas, o sea ¡diez y seis mil kilos de mierda por día!”.  De sólo pensarlo, la cantidad me  producía un poco de asco. Para colmo, como él seguía vociferando,  ya no le seguía preguntando más. ¡Pero diez y seis toneladas de caca me parecía una cifra extraordinaria!

Sabía, porque mi padre en alguna otra caminata ya me lo había explicado, que los excrementos vertidos en los inodoros seguían su recorrido por las cloacas hasta los desagües en el Rió de la Plata, ¡qué barbaridad!, pensaba.

Cuando llegábamos y entrabamos al patio de la escuela, mi padre tenía una gran cara de felicidad por haberme “explicado” en forma tan detallada ese asunto.

En ese momento, cuando llegábamos a la escuela, se agachaba hasta mi altura para hablarme en voz más baja, por suerte para mí, y ese día -ahora lo recuerdo bien- me susurró al oído: “Esta ciudad, va a reventar y se va a llenar de mierda, o sea, que otro día o mañana, continuamos hablando del estado de las cloacas y las cañerías”. Y dándome un fuerte beso en la mejilla se despedía en el patio de la escuela y se iba a trabajar.

Así era mi padre, y no de otra manera, como solía decir.

De bateristas y bajistas (una nota biográfica imaginaria)

De bateristas y bajistas: Notas biográficas (imaginarias) de Charles Robert Watts.

© Alejandro Abate. 2015

Bastaría decir que soy Charles Robert Watts y que hace más de cincuenta y dos años  toco la batería con los dinosaurios del rockandroll. Pero creo que eso no es suficiente. Si iniciara este apunte biográfico diciendo que mi nombre es Paul McCartney, creo que con eso alcanzaría para saber quién soy.

charlie-watts-laughing-corbis-640-80-jpgPero no soy Paul McCartney. Mi nombre no es tan popular como el de él, ni mucho menos. Soy sólo Charlie Watts, el baterista de los Rolling Stones.

Pues bien: lo que afirmé más arriba, lo de los cincuenta y dos años, es rotundo y literal. Ni una palabra más, ni una palabra menos: con cincuenta y dos años tocando y más de doscientas giras, debería agregar además, que ya estoy más que cansado de eso.

Aunque debo reconocer que cada vez que Keith telefonea a casa y tiene la suerte de que yo atienda, el corazón me empieza a latir en forma diferente: “Salimos de gira en dos semanas, viejo”, me dice Keith. En forma invariable, le corto el teléfono y entonces él vuelve a llamar a las carcajadas. Luego hablamos en serio.

Y a propósito de esto último, de las llamadas telefónicas y los avisos de reunión: muchas veces vuelvo a pensar en Bill Wyman, y también en Paul.

Antes, a Bill, para anunciar las giras o las reuniones, en vez de llamarlo Keith, lo hacía Mick  y más o menos era lo mismo: “Prepárate, flacucho, que ya estamos de gira” le decía. A lo que Bill se limitaba respondiéndole que estaba Ok, “¿Dónde empezamos esta vez?” preguntaba.

Fue así durante más de treinta años.

Hasta que un día, Bill dijo que no, que no quería ya más Stones. Que se había cansado. De esto ya pasaron más de veintidós años. ¡Mi Dios! ¡Cómo corre el tiempo!

Volvamos a 1993, cuando Bill dijo que lo había pensado muchas veces y que ya aquello no era su proyecto. Luego agregó en los periódicos y en su libro “Stone Alone”, que en realidad nunca había sido su proyecto. En esa oportunidad, Mick lo insultó y como Bill no le respondía, cortó el teléfono y marcó casi llorando el número de Keith en New York: “Bill se baja de la banda”, le dijo.

Fue un gran revuelo. Como todo el mundo sabe, los Rolling Stones llevábamos una treintena de años tocando, y si bien con la muerte de Brian Jones en 1969, las cosas empezaron a cambiar entre nosotros, en general siempre había sido así: Mick y Keith eran el motor, Bill y yo, éramos los soportes, y Mick Taylor y más tarde Ronald Wood, formaban la parte externa o extranjera de la “Mejor y más grande banda de Rock and Roll de todos los tiempos”. Pero cuando Bill Wyman dijo basta, en aquel verano de 1993 hubo un quiebre que de alguna forma aún seguimos sufriendo su grieta.

Bill, no es lo que se dice un virtuoso del bajo, así como yo no lo soy con los tambores. Pero su forma de tocar es sólida y fue una de las marcas registradas de los Stones. Lo mismo dicen Mick y Keith de mí en estos últimos años: ya viejos y reblandecidos, se les ha ocurrido decir también que yo soy el corazón de los Stones. Lo dicen hasta con cierto orgullo y con una “generosidad” que ni ellos se la creen. Sobre todo Keith, que lo remarca muchas veces cuando le preguntan en los reportajes por el “Alma de los Stones”. Él no se cansa de repetirlo: “Charlie Watts es el corazón de los Stones, es nuestra guía”.  ¡Puff, qué carga: yo no lo siento así!

Después de que Bill dijera basta, hubo una reunión de equipo. ¡Con lo que cuesta reunirnos en algún lugar donde podamos llegar a un acuerdo! Aviones, limusinas, caros hoteles, etcétera. Lo que no me gustó, es que para esa ocasión, el equipo estaba formado por Keith, Mick y yo. A Ronald Wood no lo participaron. Cuando yo dije que no me parecía bien esa actitud, los Glimmer Twins (1) insistieron  en que la banda histórica éramos nosotros cuatro, y que el cuarto había amenazado desistir. “Así que lo arreglamos entonces entre nosotros tres”, sentenció Mick Jagger.

Keith Richards hizo una de sus características bromas diciendo que podíamos poner un aviso en el Times: “La banda más longeva de la tierra, necesita bajista, bueno y barato”, escribió en una hoja en blanco de su destartalada agenda. A Mick el chiste no le hizo gracia. Yo sólo sonreí, esperando a ver cómo seguía aquello.

No avanzamos mucho esa vez.

Keith dijo que iba a hablar con alguien, que era muy bueno, pero que de barato no tenía nada. Pensé que lo que él tenía en mente, era ofrecerle el puesto a alguno de los bajistas que había probando para su banda solista: Los Winos. No fue así. También pensé que podía tener en mente a Jeff (2). Pero tampoco fue así, pues Jeff había abandonado el bajo hacía muchos años, y ya era como Eric (3) con la guitarra: ¡un Dios!

Cada uno volvió a su casa sin tener una idea clara de qué íbamos a hacer.

Influenciado por mi hartazgo, pensaba que no estaría nada mal terminar pidiéndole a Bill que recapacitara o  que volviera para hacer la “gran despedida”. Pero tampoco fue así.

A la otra semana Keith nos telefoneo a todos, incluyéndolo a Ronie, convocándonos para que nos reuniésemos una vez más en el sur de Francia, y anunciándonos que él llevaría al “nuevo bajista de los Stones”. Así lo expresó.

Como siempre sucede, nuestro encuentro estuvo lleno de periodistas, fans, familiares y amigos. Un gran desparramo de gente se armó en el estudio. Mick y yo, nos reunimos en uno de los salones a tomar unos tragos y Ronie llegó con su mujer y sus hijas. Preguntó por Keith y nosotros le hicimos un gesto, como diciéndole si no lo conocía. Podía atrasarse horas, y como ya había sucedido en otras oportunidades, también podía demorar su llegada hasta el otro día.

–Siéntate a tomar algo por ahí, y reúne paciencia –concluyó Jagger, –ya sabes cómo es Keith–agregó.

Entre copas y recuerdos, esperamos como cuatro horas y medias hasta que al final vimos por las puertas otro tumulto de gente que se abría paso. Era Keith que venía tomando del brazo al “bajista” que había conseguido. No era necesario verle la cara. Llevaba colgado del hombro su inconfundible Hofner para zurdos, sólo esto lo pintaba de cuerpo entero.

Así fue que en aquel día de febrero de 1994, los Stones nos pusimos a zapear con Paul McCartney tocando el bajo para nosotros. Inclusive en los masters de Voodoo Lounge (4), aunque Paul no figura en los créditos, tocó en cuatro pistas para ese álbum.

Luego de lo de Paul, contratamos un bajista de color (Darryl Jones). Este sí que es un virtuoso. Igual, aún me cuesta seguirlo.

Ahora han pasado veinte años más y aquí estamos, más viejos, cansados, pero seguimos en la ruta: “rodando”. Mick y Keith están preparando ya una gira por Sudamérica.

Después de tantos años, a veces me pregunto: ¿qué habría pasado con nosotros si McCartney se hubiese unido a nuestro lado?

Notas:

(1)          Glimmer Twins. Seudónimo que adoptaron Mick Jagger y Keith Richards para los créditos de la producción de los discos de la Rolling Stones Record, a partir de 1971.

 (2)         Jeff Beck.

(2)          Eric Clapton.

(4)          Voodoo Lounge. Álbum de los Rolling Stones publicado en julio de 1994.

 

Una voz interior, apagándose

©   Alejandro Abate (1985-2015)

Un día tomé la decisión de no ir más. No fue premeditado, estaba cansado y eso me pareció suficiente.

Hombre en la ventanaFue en invierno. Una mañana después de escuchar el despertador, pensé que sería bueno quedarme un rato más en la cama. Pensé en los colectivos; en las colas a la intemperie; en el subterráneo; en las estúpidas conversaciones por los teléfonos móviles que me veía obligado a escuchar. Cavilé en los confusos itinerarios matinales y en esa fría desorientación que me hacía detener en una esquina cualquiera y preguntarme qué estaba haciendo.

Recordé una vez más que en el lugar a donde yo iba, los depósitos de los baños estaban tapados, apenas si corría un poco de agua y las manchas y grafitis en los excusados me parecían atroces. Era un horror irreproducible.

Me convencí: apagué el velador y tapándome hasta las orejas, seguí durmiendo sin ningún remordimiento.

Muchas veces había premeditado no ir por un día o dos. Me limitaba a llamar por teléfono y decir que no me sentía bien y que prefería quedarme en casa para reponerme.

Pasaba el primer día eufórico y realizaba grandes adelantos en mis inventos. En aquel tiempo mis actividades creativas se ceñían a desarmar cajones de manzanas que apilaba en el balcón. A hacer eso, lo llamaba mis inventos.

Al segundo día de ausencia, mi euforia disminuía y empezaban las inquietudes, pensando que era injusto, ¡oh ingenuo! que otro, tuviese que cargar con lo que yo no estaba haciendo aparte de lo que ya a él le tocaba. Al interpretarlo de ese modo, dejaba los cajones, el martillo y casi sin afeitarme corría hacia allá y decía que ya me sentía mejor y que por eso había vuelto.

En esta oportunidad fue distinto.

Ellos me habían cansado. Durante mucho tiempo traté de integrarme, y callado como siempre fui, no daba opiniones ni pareceres. Mi aspecto  era muy raro, (lo sé). A mis espaldas me tomaban el pelo. Cuando se atrevían a hacerlo de frente, yo respondía con una sonrisa indiferente. Esto,  les molestaba aún más. Entiendo que me toleraban y hasta podría decir que también me querían. Además, siempre les fui bastante útil y nunca les causé grandes problemas. Para ser justo: era buena gente, demasiado idiotas, por cierto, pero tenían la inmensa suerte de no saberlo.  Por eso eran felices, porque su ambiente era el de la felicidad,  insulsa,  pero felicidad al fin. Si no fui más, no fue por ellos: había muchas cosas en mí que me llevaron a tomar esa decisión.

Hablo de ellos en pasado, debería  hacerlo en presente, porque es probable que en este momento deben estar allá: pisoteándose, como acostumbraban hacer.

Cuando me desperté casi al mediodía, era un día de sol. Traté de aprovecharlo. Salí a caminar, algo que había dejado de hacer. Salí sin temor a ser visto: la ciudad es grande, pero siempre hay alguien que nos ve. Esta vez fue diferente. Salí y me mostré tal cual era y no como querían que fuese. En aquel lugar yo había tomado el hábito de disimular. Era el Gran Simulador. Me amoldaba a los demás, siempre. Nunca a mí mismo. Y aunque no me salía muy bien, lo mío era una actuación.

El día fue pasando y a medida que el sol desaparecía, mis pasos me llevaron por barrios que ya había olvidado. Crucé por parques y plazas; anduve por avenidas anchas y arboladas, lugares que casi no recordaba. Aquella vez la ciudad era para mí desconocida. Algo en mi interior fue cambiando.

Mi madre y mi hermana venían a verme preocupadas. Consideraban que mi actitud no era más que una rebeldía pasajera, que pronto se me pasaría y que al volver allá todo tornaría a la normalidad. Les explicaba que no. Que nunca volvería, que mis días ahora eran distintos: plenos. Discutíamos. Sin entenderlo, tanto una como la otra lloraban y se iban dejándome dinero. El mío ya se había acabado.

Los de allá, no sé cómo dieron con una de ellas y por su intermedio trataron de persuadirme con argumentos que yo no pude ni me interesó entender. Nada lograron. Mi decisión era irrevocable. Hasta uno de ellos se acercó hasta aquí y sostuvo un largo monólogo hablándome de mi estado (había dejado de afeitarme y esas cosas). Argumentó algo en relación a La Sociedad de la que todos formábamos parte y de Las Misiones y Los Lugares que cada uno debía cumplir y ocupar en la vida. Qué misiones, qué lugares, preguntaba yo sin poder entender a qué cosas él denominaba de esa forma. Lo insulté y lo eche de mi casa. Se retiró dando un portazo, vociferando por los pasillos que me arrepentiría.

A los pocos días llegó el primer telegrama que hablaba de no sé qué justificaciones y qué cosas sin aviso. El segundo no lo abrí, ni el tercero, si es que lo hubo.

Desde aquella entrevista noté que algo se iba rompiendo dentro de mí. Era algo que no tenía nada que ver con el arrepentimiento y la duda, pero que igual me apretaba en el pecho. Las horas cada vez se hicieron más largas y quizás a causa de mi debilidad dejé las largas caminatas y las fui cambiando por las prolongadas siestas. Duermo mucho. Tanto, que hasta he perdido la noción del tiempo.

Fui dejando los inventos y poco a poco cualquier otra actividad que no fuese la necesaria. Voy perdiendo el empuje inicial, y siento que la mañana en que decidí no ir más, es algo lejano.

A veces oigo que desde afuera golpean y que tiran papeles por debajo de la puerta. Ahí están, amontonándose. No me interesan, son parte de otro mundo. En otras oportunidades los siento dar fuertes gritos. Creo que me insultan y amenazan, al rato me acostumbro y no los escucho más.

Oigo por momentos un murmullo, casi inaudible: es mi voz que me dice algo que quizás no pueda o no quiera entender. Es como una voz interior, apagándose.

Paso largas horas frente a esta ventana. Miro el mundo sin verlo: ya no me pertenece. Pienso que éste fue mi destino. Quise hacer algo para recobrar mí mundo, pero el mundo es uno e indivisible: se está o no se está. No pude hacerlo. Tal vez no tuve la fuerza suficiente. Sólo me falta esperar mirando hacia afuera. Por la luz y la oscuridad que se repiten en forma empecinada, veo que van pasando las horas. Sé que algún día derribarán la puerta y me encontrarán aquí, sentado y esperando.

A lo mejor, alguno de los que entre aquí, pegará un grito y se tapará la cara con las manos para no ver. Después, cuando todo pase y hayan removido y limpiado este lugar, harán fuerza para olvidar.


(Este relato formó parte del concurso literario del Centro Cultural Julio Cortázar, y obtuvo una mención. Noviembre de 2015.

N. del A.

Papel

PAPEL

©  Alejandro Abate. 2015.

Cuando se da cuenta, ya es tarde. En el living, la reunión continúa. La puerta tiene un cerrojo. La entreabre y observa. Encerrado ahí, nadie sabe qué le está pasando. No se puede contener y, a pesar de la vergüenza que le da, llama y busca al dueño de casa.

Junto al lavatorio cuelga una toallita blanca. Recuerda que en el bolsillo del saco guarda pañuelos descartables. Podría abrir más la puerta y fijarse si el anfitrión está allí. Es lo único que se le ocurre.

Inclinándose, asoma la cabeza y lo ve. Le chista una, dos veces, y el dueño de casa, molesto o asombrado, le pregunta:

-¿Algún problema, González?– Con una leve sonrisa, él exhibe el rollo de cartón y horrorizado lo escucha exclamar:

-¡¿Che, Marisa, dónde está el papel higiénico, que el que hay en el toilette se acabó?!

(Este mini-texto, formó parte del Festejo de Talleres Literarios del Profesor Amelio García Martínez, en el marco del «Festival del Minuto». Agradezco la colaboración de mi amigo Raúl García Luna, escritor, que me diera una mano en la redacción de este mini-relato.)

Rollo

El caído

El caído 

© Alejandro Abate. Septiembre 2015.

Angel caídoLo vi en la tarde sombría, como si se desprendiese del cielo. Yo iba distraído, sorteando a los pocos transeúntes, el frío de la última hora, rondaba ya las veredas, con sus hojas caídas y su crepitar. Él estaba entre los ruidos, herido, quizá malherido.  Inmóvil y en silencio.

No supe bien por qué, me recordó a aquel caballo muerto de Tuñón; al ángel caído de Oliverio y también a aquel perro de Spinetta, que tiraba y tiraba ladrándole al sol y meando en  su cadena.

Pero éste ya no ladraba, ni gritaba ni nada. Yacía solo, hincado ante la tarde, ante lo inevitable, con las venas adheridas al espanto, al asfalto, con sus crenchas caídas. Lo supuse, lo imaginé casi sin querer verlo, negándolo: ese pobre vencido, fue un obrero, un poeta,  un hermano del pájaro, un hermano del perro, otra vez el hermano caballo, que anduvo bajo el sol, que anduvo bajo el agua, que anduvo entre los vientos tirando de los carros con los ojos cubiertos.

Escuché que alguien, se conmiseraba y decía: “Llamen una ambulancia”. Oí que otro, mucho menos piadoso vociferó: “No, mejor llamen a la policía”.

La gente empezó a retirarse, poco a poco. Quedaron contemplándolo algunos curiosos.

Antes de irse, alguien volvió a repetir lo de la ambulancia, y otra vez el eco del otro, el de la policía.

Hubo una tercera voz que susurró algo: “Déjenlo, es sólo un ángel. No le ven los ojos de santo, y su piel casi azul, de tan blanca”.

Igual nadie escuchó mi voz ni reparó en mí. No podían y ni era necesario verme.

Ninguno de los que quedaron se acercó, y yo, yo que no creo en nada ni en nadie, me agaché ante él. Me acerqué y acomodándome a su lado, se me fue la mano sola hacia sus cabellos, duros, ruinosos. No fue una caricia, sólo un tanteo, una aproximación para poder confirmar que  también estaba muerto.

_________

Este relató se construyó en base a versos de los poetas: Oliverio Girondo (Aparición urbana); Raúl González Tuñon (El caballo muerto); Luis Alberto Spinetta (Hermano perro)  y Raúl García Luna (Marina).

Agradezco la colaboración del periodista y escritor (e incipiente amigo) Andrew Graham-Yooll, que me indicó algunas correcciones para este texto.

N. del A.

Isabelita, La Pandemia

Isabelita, La Pandemia.

© Alejandro Abate. Julio 2015

Dónde estará La Pandemia ahora. Quién de nosotros fue el último que la vio.

La Pandemia

Isabelita no era una mujer fea, pero para ser justos tampoco era linda. Algo había de desproporción en su imagen. A primera vista, uno pensaba que era demasiado cabezona, o que la sensación que se tenía al ver el tamaño de la cabeza con respecto al resto del cuerpo, se debía a que sus hombros eran estrechos, y por eso su cabeza parecía más grande.

Los que alguna vez la vimos desnuda, y no fuimos pocos los que tuvimos la oportunidad, sabíamos que fea, lo que se dice fea tampoco era.

Poseía una cabellera lacia, con una ondulación en sus mechas y una pequeña comba hacia afuera. Esto hacía que sus hombros, al estar cubiertos por el pelo, quedaban algo ocultos y así no se notaba su estrechez.

Por ser una mujer joven, su delantera tenía la tendencia al zangoloteo. Sus tetas eran abiertas y erguidas, y su firmeza dependía del tipo de sostén que utilizara, siempre  que los usara.

Cuando caminaba desnuda, sus pechos se movían hacia afuera también. Tenía una belleza centrífuga. Emanaba cierta sensualidad.

Sus piernas, de muslos bien torneados y robustos, no daban sensación de gordura. La hacían sólida y bien parada sobre sí misma. Tenía un aire seguro al caminar. Y lo hacía con elegancia, moviendo en forma acompasada sus nalgas voluminosas.

La piel era de matiz oscuro, cetrino, suave y pareja. Sobre todo, la ausencia de bello axilar y púbico, era como un valor agregado. Sin imperfecciones: toda  tersura.

El rostro moreno y de pómulos aindiados, se iluminaba con unos ojos gris-verdosos vivaces,  y una boca sensual y carnosa. Tenía un tic: se humedecía los labios con la lengua en forma constante y se detenía en ambas comisuras.

Nosotros la identificábamos con el apodo de “La Pandemia”. Quizá, no era exacto este sustantivo como mote para saber de quién estábamos hablando. Si le habíamos dado ese sobrenombre, era en relación al contagio que se daba al apreciar su extraña belleza. Nos contagiábamos el gusto por mirarla, por saber algo más de ella. Su amor, era eso, contagioso y pandémico, se esparcía como una endemia.

Isabelita, desconocía por completo el nombre que le dábamos para referirnos a ella. Vivíamos en un pueblo fronterizo, y siempre estaban circulando nuevos vecinos, en tanto que otros, así como llegaban también desaparecían.

Cuando algún cartero o mensajero preguntaba por Isabel Rodríguez, salvo sus amistades más cercanas, nadie la reconocía por ese nombre. Ella era “Isabelita” o directamente “La Pandemia”. Los que éramos más grandes, y habíamos conocido a Isabelita algunos años atrás, sabíamos bien de esa suerte de “infección” que nos invadía. El hijo del almacenero, fue el primero que la conoció bien. Quiero decir, fue el primero que la vio desnuda y que tuvo “algo” con ella. Hasta que se corrió la voz de cómo era La Pandemia, pasaron unos meses. Después, todos fuimos conociéndola mejor.

En honor a la verdad ella no era una chica rápida que cambiara de amor muy seguido. No, para nada. También se enamoraba. Era directa y no daba muchas vueltas con las cosas. Si uno le caía bien, ella actuaba. Aceleraba los trámites. No hacía falta que le hicieran mucha corte. Se las ingeniaba para que el asunto terminase rápido y en la cama. No es que fuese promiscua, nada de eso: era práctica, nada más.

No había ni uno de nosotros que en su momento, cuando nos había tocado el turno, no nos hubiésemos enamorado de ella. Pues ese conjunto de contradicciones respecto de su cuerpo y su extraña belleza, se hacían notar enseguida. Desde su especial perfume, Isabelita usaba una fragancia desconocida, hasta sus vestimentas sencillas y ligeras, atraían de por sí. Llamaban la atención. Parecía que nunca tenía frío. Pues no era mucha la ropa que se ponía encima, y por consiguiente, también era rápida para quedar desnuda por completo. Eso sí: con mucha discreción, clase y estilo.

No teníamos muy preciso dónde era el sitio en que vivía. Aparecía por la pensión bien temprano, como si trabajase ahí de doméstica o algo así, y al final del día, desaparecía sin que nos diésemos cuenta. Cuando pasaba la noche con alguno de nosotros, se levantaba antes de que nos despertáramos y se esfumaba.

Así fue que un día se evaporó. Al principio, creímos que era en forma pasajera, que estaba ocupada con alguno de nosotros, y que ese amor incondicional, estuviese durando un poco más de lo habitual, como había ocurrido ya en algunas oportunidades. Pasaron los días y las semanas y ahí, poco a poco, entendimos que ya no volveríamos a verla más.

Ahora, muchas tardes, en rueda de amigos y confidentes, contamos las historias que tuvimos con ella. Nos lamentamos, y apenas mirándonos, casi sin hablar, nos preguntamos: Dónde estará La Pandemia.

 

 

Reflejos

Reflejos

© Alejandro Abate. Junio 2015

   Cuando la enfermera de la noche venía a cambiarle el suero, al retirarse dejaba la puerta entreabierta. Desde esa posición podía ver gran parte del office y ambos pasillos, a través del espejo que había en el ángulo entre el corredor de acceso a las habitaciones laterales y la entrada a la enfermería.

Al amanecer, las fosas nasales le ardían antes que el personal de limpieza comenzara a fregar los pisos de los pasillos. Al llegarle el turno a su habitación, él preguntaba si podían sacarlo al corredor en una silla de ruedas, pues no soportaba ese olor. De esa forma fue que pudo visualizar un  poco más ese exterior que cuando lo veía por el espejo.

Luego, a eso de las siete y media de la mañana, sentía ese rumor de cubiertos y de platos en bandejas, voces y parloteos donde se preparaban los desayunos. El aroma a cocina de hospital era inconfundible. Él corroboraba todo mirando su viejo reloj inoxidable con malla de cuero negra. Por suerte, le habían permitido conservarlo puesto.

Durante el día, las enfermeras y visitas, siempre cuidaban de dejar la puerta de la habitación bien cerrada y no le quedaba más remedio que mirar por la ventana una porción de cielo y paredones en distinto estado de deterioro, o darle vistazos a la televisión: sólo luces y colores que cambiaban en la pantalla y de fondo un extraño murmullo.

Por las tardes y día por medio, venía una de sus hijas y le traía masitas o facturas que él no podía comer. Las visita no duraban mucho más de media hora y apenas hablaban de cómo se sentía y qué iba a hacer cuando saliese del sanatorio. Luego, las mucamas de la tarde se  llevaban las medialunas junto a los restos de su escasa merienda. Todo pasaba muy rápido y él se sentía siempre como en una nebulosa.

Lo habían operado hacía ya más de cinco días, pero él se notaba ausente. Como dormía de a ratos, por las noches el sueño desaparecía. El doctor que hacía la ronda a eso de las ocho y media, le dijo que si no dormía bien podía agregarle alguna medicación.

–No, doctor, ya tomo bastantes –dijo sentándose en la cama – ¿no le parece?

El médico dijo que cualquier problema le avisara, y con una amplia sonrisa le dio una palmada en el hombro y le comentó que todo estaba bien.

En el silencio de las madrugadas, se entretenía mirando por la puerta entreabierta lo que se reflejaba en el espejo. De la primera noche después de la operación, como estaba aún bajo los efectos de la anestesia, recordaba haber visto a un hombre sobre una camilla que se movía sola. No tenía muy clara la visión y le pareció que el hombre empujaba la camilla con sus propias manos, deslizándolas por las paredes.

Algunas veces, en medio de ese silencio, hasta escuchó quejidos que venían de la habitación cercana  a la que ocupaba.

Al sexto día, el cirujano le dijo que estaba todo bien y que en pocos días le darían de alta:

–Hoy vamos a empezar a caminar, amigo –dijo el médico –y si se siente bien –agregó –en unos días más se vuelve para su casa.

Él agradeció con una sonrisa condescendiente y dijo que igual aún se sentía un poco débil.

–Bueno, fue una operación importante –aclaró el doctor –con las caminatas y los ejercicios, en dos días ya va a andar mejor. Luego le dio la mano e indicándole algo a la enfermera que lo acompañaba se fue y cerró la puerta tras de sí.

Ese día, empezaron los ejercicios y las pequeñas caminatas, primero por la habitación, y cuando vino su hija, la enfermera le enseñó a acompañarlo. Dieron una vuelta que a él le pareció excesiva. Ahí tuvo la magnitud real de lo que eran los dos pasillos: contó doce habitaciones, tres por cada lado de los dos corredores. También vio mejor el hall de entrada y el office de las enfermeras.

Esa noche quedó exhausto y cuando apagaron las luces principales, se durmió en forma profunda.

Un chirrido que venía desde afuera de su habitación, lo despertó sobresaltado. Sentado en la cama tomó sus anteojos, se los colocó y observó el reflejo en el espejo: una camilla rodaba sola por el corredor. No vio que nadie la empujase. Había un cuerpo todo cubierto por una colcha blanca. Avanzaba despacio por las penumbras. Un brazo inerte colgaba fuera de las mantas casi tocando el piso.

Tenía aún puesto el reloj de malla negra.

Camilla

Un vestido y algún amor

(Un cuento sobre Marilyn Monroe)

© Alejandro Abate. Mayo 2014.

Marylin

 Williams dio una gran bocanada a su cigarrillo, sacudió las cenizas sobre el costado derecho de la mesita, y mirando al otro hombre que lo acompañaba en el restaurante dijo:

–Recuerdo que ese día, yo la había ido a buscar con el Cadillac blanco modelo cincuenta y nueve. Imagínate: un bote de lado a lado. Otras veces ya la había conducido hasta la Casa Blanca, o hasta esos apartamentos que están detrás del paseo central, en Washington. ¿Sabes de qué edificios te hablo? –preguntó a Foster, el hombre que lo acompañaba.

–Sí, claro que sí. Te refieres a esos que tienen como un boulevard en el medio ¿no? –contestó Foster, fumando también como una chimenea.

– ¡Exactamente esos! Ahí, los Kennedy tenían varios apartamentos amueblados. Al estar entre todos esos jardines, pasaban bastante inadvertidos. Había poca gente merodeando por ahí.

– ¿Cuándo iba contigo en el carro, ella hablaba algo, o se quedaba callada? –inquirió el hombre expulsando humo por los orificios de la nariz.

–No, no era callada para nada…ya sabes. Era bastante locuaz. Le gustaba llamar la atención, siempre. Era una mujer no sólo atractiva por su cuerpo, y sus rasgos finos –Williams hizo una pausa y después continuó:

–No, no era callada ni tampoco tímida, como siempre han dicho las revistas. Para nada. Tenía como un desparpajo especial. ¿Recuerdas que siempre cuando iba de calle, andaba con esos pañuelos atados a su cabeza? Bien. Cuando subía al auto, al principio iba callada, pero ya al andar algunas calles se sacaba el pañuelo, acomodaba su pelo e iniciaba alguna conversación.

– ¿Qué cosas te decía? ¿De qué hablaban? –preguntó Foster, con el cigarrillo humeando entre sus dedos.

–En verdad, la que hablaba era ella más que yo. Me contaba cosas. Le gustaba recordar cuando era aún una niña. Como a veces hacíamos viajes bastante largos, se tomaba su tiempo para ir narrando sus recuerdos: de cuando fue a su primera audición en radio; del hijo de puta del padrastro; de su primer marido; de lo jóvenes que eran ambos al casarse, –Willy movió sus dos manos hacia debajo de la mesa. Aspiró otra vez de su cigarrillo y continuó –claro, también le gustaba coquetear, mostrarse. Sabía manejar sus atractivos. Sin ser una provocadora excesiva, era una mujer que se sentía mirada y deseada, obviamente más por los hombres. No vayas a creer que era muy exuberante –y Williams hizo un gesto de redondez con sus manos sobre su torso –pero tenía lo suyo todo bien formado y en un perfecto equilibrio. ¡Si lo sabré! Y ella sabía mostrarlo. Sabía utilizar esas herramientas de la seducción y la provocación. Con sutileza y sin una pizca de vulgaridad. ¿Comprendes lo que te digo?

–Por supuesto que sí, Willy. ¿Y lo del Madison y el cumpleaños de Kennedy?: ¿Cómo fue? ¿Tú también la llevaste aquel día, no es así?

–Sí, claro, ya te lo he dicho, si salió en todos los diarios. Había como un centenar de fotógrafos. Y muchas expectativas. ¡Vamos! Si todos sabíamos que era una fantochada. Unos días antes, mientras yo llevaba a Marilyn a uno de sus encuentros con el mandamás, ella me lo dijo. Me contó qué era lo que le habían pedido los del Servicio Secreto. Esa estupidez de lo del cumpleaños, cantado por ella, y toda esa sarta de reporteros… Lo hacían todo ex profeso. ¿Tú sabes bien cómo es ese aparato, no es así, Foster?

A Foster, el tipo que fumaba y fumaba, Willy lo conocía desde los comienzos de la Guerra Fría. Se habían hecho compinches, y para Willy, era uno de los contactos que tenía con el grupo de los Servicios de Seguridad de la Agencia de Investigaciones. Eran amigos desde la época de la instrucción con los Marines. Ambos habían estado también en lo de Bahía de Cochinos.

William siguió hablando.

–Lo del vestido ese, se lo habían pedido los agentes directos de Kennedy. Ella me contó que al principio se había negado. A pesar de que era una mujer nada reservada, no le gustaba que le digitaran qué era lo que tenía que hacer. Tú sabes que yo con ella tuve bastante confianza. Y a mí me lo había contado con anterioridad.

– ¿Tanta era la confianza, Willy? ¡Ay, qué tío que eres! –dijo Foster palmeando a Williams.

– ¡Deja de joder, hombre! Ya sabes que no me gusta hablar así. Fue todo una gran canallada. Lo sabes.

–Ok, ok… ¡Cuéntame y déjate de sentimentalismos! –Foster se puso serio y se acomodó en su asiento para seguir escuchando a Willy.

–Ya te he contado, ¿lo recuerdas, no?: ciertas veces, en esos viajes en los que yo transportaba a Marilyn, me pedía que desviara el auto hacia un costado de la ruta bajo alguna arboleda y se pasaba al asiento delantero. Era muy gracioso, pues como puedes calcular, se subía las faldas y pasaba de un asiento a otro, sin ningún tipo de vergüenza o cohibición. ¿Te imaginas por qué? –preguntó Williams.

–Me lo imagino: se le verían todas las bragas ¿no es así? –aventuró Foster.

–No, no. Simplemente porque muchas veces, no llevaba nada abajo. Igual que con el vestido que le hicieron poner para la estupidez esa del Happy Birthday Mr. President, en mayo del sesenta y dos.

– ¿De qué hablaban, entonces? –preguntó Foster con cara de intriga.

–A decir verdad, no siempre hablábamos, pues algunas veces, el que se pasaba al asiento trasero era yo. ¿Me entiendes, zopenco?

–Sí, claro que te entiendo –acotó Foster.

–Bien. Una de esas veces, me contó también que ella no tenía orgasmos.

– ¿Y por qué se le ocurrió contarte eso?, Willy.

–Pues porque ella se dio cuenta que yo me había dado cuenta –dijo Willy, como enojado, como avergonzado. Después calló por un rato. Foster lo conocía, y lo esperaba. Sabía que pronto continuaría con el relato.

–Volvamos a lo del vestido, Willy –lo apuró Foster.

–Ah, sí, ¡lo de vestido ese de mierda! Tú bien sabes que hubo un montón de versiones sobre esa estupidez. Ella la aceptó porque, de alguna manera, era una forma más que tenía de entrar en el juego. Recuerda que también se habló, se dijo por ahí, que ella, Marilyn, había estado enredada con Robert, el hermano menor de los Kennedy. En cierta forma, ella disfrutaba de esas habladurías. Era como una suerte de mofa de su parte: una actriz consagrada, con fama de buscona y todo eso, involucrada con el poder. Y con lo del vestido también pactó, creo que por el mismo motivo. Hazte la idea –Willy buscaba las palabras para hacerse entender, –un vestido con apliques brillantes que le quedaba como pegado al cuerpo, como si estuviese totalmente desnuda, y encima, cantándole al presidente un feliz cumpleaños, ­–hizo un gesto con sus manos –como si fuese una vulgar chupa pitos. Como una drogona pasada de vueltas. Para colmo, casi al finalizar el circo, se le empezaron a descoser las costuras por la parte de atrás, porque realmente le quedaba muy ajustado. Yo no lo estaba viendo en forma directa, pero me contaron los guardaespaldas que andaban cerca de ella, que hasta se le veía la zanja del culo. Y ella: ¡como si le lloviera! ¡Qué mujer!

–Luego de aquello, ¿la volviste a ver? –preguntó Foster. Willy encendió otro cigarrillo, apuró de un solo trago el whisky que aún quedaba en el vaso, y sonriendo, mantuvo la mirada de su amigo por unos largos instantes.

–Sí, la vi varias veces más –dijo por fin.

–La llevé otras veces. Incluso en otra oportunidad, me pidió que la acompañase a uno de esos Moteles en los cuales le gustaba esconderse por uno o dos días. Fue poco tiempo antes de que muriera. Unos meses antes, quizá…Ella ya andaba bastante mal, pero parece que nadie lo notaba.

– ¡Ay… Willy! Eso no me lo habías contado –refunfuño Foster.

– ¿Y qué crees tú? ¡Que todo debo contártelo! –Willy lo dijo más cansado que enojado, y después continuó:

–Pues sí. Todo no te lo he contado, zopenco. Quizá no te haya contado lo más importante…

– ¡Cuéntamelo entonces! –interrumpió Foster.

–Nada, nada. Es que su muerte, me ha dejado un agujero aquí –y Willy apuntó con el dedo índice el centro de su pecho. –Me ha dejado un agujero a través del tiempo. Aunque te parezca trivial o mentira, Foster. Sabes bien cómo soy, ¿no es así?

–Claro, claro, amigo. Te entiendo. ¡Cómo para menos! Marilyn… Marilyn Monroe…–siguió repitiendo Foster, mirando hacia el suelo.

Willy llamó al camarero. Pagó los tragos y parándose, se estiró el saco, le dio una palmada a su amigo en gesto de saludo, y dándose vuelta, empezó a caminar y se alejó entre la gente.

Crecer

CRECER

Niño mirando por la ventana

A mí me habían dicho que a mi papá dios se lo había llevado para el cielo porque como le dolía mucho la cabeza, dios en el cielo lo podía curar. Mamá me lo había dicho. Me acuerdo que me sentó a upa y me dijo que como yo ya tenía seis años me tenía que portar muy bien porque papá desde el cielo siempre nos estaba mirando.

Hay veces que yo lo veo, pero no está en el cielo: abro alguna puerta y es como si estuviera escondido. Yo no sé bien quién es el señor dios pero la cosa es que miro para el cielo y yo a mi papá no lo veo por ningún lado. Ni colgado de una nube ni en los días que no hay ninguna y el cielo está todo celeste. También mamá me dijo que tengo que portarme bien y ayudarla con la nena y con Mauro porque son más chiquitos y yo soy el más grande.

Al abuelo Pancho, cuando vamos a jugar a la pelota a la terraza, ya no le pregunto más por mi papá porque parece que se pone enojado. Se le pone la frente arrugada y me dice enseguida que ya está haciendo frío y que bajemos para adentro. Pero sobre lo de mi papá y el cielo, no me contesta nada. Se hace el burro, como dice la abuela Teresa.

A veces, cuando con el tío Wily vamos a la plaza y me hamaca fuerte, tengo ganas de decirle algo pero me da cosa. Cuando él viene, mi mamá hace torta y también se queda a la noche a comer con nosotros.

El tío Wily es algo raro, pero siempre trae caramelos y yogures que yo me como solo sin hacer ningún chiquero.

Anoche vino el tío a comer. Cuando mamá se fue con la nena para hacerla dormir, los tres nos pusimos a ver dibujitos en la tele y Mauro se quedó dormido en el sillón. Entonces yo aproveché para preguntarle a mi tío si él veía a mi papá en el cielo o en algún otro lado.

Al tío se le puso la voz medio ronca y sentándome también en las rodillas, me dijo que eso del cielo era una forma de decir. Como yo no le entendí bien, él me dijo que como ya era un nene más grande, me podía decir la verdad.

Me contó que mi papá había tenido un accidente cuando cruzaba la calle sin mirar y que como tenía muchos chichones se había quedado dormido para siempre. ¿Se murió no? le dije yo. Entonces me bajé de sus rodillas y me puse a cambiar los canales con el control remoto. Después él me dijo que yo a mi papá lo iba a ver y tener siempre en mi corazón y en mi memoria. Pero yo ya no quise entender porque estaban dando a Coraje, el perro cobarde y era mejor no seguir hablando y nos quedamos mirando la tele hasta que vino mamá.

Igual hoy lo vi otra vez. Yo estaba dibujando en la cocina y cuando miré por la ventana que da al patio lo vi de nuevo. Tenía puesta la gorra que usaba los domingos en la casa de Quilmes y con una manguera regaba las plantas y el limonero.

Después entró mamá y me preguntó qué estaba haciendo y yo le dije nada. Y cuando miré para afuera, no lo vi más. Sólo vi las plantas de la tapia y unos pájaritos que a lo lejos cruzaban el cielo haciendo pío pío.

A  S.B.A. (sabe por qué)

© Alejandro Abate

El botón de arriba

El botón de arriba                                                                                   

© Alejandro Abate, Abril 2015 / Abril 2022.

Hacía rato que había oscurecido y en la confitería habían encendido las luces difusas. Los mozos iban y venían con bandejas y se escuchaba el ruido de las maquinas exprés y de las moledoras de café.

Él estaba solo en una de las mesas contiguas a las ventanas, y la mujer permanecía sentada en otra mesa en diagonal a la suya. No necesitaban más que levantar la vista un poco para mirarse de cuerpo entero. Ella vestía elegante, pero en forma poco discreta.

Calzaba una pollera ceñida a su cintura y a sus muslos, que sin ser corta, en la posición de sentada, se alzaba un poco y dejaba ver bien sus piernas. El hombre la había visto sentarse a esa mesa y llamar al mozo.

Estaba maquillada y su pelo castaño parecía recién retocado. Tenía además unos zapatos negros de taco alto y cruzaba las piernas bastante seguido. Completando su atuendo, la mujer llevaba  puesta una blusa color bordó brillante y su voluminoso busto se insinuaba como al descuido tras el botón superior que estaba a punto de desprenderse o estallar. Al hombre, le costaba mucho no estar mirando en forma constante el movimiento de ese botón y lo que insinuaba.

El baño estaba cerca, y cada vez que abrían y cerraban la puerta, se filtraba un olor desagradable, mezcla de orines y desodorante de ambientes.

Era  la primera vez que veía a esa mujer en la confitería. El mozo llegó con una bandeja y apoyó una copa con un trago de esos que vienen con una rodaja  de naranja en el borde. La mujer comenzó a tomar de la copa a pequeños sorbos. De reojo miraba al hombre y era evidente que se daba cuenta que él también la miraba.

Para disimular un poco esa  evidencia, el hombre llamó al mozo y cuando éste se acercó, tratando de alzar un poco la voz como para que la mujer escuchase, pidió:

–Mozo, ¿me podría traer el mismo trago que le trajo a la señorita de enfrente? – dijo señalando la mesa donde estaba sentada la mujer. El mozo miró hacia la mesa de la mujer y dijo que de inmediato se lo servía. Ella sonrió a su vez y levantó su copa en forma de brindis y después le dio un trago más largo. Él se quedó mirando como distraído a la altura de la copa, y los ojos se le iban solos hacia el botón flojo. Empezó a entusiasmarse.

Cuando el mozo trajo y depositó el trago sobre la mesa y se retiró, él levantó la copa en dirección a la mujer y le devolvió el gesto del brindis. Ella se limitó a sonreír y mirarlo a los ojos.

El hombre  se sentía triunfal. Le subió la autoestima y se miraba en el reflejo del vidrio de las ventanas

Las luces del ambiente eran tenues, pero no lo suficiente como para que el hombre no viese bien el brillo de los ojos de la mujer cuando le dirigía la mirada. No podía dejar de imaginarse la turgencia que se movía tras la blusa bordó. Está sin corpiño,  pensó el hombre mientras saboreaba su copa. Era necesario actuar pronto. Pronto y en forma precisa.

Casi sin calcular bien lo que estaba haciendo, se atrevió y levantándose de su silla, bordeó la mesa y acercándose a la de ella le dijo que ya  que estaban tomando el mismo trago, y si a ella no le molestaba, podrían sentarse en una misma mesa, y sin esperar respuesta de la mujer agregó:

– ¿O prefiere que nos cambiemos a otra? –la mujer hizo un gesto de negación con la mano, luego tomó su copa, su teléfono celular y su cartera y levantándose le dijo que no hacía falta, que le gustaba más la mesa que él ocupaba. –Es un poco más íntima, ¿no? –dijo la mujer dirigiéndose hacia la mesa que ocupaba el hombre.

Cuando estuvieron sentados,  él percibió la fragancia floral del perfume de la mujer y aventuró: –Armani Code, ¿no es así?  –ella levantó la mano y le dijo que se veía que conocía de marcas. Sonrieron.

Después de intercambiar datos y nombres, ella le contó que vivía a sólo media cuadra de la confitería y que no era habitual que tomara algo ahí. Charlaron un rato más y él ofreció si quería otro trago o quizá tomar un café.

-No estaría nada mal un café –dijo la mujer y apoyando un dedo sobre los labios agregó: –pero también podríamos tomarlo en mi casa. El hombre sonrió otra vez y dijo que le parecía muy bien. Empezó a impacientarse y a simultáneamente a sentirse cada vez más seguro de sí mismo.

Entonces ella, en forma disimulada, rozó con sus dedos el botón de la blusa como queriendo abrocharlo. Él acompañó con los ojos el movimiento de su mano y sin ningún pudor le dijo que lo dejase así como estaba, que le quedaba bien.

–Así ¿Cómo? –preguntó la mujer.

–Así. Casi por desprenderse está mucho más interesante –acotó él con algo de picardía.

–Quizá a este botón le haga falta alguna ayuda. ¿No le parece?  –sugirió ella. Cuando dijo esto, la mujer apartó su mano de la blusa y se irguió un poco sobre la mesa. Eso acentuó aún más el volumen de su busto. Él no pudo menos que quedarse callado y mirando. Esa era su oportunidad de avanzar.

En voz más baja pero con claridad le dijo que podían ir hasta su casa a tomar el café, como ella había propuesto, e intentarlo con el botón…

–Con todos los botones, si fuese necesario –interrumpió la mujer. Y de inmediato agregó:

– ¡Bueno, vamos!, pero te va a salir dos mil quinientos pesos.

Después se acomodó en la silla apoyándose bien sobre el respaldo. Él se quedó mirándola. Su cara iba desde la decepción a la incredulidad.

Inmediatamente se levantó de la silla y le dijo a la mujer que iba al baño y enseguida volvía. Sin cuidarse mucho de ser visto por ella, salió a la calle por una de las puertas laterales.

Las horas marcadas

 

© Alejandro Abate, 2011.

 

Hombres

  Treinta y cuatro años después, todavía se despierta sobresaltado en mitad de la noche. A veces es sólo un sueño; otras, una pesadilla. Pero casi siempre es ese recuerdo. Sabe que recordar es no poder olvidar, y también que preferiría olvidar. La frase le resuena en las sienes, como cuando le metían electricidad y sentía esa horrible presión en la nuca. Soñar es, a veces, un ajuste de cuentas de la memoria.

Sabe que ya no es miedo, y que tampoco es tristeza o resignación. Y lo peor es que sabe que eso va a volver a desvelarlo. Mañana, la semana que viene, dentro de un mes…

Y así siempre.

Se calza las pantuflas a tientas y, en la oscuridad se dirige hacia el baño. Enciende la luz y se mira al espejo: Dios mío, piensa, lo que pueden los años. El reflejo le devuelve una imagen de un hombre envejecido, con el pelo cano y cortado casi al rape, de rostro lamido y pálido. Sale del baño y apaga la luz, luego va a la cocina. Ahí estaba la tarde en que tocaron timbre y tuvo el presentimiento exacto. Sabía que lo iban a ir a buscar, en cualquier momento, en cualquier lugar. El timbre volvió a sonar, y al abrir la puerta, los tipos estaban ahí. Ni siquiera le mostraron credenciales. Quiso ir en busca de un abrigo y uno de ellos, con la diestra en la .45 calzada en el cinturón, le dijo: “No, vení así. Donde vamos no hace frío”, y el otro se rió. Tomó un suéter al pasar, y salieron.

Después del golpe, cuando cayeron uniformados por la Secretaría, él ya sabía que lo iban a ir a buscar. Aquel 25 de marzo, los milicos irrumpieron en su despacho y le propusieron algo que a él le pareció absurdo; lo recuerda como si estuviera pasándole esta noche. La absurda propuesta era que él continuara a sus órdenes, hasta que la situación se regularizara. Quien iba a reemplazarlo necesitaba saber y entender qué era lo que hacía cada empleado en esa dependencia y él, precisamente él, tenía que transmitirles esa información. Dijo que para él la situación no tenía nada de irregular, y que debía consultarlo con sus superiores”. “Ahora, tus superiores somos nosotros”, le aclaró el que llevaba la voz de mando.

Hacía tres años, desde julio del ‘73, que estaba a cargo de la Secretaría, en su despacho del primer piso del edificio de la calle 7. Los primeros días, trató de cumplir el nuevo horario. Pero pasada la primera semana le dijeron que no fuese más, que ni se le ocurriera cambiar de domicilio, que cuando lo necesitaran lo iban a llamar o lo iban a ir a buscar. El momento había llegado.

Ni bien salieron, vio un Peugeot 504 estacionado y con el motor en marcha. Le ordenaron que se tapara la jeta con el pulóver, y lo empujaron al asiento de atrás. “Correte al medio”, le dijo uno, sentándose justo atrás del chofer, y el otro entró por la otra puerta trasera y él quedó apretado entre ambos. Le pidieron que se agachara y metiera la cabeza entre las piernas. Igual, poco y nada le permitía ver el suéter; apenas algunas lucecitas colándose por la gruesa trama.

El auto arrancó despacio, y notó que en la esquina giraba hacia la derecha, como si tomara una diagonal. “¿Dónde vamos?”, preguntó, entre frenadas y vueltas que ahora el Peugeot parecía dar sin ton ni son. “Ya te vas a enterar”, creyó que dijo el que manejaba.

En indeterminado momento, el 504 rodó sobre terreno desparejo, como si entrara y estacionara en algún sitio ignoto; lo notó por las torpes maniobras del conductor. Luego lo agarraron de los brazos y lo arrastraron afuera. “Ahora vamos a subir una escalera, y después te vas a sacar esa tricota de la jeta”, le dijo el que hablaba más que los otros; ya le conocía la voz.

Subieron a los tumbos, e igual preguntó si ya podía destaparse la cara. “Sí, sí”, dijo una voz ronca que nunca había escuchado. Tras adaptarse sus ojos a la fuerte iluminación, vio un ruinoso mostrador, un amarillento almanaque pegado con chinches en una pared, y en el centro, una mesa chueca llena de de carpetas y papeles. Al costado, un hombre de pie con las manos esposadas atrás, y sentado en un sillón giratorio, un gordo de pelo gris en uniforme verde oliva. “¡Ah, así que vos sos el ministro!”, le dijo. “No, soy apenas el secretario”, corrigió. El gordo sonrió y repitió para sí mismo “Ah, secretario, secretario”. Larga pausa, y después: “Bueno, mirá, secretario, necesitamos que, de buena voluntad, nos contés un par de cositas. Una colaboración, ¿entendés?”.

La colaboración consistía en preguntas vinculadas con su cargo y funciones en la Secretaría. Algo sabían, claro, pero no todo, oyó. No obstante, para su sorpresa, otro agregó que igual sabían mucho más de lo que él se imaginaba. “Venimos preparando esto desde hace tres años, ¿sabés, secretario?”, fue la concesiva frase.

Y lo llevaron por un sombrío pasillo que desembocaba en una estrecha galería, donde doblaron a la derecha y lo metieron en una habitación muy baja, donde ya había dos detenidos. Ni un banco en que sentarse; esos hombres, en el suelo. Uno aparentemente dormido, con magullones en el mentón y la barba crecida. El otro, al verlo entrar, escondió la cara; sintió que lo conocía de algún lado. “Tirate por ay”, ironizó uno de sus captores. “Después te traemos el menú”, y hubo risas.

Las primeras mañanas fueron así: tras dormir en el suelo, los llevaban a un galpón donde les daban agua y un cacho de pan; no era duro, parecía del día y no venía en rebanadas, como los envasados, sino en pedazos desiguales, como cortados a mano. Él no tenía hambre, pero lo comía. Luego lo conducían a la oficina central, lo sentaban en una silla metálica y lo interrogaban sobre los acuerdos, las licitaciones, los permisos, esa carta que habían encontrado en uno de sus cajones, y sobre dónde creía él que había ido a parar el ministro…

Sus respuestas eran cortas: que todo estaba en los informes; que cómo iba a saber qué había hecho tal o cual después de hacerse cargo ustedes; que las licitaciones y los acuerdos figuraban en los registros institucionales; que las contrataciones se habían hecho bajo reglas establecidas, etc. Por momentos, el interrogatorio era suspendido por algún llamado telefónico, que el interrogador contestaba con monosílabos e interjecciones.

En una semana, fin de los interrogatorios. Lo que él contestaba no les caía bien. Y una mañana lo arrastraron a donde él ni se imaginaba. Le ordenaron desnudarse y echarse sobre la parrilla; una cama con elástico de alambre tejido y oxidado. Se resistió, mirándolos con desprecio. Ahí recibió la primera trompada; cayó de espaldas sobre la parrilla, y enseguida le amarraron pies y manos. Y llegaron otras preguntas, dolorosos silencios, corriente eléctrica en las ingles y las pantorrillas, y más preguntas, más corriente, más silencios. El cuestionario era absurdo, incoherente, irreal: él no sabía nada de todo eso.

Las sesiones tardaban de treinta a cuarenta minutos. Alguna vez, oyó a uno de sus verdugos decir que un médico les había recomendado “hasta ahí”. Y volvía al calabozo trastabillando, y los otros le preguntaban cómo estaba. Trataba de no contarles nada. Ellos ya habían recibido suficiente parrilla, y apenas si los dejaban descansar. Otro temor era que uno de los dos fuese un botón de los milicos; hubo casos así, de detenidos que, por exceso de tortura, terminaron delatando a sus pares.

Al llegar el frío más crudo del invierno, las sesiones fueron de mañana y tarde. Tenía partes de la piel en llagas, y sus compañeros le dijeron que tratara de no tocarse las heridas, para no infectárselas. Les habían tirado unas mantas, y de noche dormían juntos, para darse calor. Eran los tres del mismo Ministerio y, a él, ellos lo conocían; él a ellos, no.

A los tres o cuatro meses, un coronel le comunicó que iba a ser trasladado. “Vamos a ver si en el nuevo hogar te tratan mejor y nos contás algo útil”, le dijo con sorna.

Pero no lo trasladarían a él solo, sino también a los otros. Al mediodía, vieron entrar en el patio una camioneta descascarada, en pésimo estado; una De Soto que ya tendría por lo bajo veinte años. La caja trasera estaba llena de lonas y sogas. Los hicieron subir y sentarse en el mugriento piso de chapa, de espaldas contra un solo lateral. Después los cubrieron con una lona que ataron cuidadosamente, para que no los viesen desde afuera. Y arrancaron despacito.

El lugar donde los llevaron le pareció conocido. Los hicieron bajar y los condujeron a celdas con algo más de confort; un lavamanos y un inodoro, ¿tal vez una cárcel común? Y adiós a la parrilla. Pero no a los interrogatorios. Recibieron ropa y toallas limpias, para que mejorasen su aspecto, dijo un milico petiso, alcanzándoles un peine y una hojita de afeitar.

Después vino lo más duro. Muchas veces se olvidaban de ellos; casi no les llevaban comida ni nada caliente. Algunas mañanas venía un soldado e insistía en que ya los iban a liberar; ninguno de los tres le creía.

Recuerda cuando les dieron la Gillette de prisioneros. ¿No pensaron que alguno de ellos habría fantaseado con cortarse las muñecas y chau? Sí, tal vez lo habían pensado y lo habían hecho adrede, para ahorrarse el trabajo de… No puede sacarse ese fotograma de la cabeza. Probó con somníferos y relajantes, pero nada. Los simulacros siguen ahí.

Los sacaban a un patio de baldosas grises y un gran paredón agujereado por claros impactos de bala. El revoque roto dejaba ver los ladrillos. Los ponían de cara al muro y, ojos vendados, les ordenaban contar hasta diez, muy despacio, a tres voces. Y ellos oían cómo alistaban los fusiles, entre carcajadas e insultos, gritándoles: “¡Recen para que nos falle la puntería, perejiles!”. Los disparos eran aterradores; pedazos de pared saltaban a su alrededor tres, diez, cien veces. Quedaban temblorosos y sordos, y cuando les mandaban levantar los casquillos del piso, apenas si oían voces y risas.

Al segundo invierno, ya en el ‘78, un oficial les anunció que los iban a liberar, previo traslado a una comisaría dependiente del Poder Ejecutivo. A la mañana siguiente, les llevaron ropa de calle y les dijeron que se afeitaran y bañaran, y que luego pasaría un peluquero a mejorarles la facha. No hubo tal. Les dijeron que a la tarde iba a pasar una comisión de Derechos Humanos y que debían verse presentables.

La comisión pasó delante de su celda, pero, inexplicablemente, siguió de largo. Entonces los sacaron de nuevo al patio, y otra vez el muro y los fusiles. Ya no parecía un simulacro, pero lo fue. Uno de sus compañeros se desmayó de miedo, y se lo llevaron a la rastra. Nunca más supieron de él; tampoco preguntaron.

A los dieciocho meses, una mañana de octubre, llegó un conscripto, esta vez no uniformado, y les preguntó si se acordaban de cuáles eran sus pilchas del día en que los levantaron, sacando ropas de un gran bolso y tirándolas sobre un colchón infecto. Él dijo que ese pulóver era suyo. Su compañero de calabozo reconoció sus pantalones, y una camisa arrugada. “Vístanse lo mejor que puedan, que parece que hoy los largan”, dijo el soldado.

Al rato cayó uno que la iba de comandante, también sin uniforme. “Lávense la jeta, que se van”. Tampoco le creyeron. Pero en pocas horas entraron dos soldados, les devolvieron sus documentos de identidad y les dijeron que iban a salir a la calle de a uno, y que así iban a subir a una furgoneta blanca estacionada en la vereda de enfrente. Salieron por un pasillo lateral y, cegados por el resplandor, subieron por la puerta trasera abierta del vehículo, ya en marcha. Se acodaron en el asiento de atrás, y uno de los que iba adelante destrabó el seguro de una pistola y les apuntó a la cara, primero a uno, luego al otro, y les dijo que ése era el final; que los iban a acribillar y a tirar en un puto descampado de Berazategui, cerquita del río. Él se calló, pero su compañero gritó: “¡Y bueno, carajo, háganlo de una puta vez!”. Los de adelante reventaban de risa.

La furgoneta avanzó por una calle paralela a las vías del tren. Como la parte trasera tenía las ventanillas pintadas, no podían distinguir a dónde iban. Intuían que estaban por Quilmes o Berisso. Los milicos miraban sus relojes, como esperando una hora predeterminada.

Debían ser las cinco o seis de la tarde: el sol ya caía. El acompañante del chofer sacó cintas negras de la guantera, miró al que manejaba y, como aprobando un gesto invisible, se dio vuelta y les tiró una cinta a cada uno. “Pónganse los tabiques, que ya se van a bajar”, dijo, sin entusiasmo. Obedecieron. Él tuvo que ayudar a su compañero a calzarse la venda en los ojos. Después se puso la suya, y tembló ante el chasquido metálico de un cargador al entrar en la culata de un arma corta. Más risotadas.

La camioneta paró y sonó el vozarrón del conductor: “Bueno, ahora salen por la derecha y se quedan quietitos… hasta que nos hayamos ido. Si los vemos sacarse los tabiques antes de tiempo, los cagamos a tiros al toque, ¿entendido?”.

Como estaba del lado derecho, tanteó la manija y la puerta cedió. Bajó despacito, hasta sentir piso firme. Después lo hizo su ya casi ex compañero. Escucharon el motor acelerando, y también esas despreciables risas dentro del vehículo. Y rebotaron disparos contra el pavimento, muy cerca de sus pies; tal vez la últimas balas de ese maldito cargador.

Pasado el susto, la camioneta arrancó lentamente y partió con violencia, hasta que el motor se apagó poco a poco a la distancia.

Esperaron un rato y se quitaron las vendas. Sí, estaban en una calle desierta que corría junto a los rieles. El sol poniente no les permitía ver bien. Caminaron hasta que encontraron gente. En una esquina, una señora mayor, como esperando a alguien. Le preguntaron cuál era la estación más próxima. “Berazategui. Faltarán como… diez cuadras”, respondió la abuela. Se lo agradecieron. Era evidente que ella los miraba con desconfianza. Habían podido lavarse y afeitarse, pero su aspecto no era nada agradable: ropas arrugadas, pelos hasta los hombros, lividez casi cadavérica, ojeras. Siguieron adelante; estaban vivos.

Treinta y cuatro años después, se siente con el alma en paz. Pero sabe que hoy, que esta misma noche, que mañana o el mes que viene, va a volver a soñar con eso; que volverá a despertarse en medio de la noche y a escuchar los balazos contra el muro o sobre el pavimento.

Y así siempre.

A A.L. con afecto y respeto.

 

Substitutos

Substitutos

© Alejandro Abate. Noviembre 2014.

Y si hablas así, a un butacón
en la oscuridad de la habitación:
verás lo cruel, que es la soledad.

Gilbert Bécaud

 Cuando estaba dándole el último sorbido al mate, dudó en encender el televisor o ir hasta la computadora que ya estaba encendida. José, su hijo, le había aconsejado que la dejase prendida: “Con el protector de la energía, casi no gasta corriente” le había dicho. Él le había regalado la notebook y poco a poco había ido aprendiendo a usarla.

Dejó el mate sobre la mesa, apagó la luz de la cocina y se dirigió hacia el living. Ahí tenía la computadora. Sobre la mesa del viejo y anterior televisor, se había armado un escritorito. Tenía también dos parlantes conectados, y un block de hojas rayadas donde iba anotando todo lo que José le iba explicando.

Le dio un golpecito al “mouse” y la pantalla se encendió. Entró a la casilla de mails para ver si alguien se había acordado de ella: ningún mensaje nuevo. Cerró el Google e hizo deslizar el mouse hasta el acceso directo que José le había armado para que entrase directamente a Facebook. Cada día que pasaba, se hacía de algún “amigo nuevo”. Buscaba noticias en los diarios y también ella “publicaba” algo sobre algún tema de interés, y le gustaba mucho si se generaba alguna polémica. A veces, se embroncaba mucho con los comentarios que ponían algunas personas, que aunque no fuesen “amigos” de ella, se metían en eso que ella no sabía bien por qué le decían “el muro”.

Pelusa, el gato, también se subía al escritorito y se acostaba al lado del “pad mouse” y se quedaba dormido mirando la pantalla. Algunas veces, el gato se estiraba tanto que no le permitía mover el mouse hasta donde ella necesitaba. José le había dicho que tenía que aprender a usar el mouse incorporado de la notebook, pero ella no la embocaba.

– ¡Correte che! –le dijo al gato. Pelusa apenas abría los ojos, y desde esas dos ranuritas, la miraba fijo.

– ¡Miauuuu! –dijo el gato y luego de un gran bostezo, siguió durmiendo.

A ella, de todos modos, le gustaba cuando el gato estaba cerca. Se había transformado en su única compañía hogareña. Pelusa y también el Facebook, y sus “amigos”.

Apartó un poco la mirada de la pantalla y miró a su alrededor: No había cambiado ni una cortina, ni corrido los muebles de lugar. Y ese olor a naftalinas que siempre ponía detrás de las puertas. Todo estaba igual, excepto el televisor nuevo en su dormitorio y el aparato de aire acondicionado que José le había regalado el verano pasado para su cumpleaños. El mantel de la mesa floreado, por más que le había puesto un plástico por encima, lucía descolorido desde que Roberto había muerto.  No había cambiado nada, y ella, así lo prefería.

Roberto se había quedado ahí, aunque su corporalidad no estuviese, seguía ahí: o sentado en la mesa del living leyendo el diario, o mirando los partidos en aquel viejo televisor, que como él, ya no estaba más. Su hijo, le había comprado uno de pantalla plana, y lo había adosado a la pared, encima de la cómoda en su dormitorio. Igual, ella miraba muy poca televisión. Roberto siempre miraba los partidos, toda la tarde de los domingos se la pasaba sentado en el living, y así lo recordaba e imaginaba ella.

Amigos en Facebook”, volvió a pensar. Como si nos conocieran de siempre. Chateaba con gente que era de Uruguay, de España, de Perú, algunos de Argentina, e inclusive de Buenos Aires, pero lo cierto, es que lo que sólo conocía de toda esa gente, era alguna fotito que casi ni se veía en el “perfil”, y alguna que otra que publicaban. Cuando venía José, ella le pedía que le sacara algunas fotos: en el patio, alzando a Pelusa, regando las plantas, sentada en el sillón. Las quería publicar en su “Biografía”, así sus amigos le conocían la cara. Y a raíz de esto, pensaba en el porqué se llamaba así: “cara de libro”, mal traducía. Algo tendría que ver con el poderse conocer las caras…Pero lo de “libro”, no llegaba a interpretarlo.

Desde que tenía el Facebook, pasaba largas horas, alternando, mientras hacía las cosas de la casa, conectándose y mandando mensajes a sus “amigos”. Había gente que publicaba cosas interesantes, pero la mayoría, no pasaba de subir fotos de los hijos chiquitos, los nietos, o las mascotas. “Quizá a este sito habría que cambiarle el nombre por el de Lonelybook”, se dijo en voz baja.

Después, se hizo la comida: unas berenjenas asadas a las cuales les había agregado un poco de cebolla, queso y orégano. Comió sentada en el banquito verde de la cocina. Tomó una copita del vino que le había sobrado del domingo cuando había venido José con su novia.  Cuando terminó, levantó las cosas de la mesa y las deposito en la bacha de la pileta. No tenía ganas de lavar. “Total, quién me va a reclamar algo”, pensó.

Cuando fue para el dormitorio, el gato ya estaba sentado sobre la colcha, esperándola.

– ¡Qué haría yo sin vos! –dijo. Pelusa paró las orejas y la miró a los ojos. Se acercó a ella para que lo acariciase, dando vueltas cerca de ella y con la cola parada.

Se metió en la cama y en forma  instintiva tomó el control remoto de la mesa de luz y encendió el televisor. No quería ver noticieros ni programas sobre actualidad y política. Por eso subió los canales hasta después del número treinta y cinco. Hizo zapping hasta que en Films & Arts encontró una serie que la distraía. Miró por un rato con poco interés.

Y por qué tendré que distraerme, pensó. Enojada consigo misma, apagó el televisor y calzándose las pantuflas fue hasta el living a buscar algo para leer. Cuando volvió, Pelusa estaba sentado en la punta de la cama, inquieto, con el cuello estirado y las orejas erguidas.

– ¿Qué pasa, no me puedo levantar sin que vos me estés controlando? –Lo increpó al gato en voz bastante alta, – ¿o te tengo que pedir permiso? –volvió a meterse en la cama, abrió el libro por la marca donde había dejado la lectura y comenzó a leer.

No podía concentrarse. Se le nublaba la vista.

Los dos gotones cayeron sobre la sabana, uno después del otro. Pelusa le acercó el hocico y empezó a ronronear. Ella le dijo “lindo, bonito”, y le rascó la cabeza entre las dos orejas, mientras que con la palma de la otra mano se secaba los ojos. Después apagó la luz para esperar que le viniese el sueño.

Trapos (T.O.C.)

Trapos (T.O.C.) (*)

Mujer en el espejo

 No, no estaba conforme. Mientras esperaba el colectivo, aprovechó para mirarse una vez más en el reflejo de la vidriera de la casa de muebles. Volvería a cambiarse de ropa.

Ya era la segunda vez que entraba a su casa en el transcurso de los últimos veinte minutos. La primera vez, el encargado, la miró con esa especie de entendimiento condescendiente cuando uno vuelve a entrar a su edificio a los cinco minutos de haber salido. Ella hizo un gesto como de que se había olvidado algo.
-No se haga problema, Mercedes –dijo al verla entrar el encargado –deje la puerta abierta del ascensor así no se retrasa más. Si entra y sale, no pasa nada.
Ella le sonrió en forma forzada y se metió en el ascensor, y mientras subía, se miraba en el triple juego de espejos:
–No –pensó: –esta pollera definitivamente no me queda bien con estos zapatos.
Cuando volvió a salir, con otros zapatos y cartera distintos, el encargado por suerte estaba distraído hablando con el viejo del séptimo, y no notó nada raro. Pero ahora que iba a volver a entrar por tercera vez a cambiarse, lo más probable es que cuando saliese de nuevo, el encargado le notaría algo distinto.
–Bueno, –se dijo, –al fin y al cabo, ¿a él qué le importa? –entonces, abrió la puerta del edificio y lo volvió a encontrar:
–Hoy parece que es el día de los olvidadizos –dijo el portero desplegando una sonrisa dudosa.
–Sí –dijo ella –la verdad es que me voy a cambiar porque me parece que cuando más tarde vuelva, va a refrescar.
El tipo la miró sin contestar y siguió barriendo.
Desde la mañana, cuando se levantó, con el apuro de no llegar tarde, se había parado en pijamas frente al placard, fue sacando distintas combinaciones de prendas como para elegir alguna. Apoyándolas sobre la cama, empezó a probárselas y a mirarse en el espejo detrás de la puerta del dormitorio. Iba y venía desde las gavetas hacia el espejo.
–¿Qué estás haciendo? –refunfuñó su marido aún dentro de la cama, tapado casi hasta los ojos.
–Nada. Seguí durmiendo y dejame tranquila –apuntó ella en voz muy baja.
–Ya no puedo –dijo él –si todos los días hacés lo mismo. ¡Por qué no elegís la ropa que te vas a poner por la noche, así no das tanta vuelta! –el hombre la miraba no con sorpresa, sino que con el ceño fruncido. Parecía molesto.
– ¡Vos no entendés! –dijo Mercedes probándose una blusa blanca, -a ver, decime: ¿cómo me quedaría esta con la falda color bordó?
–Bien. Todo te queda bien, Merchu. A ver, decime: por qué siempre das tanta vuelta para vestirte, ¿me podés explicar?
–Es que no quiero repetir los colores, y también, yo soy muy cuidadosa para combinarlos. No hago como vos, que te ponés cualquier corbata con cualquier color de camisa –dijo ella sin mirarlo.
–¡Bahhh! –contestó él de mala gana, y volvió a darse vuelta sobre la cama.
Ella ahora había abierto el cajón de la cómoda buscando algo que le parecía que lo había guardado ahí. La puerta del placard permanecía aún abierta y el gato se metió adentro. Cuando el marido se dio cuenta, se levantó de la cama y sin ponerse las pantuflas empezó a buscarlo entre los zapatos.
–¡Salí de ahí, Manolo! –dijo casi a los gritos, –Che, fijate bien lo que hacés. Mirá que éste se queda ahí durmiendo y después cuando yo me voy y cierro todo lo que vos dejás abierto, si queda encerrado adentro, hace un despelote bárbaro. ¡Pobre animal!
Mercedes seguía buscando dentro del cajón de la cómoda. Ya había sacado media docena de pañuelos de cuello que reposaban sobre la cama. Su marido quiso volver a acostarse, pues para él era temprano, pero el desparramo de ropa sobre el acolchado, le hizo cambiar de idea. Agarró a su vez su ropa interior de los cajones que le tocaban a él, y se metió en el baño para darse una ducha.
Cuando ella estuvo sola, se sacó la pollera bordó, y se puso el pantalón negro acampanado. Le pareció que con la blusa blanca, ese pantalón no iba. Fue otra vez hacia el armario y sacó el trajecito color beige.
–Pero con esta blusa no me va a ir bien –se dijo a sí misma mirándose al espejo por milésima vez. Volvió hacia el ropero y buscó la camisa de seda natural. Cuando la encontró, le pareció que estaba arrugada. Pensó en plancharla, pero al mirar el reloj luminoso sobre la mesa de luz, se dio cuenta que se le hacía muy tarde. Por otro lado, si se ponía esa blusa tendría que cambiarse el corpiño, puesto que la blusa era bastante translúcida y no le gustaba que contrastase con el color del sostén. Cuando escuchó el sonido de la ducha en el baño pensó que había dejado los lentes de ver de lejos apoyados sobre el borde del espejo. Si entraba a buscarlos, con el vapor que hacía su marido cada vez que se bañaba, se le iba a arruinar el maquillaje.
Guardó la camisa de seda, se puso la blusa blanca de nuevo, y pensó que los pantalones no le ajustaban bien. Se decidió por la falda azul marino. Cuando se la estaba poniendo notó que el color de los zapatos no pegaba con el de la pollera.
– ¡Mierda! –dijo en voz baja, –bien sabía yo que estos zapatos color guinda no combinaban con cualquier color. Y menos con el azul.
Se agachó en la parte baja del guardarropa, y tratando de que Manuel no se colara otra vez, buscó las botitas negras. Manuel olía el cuero mientras ella se abrochaba las botas.
– ¡Salí de aquí! –le dijo al gato que ya enfilaba para el placard.
–El negro sí que va con todo –pensó en voz alta entre tanto se sentaba en la cama mirándose el calzado. Una vez lista, reparó que la malla metálica del reloj no quedaba bien con ese tipo de camisa. Buscó en la mesa de luz, el reloj Cartier, que tenía malla de cuero negro. Pero era de un cuero brillante, mientras que el cuero de las botas era bastante opaco.
Se puso el reloj, se miró una vez más al espejo y fue de nuevo hasta el lugar donde guardaba los zapatos.
En la parte baja del placard, había más o menos entre veinte y veinticinco pares de calzado, desde botas hasta ojotas, acomodados en dos hileras desde el fondo del armario hacia la parte delantera. El olor a desodorante de calzado inundaba esa parte del guardarropa. Ella también era muy cuidadosa con ese detalle.
Se agachó, buscó unos zapatos altos de charol, y sentada en la cama se los calzó. Miró la malla del reloj, y le pareció bastante a tono. Por lo menos, los dos eran brillantes.
El marido aún continuaba bajo la ducha. Entreabrió la puerta rápido, para que el vapor no la inundara:
–Ya me voy. Estoy algo retrasada –dijo.
– ¿Pero cómo? –gritó el hombre desde atrás de la mampara: – ¿no te habías ido ya?
Ella cerró la puerta sin contestar y después salió al palier. Esperó el ascensor, y una vez dentro mientras bajaba, trató de mirar hacia abajo para no verse reflejada en los espejos. Le fue imposible. Miró la hora una vez más:
–Las nueve y veinte –murmuró. –Ya me voy, ya me estoy yendo –repetía para sí misma.
Esa había sido la segunda vez que había vuelto. Por eso ahora, ya le daba un poco de vergüenza volver a entrar y que el portero le dijese algo. Pero tuvo suerte que el hombre se había metido dentro del sótano a buscar algo y por eso no la vio.
Cuando entró ya por tercera vez a su departamento, su marido ya estaba vestido.
– ¿Qué hacés vos todavía aquí. No te habías ido ya? –dijo el hombre sorprendido, –ya no vas a llegar ni con un táxi de contramano.
–Mirá, querido –dijo ella pasando hacia el dormitorio, –no tengo ningún problema en llegar un poco más tarde. Entendé que hoy hay reunión de directorio y no puedo ir vestida así nomás! Por otro lado, la reunión es cerca del mediodía, así que no hay tanto apuro. ¡Dejame que me vista como a mí me parece! –lo dijo haciendo gestos con los dos brazos juntos.
– ¡Chiflada! Si estás de punta en blanco, ¿o te vas a cambiar otra vez? –el hombre la miraba de arriba hacia abajo.
–Sí, sabés que soy muy exigente con la elegancia –replicó ella sacándose la ropa.
– ¿Exigente? –ironizó él, – ¡exigente, no: sos es una loca, una obsesiva! –dijo el marido y poniéndose el saco se fue dando un portazo.
Ella quedó dudando frente al placard, aún sin decidirse entre todo lo que había allí colgado.

© Alejandro Abate. Agosto 2014

(*) T.O.C.: Trastorno obsesivo compulsivo.

Una historia de biblioteca

Una historia de biblioteca.

© 2011. Alejandro Abate

PortadillaCuando el Banco reorganizó los horarios de la Biblioteca, Bruno eligió el del mediodía, pensando en que si bien salía un poco tarde, ganaba en tranquilidad: entraba a las doce, y se retiraba poco antes de las ocho de la noche.  Por lo tanto, la afluencia de público, después de las cinco era mucho menor. Esta modalidad horaria, había sido establecida, como una guardia de cobertura, por si alguien del Directorio o la Gerencia General llamaban para pedir el texto de alguna ley o decreto. De todos modos, desde que existía Internet y el Infoleg, estas consultas cada vez eran menos frecuentes.

Lo más normal era que quedaran dos o tres personas en la sala de lectura, que generalmente venían con material propio, entonces Bruno se dedicaba a guardar los libros que habían sido devueltos durante el día. Además, a última hora, Gladys, la chica de la limpieza, le ayudaba con esa tarea y todo se hacía más fácil. El único problema que había con esto último, era que Gladys, siempre se las ingeniaba para guardar los libros que iban en las estanterías de arriba subida a una escalera, y le pedía a Bruno que se los  alcanzara y así, mientras los iba  acomodando, tenía la excusa perfecta para estirarse lo más posible, cosa de que Bruno desde abajo, le viese bien las piernas y el color de sus prendas.

No es que a Bruno no le gustara hacerlo. El tema es que tenía muy bien incorporado el concepto que heredaba de su padre, que en el más perfecto romance se entendía con esa frase corta y certera: “donde se come no se manipula”.

No obstante esto, Bruno acusaba registro de las bondades de Gladys y por lo general, se lo hacía notar diciéndole por ejemplo que el color lila iba muy bien con la tonalidad de su piel, haciendo una clara alusión al color de las bombachas de ella. O si no, le preguntaba  sin ningún pudor si no le incomodaba que la tirita se le metiese entre las nalgas.

Todo esto en un tono respetuoso, y por las dudas, alejándose lo más posible del escenario que Gladys desplegaba en forma generosa. Pero de ahí no pasaba, y una vez terminada la guarda de libros, cada uno marchaba al resto de las tareas que le correspondía: Bruno volvía al mostrador de préstamos, y Gladys pasaba la franela a las estanterías que estaban en el otro extremo de la Biblioteca, cercanas a las ventanas, dado que éstas eran las que más se llenaban de hollín.

Otra de las tareas a la que se dedicaba Bruno, antes de guardar los libros, era hacer la estadística semanal de préstamos y consultas. Para hacerla, Bruno disponía los libros sobre el mostrador, armando cuatro pilas temáticas, de las cuales por lo menos tres eran lo suficientemente altas como para  taparlo por completo, asemejándose a una muralla detrás de la cual Bruno se escondía de algún circunstancial usuario que viniese a última hora a pedir algún Código Civil o a consultar la enciclopedia Espasa Calpe.

Los que habían inaugurado la Biblioteca, hacía ya más o menos 25 años atrás, por mejor método clasificatorio, habían ordenado la totalidad de los libros en cuatro grandes grupos y los fueron numerando ordinalmente. Los cuatro grupos eran: Literatura y Arte, Historia, Parte General, y Parte Especial. Y un quinto grupo, era el que ocupaba la parte de legislación y material de referencia, o sea los diccionarios y las enciclopedias. En realidad, la “Parte General”, era un gran conglomerado donde se ubicaban todos los libros que eran exclusivamente de textos de las carreras universitarias: Derecho, Ciencias Económicas, Humanidades, y materias relacionadas con la Administración Bancaria, el “Márketing”, la Arquitectura y el Diseño.

Cuando Bruno había ingresado a la Biblioteca con su flamante título de Bibliotecario, había hecho algunas cuantas gestiones como para cambiar ese método no muy ortodoxo, pero sus esfuerzos habían chocado contra las autoridades, las que aducían que era demasiado trabajo armar todo ese bagaje otra vez. De todos modos, la Biblioteca, funcionaba igual. Con irregularidades y costumbres no muy profesionales, pero seguía adelante.

Entonces el horario de la tarde era además para Bruno, un buen motivo como para no sentirse controlado y donde muchas veces se podía establecer métodos de trabajo que a él le justificaban ampliamente su título y todos sus conocimientos, tanto prácticos como teóricos.

Pero lo que más le gustaba, eran las inesperadas visitas de algunos usuarios que a esa hora, sin el apremio de estar en horario de trabajo, hacían consultas más profundas e inesperadas.  Y también estaban los que venían a pedir “literatura”, área en la cual él era casi un experto. La política de adquisición de material, por suerte era bastante generosa, y de las partidas presupuestarias, Bruno, que era el que atendía también esa área de la Biblioteca, separaba una buena cantidad como para comprar a parte de los textos para las carreras universitarias,  libros de Literatura, tanto universal, latinoamericana y Argentina. Él se ocupaba de la selección de los libros, y también de realizar el regateo con los distribuidores o directamente en las librerías cercanas al Banco.

De estos usuarios, había a su vez una pequeña porción de seguidores de la literatura. Bruno había armado una suerte de “club de lectores” que venían a consultarle qué leer. Poco a poco, y sin mucha regularidad, se iban repitiendo las consultas.

Estaba la señora  Estela, que trabajaba en el área de Debito Automático, y según le había contado, vivía hacia el lado de Florencia Varela y viajaba de vuelta a su casa en un charter que salía a las dieciocho treinta de la esquina del Cabildo, y llegaba a Florencio Varela cerca de las ocho. Entonces necesitaba leer para que el viaje no se le hiciera tan largo. Bruno empezó recomendándole los primeros libros de cuentos de Cortázar. Y la señora Estela, agradecida. A través de casi más de un año, ya había leído desde Bestiario hasta Alguien anda por ahí. Después continuó con las novelas. Se había llevado Los Premios, y cuando la encontraba en el bufete del Banco, la Señora Elsa le había dicho que estaba entusiasmadísima con el libro.

-¡Fantástico! – fue lo que le dijo, refiriéndose al libro.

También estaba Jorge Conti, un muchacho que trabajaba en Mantenimiento, que ya había agotado los libros de Osvaldo Soriano, y entonces andaba buscando algo que lo reemplace. Cambiando un poco la línea, Bruno empezó prestándole La traición de Rita Hayworth, de Puig. Todavía no lo había visto como para saber qué le había parecido.

Algunos “lectores”, ya se habían tomado la costumbre de hacerle comentarios por teléfono y luego con el correr de los años, por correo electrónico. Se había ido armando un grupeé de gente que hasta muchas veces intercambiaban comentarios utilizando este servicio, y a Bruno como intermediario.

Diferenciándose un poco de este grupo, estaba Julia, una morocha de escueta silueta, la aparecía un poco después de las 18 horas. Con ella Bruno experimentó prestándole clásicos universales. Empezó con El Extranjero de Camus. Luego probó con un volumen de cuentos de Hemingway; siguió con Los Pasos Perdidos del cubano Carpentier; hasta que una tarde, luego de que pasaran unos meses le dijo que iba a pasar la “prueba de fuego”. Julia, desafiante le dijo que bueno. Entonces le trajo un viejo volumen, lo puso sobre el mostrador y le dijo que después de leer este libro iba a ser otra persona. Julia sonrió preguntándole qué le había traído. Era la edición de Rueda, encuadernada en tapa dura del Ulises de James Joyce. Ella aceptó  y se fue cargando el pesado libro diciéndole como hacía siempre:

-Cuando lo termino, vuelvo por más -con una sonrisa en su rostro.

Para Bruno, las visitas de Julia, eran la mejor parte del día. Desde que ella iba bajando la escalera que conducía al acceso a la Biblioteca, Bruno escuchaba sus pasos y se empezaba a impacientar. En forma invariable, Julia calzaba unos zapatos de taco que al caminar hacían ese particular y característico tic-tac sobre los mosaicos, tanto en invierno como en verano. En una oportunidad Bruno le contó a Julia, que sus pasos, le hacían recordar, -¡oh! Casualidad- a lo relatado en un cuento, cuyo personaje femenino se llamaba igual que ella: Julia.

-¿Te imaginás cómo se llamaba el cuento? -le preguntó él.

-No sé -dijo ella intrigada.

-Los Pasos de Julia -le replicó él. Ella le dijo que era un mentiroso, que lo había inventado.

-¡En esta biblioteca, no tenemos el libro donde está ese cuento! –dijo él y siguió:

-pero si lo encuentro en mi casa, te lo traigo  -prometió Bruno, haciéndose el ofendido.

Así fue pasando el tiempo. Algunas veces, los que eran usuarios de la Biblioteca para los textos universitarios, a parte de los tres volúmenes del tratado de Derecho Administrativo de Gordillo, se llevaban alguna novela recomendada por Bruno.

Así estaba por ejemplo el “estudiante eterno”, Marcos González, un Gerente del área de Comercio Exterior, que estudiaba hacía más o menos diez años para recibirse de Contador y cada vez que rendía libre Auditoría, junto con el Tratado de Slosse, se iba llevando uno a uno los libros de García Márquez, hasta que por fin cuando se llevó Memoria de mis Putas Tristes, volvió contentísimo para contarle a Bruno que había aprobado Auditoría “gracias al Gabo y a él que se lo había recomendado”.

También estaban los muchachos que trabajaban en el turno noche en el Centro de Cómputos y en el Clearing, y antes de entrar a las veinte horas a sus trabajos, pasaban por la Biblioteca, pedían los diarios del día, hacían chanzas con los equipos de futbol de uno y otro, y alguno de ellos, le pedía a Bruno que le recomendara algún libro para leer. Empezó prestándoles los libros sobre futbol que había editado Fontanarrosa, y luego pasó a un ensayo sobre este tema escrito por Eduardo Galeano.  Y así les generó la curiosidad por los libros, a parte de los suplementos deportivos de los diarios. Curiosidad que a los otros se les fue contagiando.

El “club de lectores” se fue agrandando con los años. Pero para Bruno, su lectora predilecta seguía siendo Julia. Después del Ulises, le fue prestando: La Montaña Mágica de Thomas Mann; La Condición Humana, de Malraux; El Tambor de Hojalata de Gunter Grass.

Julia los leía en casi una semanas y volvía por más. Siempre anunciándose con sus pasos en la escalera, siempre con esa figura delgada y de formas sinuosas, y el pelo largo y lacio, y su sonrisa. Sobre todo su sonrisa.

Algunas veces se encontraban también en el buffet del Banco, o en la estación Catedral del subte D. A la hora que Bruno se iba, en el andén había poca gente, y mientras él miraba los durmientes engrasados de las vías, escuchaba los pasos de Julia dirigiéndose hacia él. Se sentaban juntos y viajaban hablando sobre los libros. Alguna vez ella le preguntó si él había leído todos los libros que recomendaba, y Bruno le contó que era incapaz de recomendar algo que él no hubiese leído.

-Y cómo has hecho para leer tanto -preguntó ella.

Bruno le contó que miraba poca televisión, que muchas veces, en vez de leer diarios y revistas prefería los libros, y que siempre leía en los viajes, mostrándole el libro que llevaba bajo su brazo.

-Bueno -dijo Julia, -me voy a sentar a otro vagón, así no te interrumpo la lectura -pero Bruno la retuvo   le dijo que esa vez tenía la vista cansada aparte de que si ella se iba, él se quedaría solo, en el vagón.

-Está lleno de gente -dijo ella  sonriendo, como siempre.

-Es que después de estar con vos, ya me es difícil estar acompañado -dijo Bruno, con otra entonación de voz. Entonces ella se quedó a su lado.

Cuando Julia terminó de leer esa seguidilla de clásicos, le comentó a Bruno que quería volver a la literatura Argentina. Bruno le dijo que le prestaría un  libro muy argentino, aunque su autor lo había escrito totalmente en Francia. Y le dio Rayuela, libro que Julia tardó bastante en leer. Hasta tuvo que “renovárselo” en más de dos oportunidades. Muchas veces Julia, a través de los años volvería a retirar aquella particular novela de Cortázar.

En la Biblioteca, el tiempo pasaba bastante rápido. Con los cambios políticos, muchas veces el personal de Biblioteca fue cambiando y rotándose de acuerdo a los vaivenes del Directorio de turno. Hasta a Bruno, alguna vez, le tocó varias veces “ir a trabajar a otro lado”. Pero siempre pudo volver. Hasta hubo un tiempo en que la Biblioteca tenía un solo empleado: Bruno.

También la Biblioteca sufrió las crisis que azotaron al país. Mudanzas; disminución de personal; recortes presupuestarios; retiro de servicios. Hubo años en que lo único que estaba autorizado a comprar, eran los libros que pedían del área de Gerencia General y de Capacitación. Y la Literatura, pasó a un segundo, a un tercer plano.

A Bruno le crecieron canas, y cansancio. Día a día, mes a mes. Año a año. Su no rutinaria vida de Bibliotecario, en algunos momentos pasó a ser un engranaje más.

Así fueron pasando los años. Hasta que con anuncios primero de rumor, y luego más certeros y “oficiales”, llegó su último día laboral: lo jubilaban.

Para no sentir ese momento como una finalización, sino como una etapa más, Bruno tomó las cosas con la misma calma de siempre y afrontó la situación.

Cuando un lunes empezó la que sería su última semana laboral, Bruno fue llevándose sus cosas poco a poco. Se fue despidiendo de los libros, de las estanterías, de los tomos de la Enciclopedia Espasa Calpe –que tanto lo había ayudado para evacuar las eternas consultas de las madres de alumnos del secundario-

Fue saludando y en solitario,  las colecciones de los Anales de Legislación Argentina, los que había consutado infinitas veces cuando aún no existía Internet. Les hizo una grotesca reverencia a los carpetones encuadernados que contenían las Circulares del Banco.

Y a las siete y cincuenta y cuatro minutos, fue apagando desde atrás las luces fluorescentes de la Sala de Lectura, desactivó del panel de llaves eléctricas el disyuntor al que le habían puesto un letrero que decía: “Líneas de PCs”, dio como siempre un vistazo general, apagó la luz de la de entrada, salió de la Biblioteca y cerró la puerta por anteúltima vez. Luego cruzó el hall central del Banco y salió a la calle.

La estación Catedral estaba bastante vacía. Cuando se sentó en el primer vagón del subte y este comenzó su marcha, se fue dormitando durante todo el trayecto, con el pensamiento en blanco.

Cuando llegó a su casa y abrió la puerta, ni bien entró, vio el libro Rayuela, que estaba en la mesa del teléfono. Se sacó la campera y mientras la colgaba en el respaldo de la silla, sintió ese tic-tac inconfundible que desde el pasillo venía hacia él. Unos brazos femeninos lo abrazaron desde atrás:

-¡Mañana es el último día que voy a la biblioteca! -dijo Bruno dándose vuelta y besando a la mujer -¿me vas a acompañar?

-¡Claro, claro que sí! ¿Cómo te voy a dejar ir solo, amor? -dijo Julia.

Pa’ los tomates

Pa’ los tomates.

© Alejandro Abate. Buenos Aires. Octubre de 2013.

Tomates

 Hace dos semanas, la señora Francisca salió de su casa rumbo al mercado. Como al mediodía iba a ir a almorzar con ella uno de sus nietos cuando salía de la escuela, había pensado prepararle unos tallarines con su siempre bienvenida salsa casera.

Cuando llegó al mercado se dirigió al puesto de frutas y verduras de Don Alfonso. Como era temprano, había muy poca gente y ni bien se enfrentó con las estanterías donde se exponían las verduras, vio que el cartel de los precios para los tomates estaba borrado. Por lo general, Don Alfonso, como hacen todos los verduleros, escribía el precio con tiza blanca en una pequeña pizarra improvisada.

-¿A cuánto están los tomates? –le preguntó Francisca a Don Alfonso, señalando con su bolsa el cartel donde faltaba el precio.
-Y… depende de cuánto quiera llevar –apunto el verdulero.
-Yo le pregunté por el precio, no por lo que quiero llevar –replicó la señora Francisca mirando a Don Alfonso a los ojos. -¿Cuál es el precio por kilo, Don Alfonso?
-Bueno, usted sabe que subieron por el tema del clima. Hizo mucho frío este invierno –dijo el hombre resistiéndose a darle el precio.
-Don Alfonso… vamos… nos conocemos hace bastante. ¡Dígame de una vez por todas! –volvió a insistir Doña Francisca.
-Los perita están a cuarenta y cinco pesos, y los redondos….-Doña Francisca no le dejó seguir hablando.
-Usted me vio la cara. ¿Cómo a cuarenta y cinco, si la semana pasada los tenía como caros a veintidós?-
-¡Por eso le decía! Es que por el tema del clima han aumentado bastante –dijo el verdulero como explicando la teoría económica.
-¿Bastante…? –interrumpió Francisca otra vez. – ¡Están a más del doble! –dijo. –Mejor deme un kilo de papas blancas…. Guárdese los tomates, o si no, haga una buena salsa y métala en frascos de vidrio, porque a ese precio nadie le va a comprar nada.

Una vez que le despacharon las papas, Francisca volvió hacia su casa pensando en cambiar el menú.

Ayer, Doña Francisca volvió al mercado y vio que en la mayoría de los puestos el tomate había bajado de precio. En algunos puestos estaba a diecinueve pesos, y en los mejores a veintidós.

Igual se encaminó como siempre hacia el puesto de Don Alfonso.

-Hola Francisca –la saludó el verdulero cuando ella se paró frente a su puesto –vio que bajaron los tomates. Los tengo a dieciocho pesos –dijo el hombre en voz alta para que los que pasaran por ahí también lo escucharan.
-Mire qué bien –dijo Doña Francisca con asombro. –Bueno, deme entonces cinco tomates perita.

El hombre empezó a meter rápido los tomates en una bolsita plástica.

-¿A ver? –dijo Francisca al ver el estado de los tomates que el verdulero le metía en la bolsa – ¡pero esos tomates están muy feos, Don Alfonso!
-Señora, yo le dije que hubo problemas con las cosechas por el clima –dijo el hombre.
-Bueno –habló Francisca, tranquila –entonces, guárdeselos… son los mismos que me quiso vender hace dos semanas. Le dije que hiciera una salsa. –y ahí mismo dio media vuelta y se fue. Ya no quería tomates.

Otra vez Francisca volvió a su casa pensando en cambiar el menú… y en voz alta se dijo a sí misma:

-¡Le tendría que haber dicho que se los metiera en el culo!

Perdido en el espacio y en el tiempo

Perdido en el espacio y en el tiempo.

© Septiembre 2013. Alejandro Abate. 

Subtes

 Hacía más de veinticuatro horas que vagaba por las calles de París y sabía que todo era una especie de irrealidad. El tiempo era otro, distinto. Se sentía como en otra época. No podía precisar en qué momento del siglo veinte estaba. En París, solo, con dinero argentino que no le servía para nada, y con un celular en el bolsillo de su saco, que ni se atrevía a sacar para no parecer más raro.

Por el modelo de los automóviles y la vestimenta de la gente que andaba por la calle, calculó que corría la mitad de la década de los cincuenta. Nunca había ido a esa ciudad, París, la misma que durante mucho tiempo había sido como su Meca. Como un “ideal” en la vida: recorrer sus calles, plazas, monumentos y edificios; los bordes del Sena y sus históricos puentes. Toda esa mítica que había adquirido a través los libros y las películas.

Algo le decía que no podía ser. Que era como un sueño, o peor, como una pesadilla.

Tenía las piernas cansadas, se sentía sucio y con mucho sueño. No sabía bien qué hacer. Había encontrado a varias personas que hablaban español, y hasta también se encontró con un grupo de uruguayos cuando daba vueltas por el Barrio Latino. Luego de que él les contara lo que le pasaba, le habían sugerido que si quería, podía ir con ellos a la pensión donde estaban parando. Igual, lo miraban con extrañeza debido a la vestimenta distinta. Lo habían escuchado con atención, pero como quien escucha a alguien que desvaría. Le ofrecieron la dirección del albergue donde vivían y él la  llevaba anotada en una servilleta que guardaba en el pantalón de su traje.

Después de andar y andar por las calles, estaba decidido a llegar hasta esa dirección. Para orientarse se arreglaba bastante bien con unos mapas que le regaló un barcelonés que atendía un puesto de diarios en el Boulevard Haussmann, cerca de las Galerías Lafayette. Éste hombre también lo había escuchado con atención, pero apreciándolo con una mirada incrédula.

Mientras caminaba buscando la dirección de los uruguayos, recordó los libros de Cortázar y de Malraux que cuando era joven había devorado con placer. París, no era una ciudad inhóspita. La gente, a pesar de que era algo distante, se preocupaba cuando él les pedía ayuda o alguna indicación. Siempre había alguien que de alguna u otra manera entendía su relato. Por suerte, como estaban en pleno otoño, su ropa primaveral no le generaba problemas con el clima. Había pasado la noche deambulando y tampoco había sentido frío.

En la madrugada, se había sentado a descansar en una de las plazoletas que rodean los Boulevars de la Avenue  de Les Champs-Élysées y trató de recordar cómo se fueron desarrollando los sucesos que lo llevaran hasta donde él se encontraba. A este espacio y a este tiempo. No entendía cómo podía ser que la inusual velocidad de un tren lo hubiese trasladado de esa forma.

Recordó una vez más que había salido de su casa el día anterior por la mañana -rumbo a su trabajo- y que se dirigió a la estación Primera Junta del subte “A” de Buenos Aires. Bajó las escaleras pensando que ese trayecto lo había hecho durante más de cuarenta años. A veces, en vez de tomar el subte en Primera Junta, podía hacerlo en Acoyte. Los días que no llevaba mucha prisa, bajaba las escaleras en Rivadavia y Centenera, compraba un diario, y con frecuencia también se tomaba un café en el bar americano que había en el entrepiso de la estación. En Primera Junta -inicio del recorrido- la ventaja, además, era que podía subir a los vagones y elegir dónde sentarse. Por lo general, trataba de viajar en el primer coche, mirando el recorrido desde los asientos delanteros. De esa forma, si no iba leyendo o dormitando, podía ver los oscuros túneles y la sucesión de estaciones.

Ese día estaba algo apurado y subió al subte cuando éste ya casi cerraba las puertas. Aquellos vagones de origen belga, seguían andando como una reliquia histórica desde mil novecientos trece. Pronto cumplirían cien años. Había escuchado los rumores de que el gobierno porteño tenía intenciones de prolongar el recorrido y cambiar la flota por formaciones más nuevas.

Sería una pena si esto sucedía, pues le gustaban mucho esos trenes. Eran muy aireados, su bamboleo al andar le resultaba acogedor, y el estilo antiguo y europeo de los vagones, le hacía soñar e imaginar que transitaban por las entrañas de París.

Se apoyó en uno de los respaldos de los asientos de madera que estaban cerca de las puertas, junto al banquito que se abría para que se sentara el escolta del conductor. Lo único que no le gustaba de esa ubicación, era el silbato ensordecedor que  el guarda resoplaba antes de oprimir el botoncito al costado de las puertas, para avisarle al motormanque ya podía continuar la marcha.

Como no había dormido muy bien, más allá de viajar parado, cerró los ojos y entró en una especie de letargo, que era acompañado por el vaivén del propio subte, lo cual le producía un placer especial e imaginativo.

Pasaron varias estaciones antes de que volviera a la realidad entreabriendo los ojos. Cuando los tuvo abiertos, notó extrañado que el tren iba a bastante velocidad y se dio cuento de que en Plaza Miserere no se había detenido y había ido tomando aún más velocidad. El ruido que hacían las ruedas girando sobre los rieles, era mayor que lo habitual. Eso lo asustó un poco. Miró a la gente alrededor, pero no vio que nadie se alarmara como lo estaba haciendo él. Lo más probable era que tampoco el tren se detuviese en la media estaciónPasco.  Cuando llegase a Congreso -donde él debía descender- tendría que disminuir la velocidad debido a la curva pronunciada que hay antes de entrar en la estación. Si no lo hacía, hasta podría resultar peligroso. Miró a la gente a su alrededor y de pronto las luces empezaron a disminuir su intensidad.

No acostumbraba a observar a sus compañeros de viaje, pero esta vez, notó algo raro en la vestimenta que llevaba la gente. La mayoría de los hombres tenían puesto un impermeable; y las mujeres vestían los típicos trajecitos de chaqueta corta, ajustada al cuerpo y polleras debajo de la rodilla.

Como debía bajarse en la próxima estación, empezó a acercarse a la puerta y por suerte el tren disminuyó la velocidad en la curva y comenzó a frenar.

Bajó al andén y caminó hacia donde estaban las escaleras.  La diferencia en la iluminación, ahí también era notable como en el vagón. Caminaba distraído mirando hacia uno y otro lado, cuando sin darse cuenta tropezó con una mujer que llevaba un gran ramo de flores, vestida de un color oscuro y con un sombrero de ala ancha.

Excusemoi – dijo la mujer, y él quedó atónito. –Pourquoi regardez-vous pas soigneusement où vous marchez, Monsieur–continuó la señora hablando en un pulcro francés.

–Discúlpeme, iba distraído –dijo él sin entender bien qué era lo que la mujer le había dicho, pero sí interpretando su tono de queja. No era común a esa hora ver turistas, y menos ataviados de esa forma.

Accorder plus d’attention et de trouver aucun problème, monsieur –hablo otra vez la mujer en su idioma, y dándose media vuelta,  siguió su camino. Él se quedó mirándola sin comprender bien qué era lo que le había dicho.

Comenzó a subir las escaleras que conducían a la calle y su asombro llegó al límite cuando vio que en el cartel indicador, en la salida del subterráneo, decía “Metro –L’Odéon” en vez de “Estación Congreso”.

Cuando llegó a la superficie y vio la calle tuvo una extraña sensación de desconocimiento y extravío: no estaba en Congreso, la avenida no era Rivadavia, y la que la cruzaba tampoco era Callao. Buscó el letrero indicador de la calle sobre la pared del edificio que debería ser del Congreso y leyó: “Rue d’la Concord”. Los faroles del alumbrado público daban una extraña luz mortecina y las penumbras que reflejaban no le permitían ver bien el lugar por el que caminaba y la gente que lo rodeaba. Sentía un extraño mareo y entendió con pavor y de una vez, que no estaba ni en Buenos Aires, ni en el año 2011.

Se hallaba en la ciudad de París, corría el año 1956 y estaba perdido en el espacio y en el tiempo.

Diario de a bordo con fantasmas

Diario de a bordo con fantasmas.

Alejandro Abate. © 2013

(Crucero Costa Fortuna. Buenos Aires – Río de Janeiro – Buenos Aires. 20 al 28 de enero de 2013)

Domingo 20 de enero.  19.40 hs.

2013-01-20 19.49.37

 Subimos a este enorme barco anclado en  el puerto de Buenos Aires, a eso de las 17 horas. El Costa Fortuna, de la línea Costa Cruceros, es una embarcación de más de trescientos metros de eslora total, por más o menos sesenta metro de manga o ancho. Tiene cinco subsuelos bajo la línea de flotación, y ocho pisos o puentes, más tres cubiertas escalonadas.

El trámite de migraciones y el chekin obligatorio, no duró más de 40 minutos. Cuando llegamos con María Inés -mi mujer- y nuestro hijo -Nicolás- de 15 años de edad al camarote asignado -el 1376- ya las maletas las han depositado en la puerta del mismo. Los pasillos internos del barco, son interminables. Una larga hilera de camarotes, a uno y otro lado del pasillo, más algunas aberturas que conducen al área o palier donde se encuentran tanto las escaleras como los ascensores. Lo primero que dijimos cuando empezamos a caminar por estos corredores, fue que se parecían mucho a los del Titanic.

Después de cambiarnos de ropa y acomodar un poco las cosas, debíamos ir al puente número cero  para hacer el simulacro de emergencia. El puente cero, es el nivel por donde se ingresa o desciende de la embarcación. Sobre los pasillos externos laterales, tanto a babor como a estribor, se encuentran suspendidos y en hileras más de 40 botes salvavidas, acondicionados cada uno con sus respectivos guinches, para que en caso de emergencia, sean bajados hacia el agua en forma rápida y segura. El simulacro de emergencias, es una serie de instrucciones sobre dónde se encuentran los salvavidas, cómo colocárselos, una breve explicación sobre los botes de emergencia y su contenido, y sobre todo, la consigna de seguir las instrucciones de la tripulación. Parece ser que esta práctica, es reglamentaria y obligatorio y la tripulación se pone muy estricta con el tema.

Este tipo de instrucciones, al igual que en los aviones antes de despegar, donde explican en inglés como en español e italiano todo lo que hay que hacer en caso de emergencia, tanto a María Inés como mí, nos pone un tanto ansiosos. Nicolás, como es muy joven aun, no se hace mayor problema por estas cosas. Pero, las normas, son las normas, y hay que cumplirlas, para empezar.

A continuación del simulacro, ya estábamos libres como para hacer lo que quisiéramos, y como se acercaba el horario de la partida, subimos a las cubiertas superiores del barco para ver cómo se desarrollaban las maniobras de la partida del barco en las dársenas del puerto de Buenos Aires para salir río afuera. Las maniobras son lentas. Primero dos remolcadores enganchan de la pro y de la popa al barco y lo van alejando del borde del dique. Luego lo van haciendo girar hasta colocarlo paralelo a la escollera de piedras que hay en Puerto Nuevo. De ahí lo van dirigiendo hacia la desembocadura cercana a la Dársena Norte y lo van haciendo girar. Es increíble ver cómo este mastodonte va deslizándose lentamente hasta que lo encajan en la desembocadura. Después, los remolcadores se van soltando y el barco empieza a moverse por sí solo por el canal mayor.

Cuando hacíamos la cola para bajar por los ascensores (parece que es frecuente que haya cola en todas partes del barco), vi en la fila, a un hombre muy alto, con el pelo lacio, escaso y canoso. Me llamó la atención el tipo de vestimenta que llevaba: unos pantalones de bermuda muy anchos, y con una especie de guayabera abotonada hasta el cuello. También me fijé que calzaba unas sandalias tipo franciscanas de cuero color claro. Una vez que salimos del ascensor en la cubierta, quise hacerle notar a María Inés, que el viejo y su vestimenta desentonaba un poco con el resto de la gente, pero ella no había visto al viejo, y cuando yo quise señalárselo para que lo viese bien, el viejo ya había desaparecido. Habría tomado otro ascensor, o directamente optó por una de las escaleras.

Mientras estamos en la cubierta, me he puesto a tomar estas notas en mi mini libreta, pero por viento que ha empezado a soplar más fuerte y hace mover las páginas, decido dejar esto  para después.

La noche, va ganando el horizonte y ya el viento empieza a soplar más fuerte. Después de fotografiar por un lado y por el otro, vamos bajando hacia el interior del barco.

Domingo 20 de enero. 23.30 hs.

Hace un rato hemos terminado de cenar en el restaurante Michelángelo del barco. Muy buena la comida y servida en buenas proporciones. En el menú los platos figuran en idioma italiano y cuesta entender lo que uno está eligiendo. Para la entrada, yo elijo  unaSpagliatina con Ricotta e Spinaci, y como plato principal me inclino por un Gamberi al farno. María Inés prefiere para la entrada una Bresaola con Pomodorini e Parmigiano, y de plato principal los Crepes ripiene ai Carciofi e Ricotta. Nico elige como plato único los Spaguetti al formaggio. Para tomar, con mi mujer, hemos preferido un vino tinto llamado Lapaccio  que ya en la segunda copa, nos pone de un humor excelente. Los postres, todos son combinaciones de gelatto de distintos sabores.

Ahora estamos cómodamente sentados en unos mullidos sillones en uno de los bares del puente 3, y hay un tipo con un piano que va seleccionando boleros clásicos e internacionales,  que de a poco nos van relajando.

El barco navega ya por el Río de la Plata, y si uno se asoma a las ventanas, se ven a lo lejos las luces de Buenos Aires. Mientras yo otra vez intento tomar estas notas en mi mini libreta, María Inés ha ido a pedir unos tragos: Para mí, una caipiriña, y para ella un jugo de guayaba con ron. En ese preciso instante en que ella se va alejando hacia la barra, veo nuevamente al extraño viejo que aparece por uno de los pasillos laterales que conducen hacia los ascensores. Si bien  su aspecto no es enfermizo, el color de su piel me parece muy pálido. Ahora viste un pantalón de dril, con las mismas sandalias que cuando lo vi por primera vez, y se ha cambiado la guayabera por otra de unos colores demasiado estridentes. Parece un hombre de otro tiempo. Lo veo solo, pero el viejo va como hablando con alguien que por la cantidad de gente que siempre hay deambulando por aquí y por allá, no puedo divisar desde donde estoy sentado. Si en verdad es que está hablando con alguna otra persona, o directamente habla sólo, no lo llego a distinguir. Cuando María Inés vuelve con los tragos haciendo equilibrio entre los sillones, el viejo desaparece otra vez y no se lo puedo mostrar.

Tomamos las bebidas escuchando música de bossanova, melódica y lenta. Hay algunas parejas que han salido a bailar a la pista: un círculo bien definido por la ronda se sillones y mesitas. El piano está montado sobre una pequeña tarima junto con el equipo de sonido. Pero como nosotros estamos algo entonados por el vino y las bebidas que acabamos de  tomar, y como el barco ya ha empezado a bambolearse un poco –no sabemos bien, si por el movimiento de las olas, o por el alcohol que hemos ingerido- preferimos no bailar y terminar nuestras copas para luego irnos a dormir. Ha sido un día bastante largo.

Lunes 21 de enero. 8.20 hs.

Estamos tomando el desayuno en la cubierta número 9. El sistema para desayunar es del tipo auto-servicio. Hay unos largos y sinuosos mostradores donde con una bandeja, uno puede ir sirviéndose todo tipo de alimentos: panes de distinto gusto, masas, facturas, dulces, frutas y mermeladas, fiambres, huevos revueltos, panceta y no sé cuánto más. Junto a estos mostradores hay varias expendedoras de café, té, leche, yogurt, y jugos de todo tipo, etcétera.

Nuestro hijo Nicolás, por suerte anoche en el lobby del restaurante, ya se ha hecho de dos amigos, y ya anda planeando todo lo que va a hacer con ellos. De todos modos, para hoy, está programado para eso de las 10 de la mañana el desembarco y paseo por nuestra vecina ciudad de Montevideo.

Mientras tomo mis notas, miro por los alrededores para ver si veo nuevamente al viejo, pero no lo encuentro por ningún lado.

Ya veo por estribor la entrada al puerto de Montevideo. Vamos hacia la cubierta más alta para poder ver bien la entrada del buque en el puerto. Tras la Aduana, ya diviso algunos edificios conocidos de la ciudad, como el Panamericano y el Palacio Salvo, pariente de nuestro Edificio Barolo, en Buenos Aires.

Es un día espléndido y ya empieza a apretar un poco el sol.

Lunes 21 de enero. 13.30 hs.

Ya desde temprano cuando me desperté y corrí la cortina de la ventana en el camarote, he visto –como apunté antes- que el buque entraba en el puerto de Montevideo. No sé bien porqué, esta ciudad para mí tiene como un encanto especial. ¿Será que se parece mucho a Buenos Aires, pero con menos de la mitad de personas y tránsito? Para mí es una ciudad totalmente amigable.

El plan que teníamos, y que ahora estamos cumpliendo, era bajar en el puerto y dirigirnos directamente a pié a la Ciudad Vieja, recorrerla un poco. Pasamos por el Mercado del Puerto, vimos artesanías, negocios, puestos en las calles peatonales que circundan el mercado, y luego nos dirigimos hacia la Plaza Independencia y desde ahí buscamos el Café Brasilero para almorzar. Unas amigas virtuales que tenemos en Montevideo, nos han recomendado este bar en la Ciudad Vieja, en primer lugar porque es un poco más económico que otros, y la otra razón es que a menudo almuerza ahí el escritor Eduardo Galenano.

En el Café Brasilero, ahora, mientras tomo nuevamente estas notas, estoy comiendo un sabroso chivito uruguayo con una obligatoria Pilsen, cerveza tradicional del Uruguay. María Inés y Nicolás han preferido simplemente las rabas. Obviamente Don Galeano, brilla por su ausencia.

Más tarde cuando volvamos al barco, trataré de dormirme una siesta en alguna de las reposeras de las cubiertas, o miraré la partida del barco y sacaré fotografías.

Lunes 21 de enero. 23.30 hs.

Hoy la cena estuvo muy buena. Los platos ofrecidos, si bien son siempre de comida a la italiana, no están demasiado condimentados y las porciones, si bien no son abundantes, para  nuestro gusto resultan suficientes.

En la distribución de compañeros de mesa también hemos salido favorecidos. Como las mesas de los tres restaurantes que tiene el barco, son de 6 a 8 personas, a nosotros tres, nos ha tocado compartir la cena con tres señoras, docentes jubiladas y amigas entre ellas, que según cuentan, siempre viajan juntas. Son oriundas de Comodoro Rivadavia (en Argentina), y como una de las nueras de María Inés también es oriunda de ahí, eso ha dado pié a conversar sobre Comodoro. Hay una de las señoras (ya setentonas las tres) que se sienta al lado de Nicolás, y no deja de conversar con él y hacerle chistes. Se llama Marta y de las tres es la más simpática. Según cuenta, en su larga carrera docente, llegó antes de jubilarse al cargo de directora, y su apego por los niños y jóvenes es muy evidente. Cuenta que es viuda hace muchos años y que tiene dos hijos y cinco nietos.

Ahora nuevamente con María Inés, nos sentamos en los mullidos sillones del piano bar del tercer nivel, frente  pequeño escenario.

En determinado momento, vuelvo a ver pasar cerca de la barra al extraño viejo que hoy no había visto en todo el día. Ya no le digo nada a María Inés pues parece que parece que nunca voy  a tener la suerte de que el viejo se quede quieto en algún sitio, así yo se lo puedo mostrar.

Ahora va vestido (fugaz pero en forma certera lo veo) con un traje color crema, de saco cruzado y pantalones con botamangas. De todos modos, no lo puedo observar muy bien, porque enseguida desaparece a la vuelta de un pasillo. Casualmente ahora en sentido contrario al viejo, veo aparecer a Marta que viene caminando sola y con la mirada perdida, ensimismada en vaya uno a saber qué pensamientos y recuerdos.

Martes 22 de enero. 7.30 hs.

Hoy nos toca un día de navegación. Mañana miércoles, tocaremos el pueblo costero de Porto Belo. Cada noche, antes de ir a dormir, encontramos en el camarote una suerte de periódico de actividades en el barco, titulado con no mucha inspiración Today. Mientras yo tomo estas notas sentado en la cama, María Inés se fija en las noticias, y me cuenta que hoy en el puente 9, que es el centro recreativo del barco donde están las 3 piscinas y los yacusis, a las 11 de la mañana, hay unas clases de salsa para todo el que quiera participar. Desde ya le anticipo que si ella quiere ir, no habrá ningún problema, iremos, pero yo la miraré desde las reposeras, y si quiere la filmo o le saco fotografías, pero yo bailar… ni mamado, le digo. Viejo choto, me dice ella, y yo a falta de otra respuesta, le tomo la cara y le beso fugazmente en los labios.

Cuando se despierta Nicolás, decidimos levantarnos e ir a desayunar.

Martes 22 de enero. 19.15 hs.

Estamos con María Ines en una de las cubiertas más altas, aguantando el viento que ya se está poniendo fresco. No es fácil escribir en esta libretita, aquí arriba y con este viento. Entonces le digo que si no le molesta, vayamos a algún sitio cubierto.

Cuando bajamos hacia el quinto nivel y nos sentamos en unas cómodas mesas que dan a los ventanales por donde se puede observar el mar, vemos que desde otra mesa cercana, Marta, sola, nos hace señas como para que nos sentemos con ella. Desplazándonos hacia ella, aprovechamos para pedir unos cafés cortados para los tres.

Nos cuenta que está algo cansada, porque según dice, estuvo en el jacuzzi bastante tiempo y eso la debe haber palmado un poco. A continuación de cada frase que dice Marta, luego, como si fuera un gesto involuntario de su personalidad, emite una pequeña carcajada. Es una mujer que le calculamos algo más de setenta años. Es menuda, y su pelo conserva un color rubio ceniza gracias a las tinturas.

Su charla es muy agradable. Entre risas y bromas, nos va contando que esta no es la primera vez que hace este tipo de cruceros. Nos dice bajando un poco la voz que con su marido había hecho más de tres cruceros, y que luego con los años ha vuelto a hacerlos. En tono de confesión, nos cuenta que un crucero del mismo recorrido que el que hacemos ahora, lo hizo con su esposo, pocos días antes de que él falleciera de un infarto.

Con María Inés, tratamos de poner cara de circunstancia diciéndole algo así como lo sentimos… pero ella con una de sus características carcajadas nos dice que ya ha pasado mucho tiempo y que siempre trata de recordar las cosas buenas de la vida, y cerrando la frase nos dice que éste es un hermoso crucero y que hasta que Dios le de vida, y dinero, los seguirá haciendo. Y otra carcajada más.

Miércoles 23 de enero. 8.30 hs.

Hemos llegado a Porto Belo. Y es realmente bello. Morros, pequeñas islas, vegetación, amplias playas. Como el lugar no cuenta con diques ni puerto de alta mar,  el traslado hacia la costa se hace en los botes salvavidas del propio buque. Es toda una aventura, la lancha se mueve endemoniadamente y eso hace que la gente pegue gritos que por el tono, son más de alegría que de temor. Cada vez que el barquito cruza la estela que deja otra embarcación, al cruzar este pequeño oleaje, pega  unos barquinazos que hace que el agua del mar se salpique al interior. Igual, no resulta nada peligroso.

Cuando llegamos al pequeño muelle, bajamos por los tablados, una suerte de escalinata que conduce directamente hacia la arena, y elegimos una playa cercana,  con la idea de meternos al mar.

El sol aún no es demasiado fuerte, son las 9.30 horas, y gozamos de las aguas tranquilas y sin olas, como si se tratara de una piscina. Cada tanto alguno de nosotros sale del agua como para vigilar las mochilas que quedaron bajo la sombra de unas palmeras de la playa. El fantasma del hurto en Brasil, está más presente que en Buenos Aires o en otro lugar de Argentina. Los guías turísticos que nos acompañaban en el desembarco,  nos repitieron varias veces que cuidemos las pertenencias. Pero no pasa absolutamente nada.

Miércoles 23 de enero. 18 hs.

Ya estamos de vuelta en el barco, dentro del camarote. Mientras Nico se baña, y María Inés descansa mirando televisión tirada en la cama, yo aprovecho otra vez para garabatear algo en esta libreta.

En Porto Belo almorzamos en una especie de cantina con vista hacia el mar y la playa, amparados por la sombra de un amplio salón con techo de paja con una hilera de mesas colocadas estratégicamente con vista hacia la playa.  Para pedir los platos, se hace complicado que los brasileros entiendan bien cuando se pide algo del menú. Por lo general, los nombres de las comidas brasileras confunden bastante. En resumen: comimos pollo con papas, también fritas (obviamente en el menú decía Frango Frito con Patatas). Por supuesto que en mi caso, lo acompañé con una birra bien helada. Muy bueno.

Después de comer, dimos unas vueltas por Porto Belo. El pueblo es pequeño, y cuenta con algunos negocios de artesanías, y cerca del muelle hay una feria artesanal de cerámicos. Nada del otro mundo.

Cerca de las cuatro de la tarde, nos fuimos para el embarcadero de los lanchones que ya estaban esperando a la gente del Costa Fortuna. Fue una  linda excursión.

 

Miércoles 23 de enero. 21.30 hs.

Todos los días en el anfiteatro llamado Rex, después de las 8 de la noche dan algún espectáculo. El Rex, que es verdaderamente grande como un teatro, está formado por  un amplio abanico de butacas en forma circular y que ocupa la proa del barco entre los niveles 3 y 4.

Hoy acabamos de ver un muy buen espectáculo. En esta oportunidad se trataba de bailarines que hacían un mix de danzas regionales, acabando el número con una típica danza celta.

Como María Inés tenía algo de frío por el aire acondicionado que hay en el teatro, fui solo hasta el camarote a buscarle un abrigo.

Cuando bajé del ascensor y  como siempre me pasa, me equivoqué de dirección y enfilé hacia los pasillos del lado impar en vez de los pares, entonces, mientras trataba de corregir mi rumbo, me crucé otra vez con el viejo misterioso.

Iba -como siempre- solo y farfullando algo casi en voz baja. Esta vez pude verle la cara, angulosa y de piel muy pálida. Por cortesía le dije buenas tardes. Pero no me respondió,  y ni bien me alejé unos pasos y di vuelta la cara para mirarlo otra vez, el viejo había desaparecido. No escuché el ruido de ninguna puerta, y el palier de los ascensores estaba bastante lejos. Podría haber caminado muy rápido… pero no lo creo. Su paso es siempre muy lento. Me extraña siempre su repentina desaparición. No sé. Quizá deba dejar de tomar tanta caipiriña antes de cenar.

Jueves 24 de enero. 10 hs.

Estamos entrando al puerto de la ciudad de Santos. Como no reservamos ninguna excursión asociada al Crucero… coincidimos con “las chicas de nuestra mesa” en que podemos reunirnos y tomar una de las que siempre hay en estas ocasiones: minibuses para 6 a 8 personas. Nos decidimos después de una corta deliberación y calculo, por una excursión que nos llevará a la isla de Guarujá, enfrente del puerto de Santos.

El trayecto se hace por una rambla portuaria, luego se aborda una balsa transportadora de vehículos, que nos cruza -con bus incluido- a la isla. Una vez ahí, atravesamos unos pequeños morros y desembocamos en un lugar paradisíaco.  La no muy extensa playa, se encuentra entre dos medianos morros llenos de vegetación. El precio de la excursión, incluye las sombrillas y las reposeras. El mar es muy claro y bastante calmo. Como aquí estamos en un lugar guarnecido por  las sombrillas, y las mochilas quedan al cuidado de nuestras ocasionales compañeras de excursión, nos metemos con mi mujer y mi hijo a disfrutar del agua del mar. Está excelente, el agua es de un verde casi transparente, y las olas, acarician en vez de golpear.

Luego comemos en un típico bar de playa, con sus aleros a dos aguas y circundados por una vegetación abundante de palmeras y arbustos de grandes hojas que producen buena sombra. La vista de la playa desde ese nivel es muy agradable, corre una brisa que ayuda a disminuir el calor. Después de comer,  aprovecho para escribir un rato en mi mini libreta y saboreando un exquisito café do Brasil.

 

Jueves 24 de enero. 23.50 hs.

Después de cenar, nos quedamos haciendo sobremesa con Marta y una de sus compañeras mientras pedimos unos jugos de fruta con ron. Nicolás, ya se ha retirado a ver a su grupo de amigos, y la otra compañera de “las chicas” dijo que estaba muy cansada por la excursión y se fue a dormir.

Marta cuenta cosas sobre Comodoro Rivadavia, y también sobre todos los cruceros que ha hecho. Nos relata que este barco, es un barco gemelo de otro que ya no navega más, en el cual ella había hecho hace más de 20 años aquella última excursión con su marido. Dice que casi no han alterado para nada los itinerarios, y que excepto los decorados de los salones y restaurantes, el barco es igual al que ella abordara en tal oportunidad.

No sé bien por qué, el gesto de esta mujer, me hace bien y me reconforta. Su humor es totalmente envidiable.

Para Mañana, ya tenemos organizado la excursión en Río de Janeiro. Esta vez lo hacemos por intermedio del crucero. Así evitamos problemas de tiempo. Siempre recomiendan que estemos de vuelta de las excursiones al horario consignado, caso contrario, el buque se va.

Viernes 25 de enero. 7.15 hs.

Como el arribo  y desembarco en Río, está programado para eso de las 8 de la mañana, nos hemos tenido que levantar un poco más temprano. El barco comienza a hacer las maniobras para entrar en las escolleras del puerto, igual que en Montevido: remolcador, giros, acople a la dársena de desembarco, etc. Por la ventana ya empezamos a ver los característicos morros de la ciudad carioca. También a lo lejos ya se divisa el Pan de Azúcar, y un poco más hacia la izquierda el Cristo Redentor. El barco empieza a enfilar hacia las escolleras del puerto. A lo lejos y sobre la bahía de Guanabara, se ve el extenso puente hacia la isla deNiterói. Entonces aprovechamos para desayunar en uno de los restaurantes del quinto piso. Hay tres lugares para desayunar: en las cubiertas de los puentes 8 y 9, y en los dos restaurantes que sirven también la cena. Hoy elegimos el del quinto puente.

Viernes 25 de enero. 9.30 hs.

Para bajar del barco en el Puerto de Río, nos han dado unos números adheridos a cada una de las remeras de los integrantes del Tour para identificarnos. Tuvimos que hacer otra vez cola para ir bajando desde el barco hacia el muelle. Como los interiores del barco gozan de un microclima especial acondicionado y equilibrado a toda hora, el contraste climático al salir de la nave es notable. Ni bien fuimos bajando por la pasarela que desde el buque nos conducía al piso del muelle, empezamos a sentir como una gran ráfaga de aire cálido y húmedo. Como si a uno lo abrazaran con una frazada caliente.

Apenas pasamos el área de migraciones, nos llevaron hacia una calle lateral a los muelles, cercana también a los bajos de una autopista agregada sobre nivel. El panorama no es muy agradable, como en toda ciudad, los bajos de autopistas están ocupados por una heterogénea clase de excluidos, autoexcluidos, miserias humanas durmiendo en el suelo con tres o cuatro chicos de corta edad, perros, pequeños carritos y bolsas  y bolsones con sus escasas pertenencias. La guía que nos agrupaba de acuerdo al número que teníamos pegado en las remeras, desde el comienzo y en su portuñol poco entendible, nos hizo notar que siempre estuviésemos alertas de cualquier atropello, pues es común que la mayoría de esta gente vive de la caza y de la pezca, y aclara el término con el característico gesto del giro de la mano sobre sí mismo.

Por suerte, después de un rato de cola bajo un sol implacable, subimos por fin al micro, con obvio aire acondicionado, el que nos trasladaría en la excursión y City Tour hacia la famosa playa de Copacabana.

Si la ciudad de Buenos Aires es un caos de tránsito y embotellamientos, Río de Janeiro es tres veces peor. Los autos avanzan a paso de hormiga. Por momentos empiezan a acelerar velozmente, pero dura poco y otra vez algún semáforo o un atolladero de autos, combis, camiones, carros con tracción a sangre, bicicletas, motocicletas, y gente, gente caminando por todos lados: negros, mulatos, rubios, pelirrojos.

Las inmediaciones del puerto de Río de Janeiro, son como una especie de Avellaneda, Dock Sud y La Boca, pero todo más feo y surcado por pequeños morros, puentes, autopistas, túneles, pasos a niveles.

Yo voy sacando fotos como puedo, y mi mujer y mi hijo, en el asiento delantero al que estoy sentado hacen lo mismo con sus teléfonos.

A su vez la guía turística, va describiendo -rápidamente y en su mejor lenguaje español- los sitios por donde vamos pasando. En determinado momento, nos anuncia que pasaremos por una especie de autopista, cercada por una alambrada alta, tras la cual se encuentra la favela número 4. No recuerdo el nombre que le dio, pero el panorama no es muy alentador. Construcciones desparejas, calles de tierra apisonada, niños pequeños descalzos, perros flacos, perros gordos, mujeres sentadas con las piernas abiertas mostrándole su partes a los transeúntes que van tras los cristales polarizados de los autos y buses. Por suerte el tránsito ahí se agiliza y la visión desagradable pasa rápido.

Después de pasar por un túnel bajo un morro, el panorama suburbano va cambiando y de a poco nos vamos internando en el área urbana. Amplias avenidas arboladas de vereda a vereda, edificios de categoría, negocios, galerías, puestos callejeros de comidas rápidas. Hasta que por fin, la guía nos anuncia que tras un giro desembocaremos en la famosa playa de Botafogo. Nos cuenta que, lamentablemente, esa playa no es utilizada por bañistas, debido a que en la actualidad se ha convertido en un fondeadero de yates y embarcaciones lujosas, y las aguas se fueron contaminando y no son aptas para los bañistas.  Y efectivamente, no se ve a nadie metido en el agua, sólo algunas personas caminando por la arena, Y un grupo de jóvenes jugando al futbol.

Cuando vamos terminando el City Tour, la guía, una mulata entrada en kilos y teñida de rubio platinado, nos explica que llegaremos a la playa de Copacabana. Nos dejará a cargo de Lobato, un negro fortachón, que posee su propia Barraca (un puesto de playa con sombrillas y reposeras). Antes de estacionar  en la rambla, nos hace dar varias vueltas y el bus estaciona en doble hilera dos veces, para que algunos de los turistas  bajen en una casa de cambio en la cual no tendrán problema alguno para intercambiar dólares por reales. Seguro que la guía, obviamente tiene todo arreglado con las comisiones.

Por fin estacionamos, y tras todas las recomendaciones con respecto a los cuidados de los efectos personales y los que llevan niños pequeños, la guía nos va despidiendo y anuncia que en la misma esquina que nos está dejando, nos pasará a buscar a las 14.30, tomando como referencia el lujoso hotel que hay en esta esquina. Recién son las diez y veinte de la mañana.

Cuando bajamos del bus en la acera que nos conduce hacia la rambla, sentimos otra vez la frazada caliente. En un indicador electrónico que hay en medio de la avenida, un letrero indica que hacen 37 grados. Y recién empieza la mañana.

Ciertamente Lobato, es un negro grandote y musculoso, que sinuosamente dirige al grupo hacia la zona de la playa donde está su barraca: cuatro palos con una loneta haciendo de toldo y una vieja heladera que hace las veces de mostrador.

Una vez en la playa, Lobato empieza a distribuirnos reposeras y sombrillas y nos ofrece un coco calado a cada uno, con un sorbete, y  nos explica, por supuesto  en brasilero, que tomemos bastante agua de coco, pues nos ayudará a no deshidratarnos por el calor.

El sol es impiadoso, aún bajo las sombrillas. De todos modos, dejamos al cuidado de Lobatoy sus gentes nuestras mochilas y corriendo nos zambullimos los tres en el mar, cálido, con pocas olas, no tan transparente como pensábamos, y con el agregado de una buena cantidad de algas.

Nos mojamos y remojamos una, dos, tres veces. Estamos embadurnados en bronceador de alta protección, pero igual sentimos que los rayos del sol nos penetran en la piel. Una fiesta de sol, yodo y sal.

Viernes 25 de enero. 13.15 hs.

Rio de Janeiro es una ciudad maravillosa. Caliente, húmeda, extremadamente calurosa, pero muy linda: edificios lujosos, antiguos y modernos, avenidas con bulevares que parecen jardines, muchos autos y combis. Los contrastes entre los turistas y los habitantes son poco visibles.

Cuando cerca del mediodía huimos del sol y del calor de la playa, nos fuimos hacia las calles laterales a la avenida Copacabana, donde los frondosos árboles nos protegen del calor. Vamos alternando la vereda calurosa, con el placer del aire acondicionado de los negocios donde vamos comprando algunos regalos para llevar a nuestros otros hijos: hojotas, remeras de hilo, imanes para heladera, llaveros, adornos, un vistoso y colorido pareo para mi hermana Ana María que recientemente ha cumplido años.

Ahora, estamos almorzando en un pintoresco restaurante sobre la avenida Copacabana, con vista a la rambla, los morros y el mar azul. Para comer, María Inés y yo, elegimos una ensalada parecida a lo que aquí llamamos Caprece, y Nicolás prefiere un panqueque de jamón, queso y huevo. Como siempre para mí, la infaltable cerveza SKOL espumante y bien helada.

Luego de almorzar, nos quedamos en el lobby del hotel que la guía nos había indicado como referencia, gozando de un buen café y un clima acondicionado, hasta que el bus de la excursión nos pase a buscar para  devolvernos al Costa Fortuna. No sé cómo ni por qué, el trayecto de vuelta hacia el puerto, ahora el bus lo hace por una autopista que va bordeando la costa, entre parques y zonas residenciales. Totalmente distinto al que hicimos por la mañana.

 

Sábado 26 de enero. 17.50 hs.

Adiós Río de Janeiro. Desde la cubierta intermedia del buque, vamos viendo cómo el barco se aleja del puerto. Saco mi libreta y releo lo escrito.

 Sábado 26 de enero. 9.20 hs.

Desde la tarde de ayer en la que el buque zarpó del puerto de Rio, hasta el lunes que viene, 28 de enero, ésta última parte del viaje será sólo de navegación. Habrá que aprovechar a fondo las ventajas que ofrece el crucero. Todas las noches, antes de la cena, en el anfiteatro y auditorio Rex, hay espectáculos y números musicales. También hemos visto varios bailarines y malabaristas. Los espectáculos duran aproximadamente de 40 a 45 minutos, y por la cantidad de gente que reúne, calculamos que debe asistir el ochenta por ciento de los turistas a bordo.

Sábado 26 de enero. 21.10 hs.

Aproximadamente después de las seis de la tarde, el barco que navega de regreso a Buenos Aires costeando el territorio brasilero, debe haber entrado en el Golfo de Santa Catalina. Lo cierto es que el área, no es un golfo propiamente dicho, sino que una gran extensión del mar, famoso por sus olas y vientos. Lo notamos por el movimiento. Si bien ahora las aguas están bastante tranquilas, el viento que se nota en las cubiertas ha aumentado con respecto a esta mañana y eso hace que la navegación sea algo más movediza. Este bamboleo, se percibe mucho más en las extremidades del buque.

Casualmente en el Rex, que como ya apunte, ocupa el área de la proa, es notable cómo, mientras uno está disfrutando de los espectáculos, la gente se mira a las caras con algo de temor entre cabezazo y cabezazo que da el barco.

Para hoy, después de la cena, hemos arreglado con Marta y sus compañeras para compartir alguna copa en el Piano Bar del quinto nivel, enfrente del restaurante.

Sábado 26 de enero. 23.50 hs.

Realmente la cena fue bastante movida. A mi hijo Nicolás, la comida le ha caído mal, y con su madre María Inés, lo hemos llevado hasta la enfermería para que nos recomienden qué hacer para aliviar su malestar: Dramamine. Parece que es común que, sin muchas vueltas, el personal del servicio sanitario distribuye este medicamento a quien siente mareos o vahídos producido por el movimiento del barco. Nico no será la excepción.

Por suerte, con el remedio suministrado, se le ha pasado el mal efecto y se ha retirado a jugar al tejo con sus amigos.

Nos dirigimos con mi mujer hacia el quinto nivel, donde en unos sillones circulares, Marta y otra de sus amigas ya están sentadas consumiendo sus caipiriñas.

No es difícil iniciar cualquier conversación con estas señoras. Sobre todo con Marta. Con su risa cantarina y su picardía, hace que uno pase un rato agradable. Por lo que cuenta, parece que ha viajado bastante. Es invariable que en cada conversación o relato que haga, en algún momento hable de su difunto esposo. No lo hace con pena, sino con una alegría que se le nota en el brillo de sus viejos ojos.

En un pequeño paréntesis de su relato, aprovecho para preguntarle a Marta cómo era su marido, y qué cosas hacían en el barco, cuando viajaron aquella vez… Sin dejar de sonreír me dice que su marido era un hombre muy bueno. Nos cuenta que ellos no dejaban de ser una extraña pareja dadas sus diferencias de estatura, entre otras cosas. Él era un hombre muy alto, y yo, como me ven, soy bastante bajita, y más ahora que ya estoy entrando en la vejez, y luego su típica carcajada. Cuenta que a pesar de estar haciendo el mismo recorrido que entonces, sinceramente no lo extraña. No le hace falta. Dice que es como que él estuviese siempre cerca, merodeando por ahí, o directamente va con ella, cuenta. Yo –me dice casi al oído- siempre lo escucho que me está hablando… Es que él era un gran charlatán. ¡Y luego, emite su infaltable carcajada!

Domingo 27 de enero. 10.15 hs.

Me pierdo en este barco. Hace casi una semana que estamos embarcados, y  yo aún me sigo perdiendo. Recién quise ir hacia la proa, y terminé en la popa. Me equivoco de ascensor siempre que voy solo.

Cuando debo doblar hacia el distribuidor de los pasillos pares de los camarotes al salir de los ascensores, me meto en los impares y por eso nunca encuentro el nuestro. Por otro lado, me ha costado memorizar el número 1376. Invierto las cifras, y más de una vez me he encontrado tratando de abrir la puerta de otro camarote. Si no voy con Nico o María Inés, me pierdo invariablemente.

Ahora quise venir al camarote a cambiarme de ropas… y aún estoy dando vueltas. Mi mujer, no se imagina cuánto la necesito… ¡Y no sólo aquí arriba de este barco!

Para colmo, cuando intento buscar la salida correspondiente al corredor correcto, me he topado otra vez con el viejo alto y fantasmal. Es mi oportunidad de pararlo y hablarle…

Lo intento… pero no me ha escuchado, y no creo que tampoco me haya visto. Su cara pálida y acaso transparente, me hace pensar en que no está aquí, sino en otra parte y en otro tiempo… ¡Es todo muy extraño!

Domingo 27 de enero. 16.30 hs.

Creo que voy a cerrar esta libreta y guardarla definitivamente. Luego veré si la paso en limpio, o tal vez no.

Por suerte hace un buen rato que vamos navegando por las costas del Uruguay, y con mi mujer, nos hemos entretenido en la cubierta viendo y reconociendo los pueblos que vemos a lo lejos en la costa: La Paloma, Punta del Este, Piriápolis, Atlántida.

Nuestro hijo Nicolás nos encuentra (¡oh casualidad!) y nos pide permiso para que esta noche, ya que será la anteúltima, pueda acostarse un poco más tarde. No hay problema,andá nomás, le decimos con María Inés, casi al unísono.

Domingo 27 de enero. 20.15 hs.

Estamos navegando ahora por las costas de Montevideo. La cubierta del barco se ha llenado de gente portando sus cámaras fotográficas. El barco ya embiste las aguas del Río de la Plata y la puesta del sol se dará en unos instantes.

Vamos buscando un lugar cerca de las barandas, para poder ir tomando las fotografías de rigor. El sol se posa sobre el horizonte, justo en la línea divisoria entre el agua y el cielo. Es un espectáculo sobrecogedor. Y de un momento a otro, el sol desaparece bajo la línea del horizonte. Entonces todo el mundo aplaude.

Me dan entonces muchas ganas de abrazar a mi mujer. Y lo hago…y así abrazados, miramos hacia el horizonte. Después, la tomo de la cintura y la hago apoyar sobre el ángulo de las barandas. Tomando sus manos extiendo mis brazos imitando el gesto de volar, y jugamos a KateLeo, igual que en la escena de la película Titanic.

Por una de las barandas laterales, veo otra vez avanzar al fantasmal viejo y me quedo en silencio, observándolo. El viento le ensortija el escaso pelo blanco y hace flecos con sus ropas…y a lo lejos, confundida entre el resto de la gente que hay en la cubierta, veo también a Marta apoyada sobre las barandas, mirando hacia la nada… ¡pero es probable también, que sólo lo haya imaginado!

Mañana temprano, después de las ocho, llegaremos a Buenos Aires.

Alejandro Abate, febrero 2013.

¿Las apariencias engañan?

¿Las apariencias engañan?

© Alejandro Abate, 2014

Sr en slip Siempre fui la misma estúpida, como dice mi madre: de apresurada, no veo las cosas, no me doy cuenta.
No es la primera vez que me pasa, y con Jerry, también me pasó. Algo había intuido desde antes y la historia volvió a repetirse. No me doy cuenta a tiempo. Me enceguezco con la primera impresión y a partir de lo que me imagino desde un comienzo.
Cuando veía ese cartel de publicidad de calzoncillo, día tras día al pasar con en el colectivo quince por Scalbrini Ortiz hacia mi trabajo, al principio, no le daba mucha importancia. Era una publicidad más de calzoncillos: un tipo pintón sentado sobre un sillón, luciendo unos slips de color oscuro con actitud provocativa.
Una vez que el colectivo se detuvo porque había mucho tránsito, mientras miraba por la ventanilla aburrida y con ganas de bajarme, levanté la vista hacia arriba y vi bien el cartel: No podía ser otro que Jerry. El mismo que habíamos conocido en el viaje de egresadas. Jerry. Nos tenía locas a todas, con esos ojos verdes, esa cintura y ese lomo. Durante un tiempo, con Carla lo seguimos viendo y él nos había contado que ya la había pegado con dos publicidades: una de lentes, y la otra para una casa de ropa de hombres. Claro, era muy pintón y entrador el muy turro; pero como repite mi madre, siempre fui una boluda y no me daba cuenta de las cosas.
El día que lo vi bien en el cartel, mientras el colectivo esperaba que el tránsito se abriera un poco, ahí mismo me fijé en los contactos del celular y por suerte lo tenía todavía guardado: Jerry González. No dudé más y lo llamé ahí mismo desde el colectivo. Al principio, cuando empezamos a hablar, parecía que él no se acordaba bien de mí.
Claro, hijo de puta, pensé en ese momento; con la cantidad de minitas que andarían cerca de él con ese laburo que tenía ahora, era poco probable que se acordase de mí, que hacía casi como un año que no nos veíamos. Cuando yo me peleé con Carla por el asunto de lo de mis viejos, de a poco, dejé de encontrarme también con Jerry.
Igual, cuando continuamos hablando, me fui dando cuenta que sí se acordaba.
-¡Te tengo muy presente! -me dijo.
Fue ahí que entré como un caballo en un zaguán. Le conté que lo estaba viendo en la publicidad de los slips y que lo había reconocido enseguida. Él, desde el otro lado del teléfono, se cagaba de risa. Hacía bromas. Me preguntaba si se le notaba mucho el bulto.
-¿Qué tal salgo? -decía.
La cosa es que de alguna forma, ya lo apuré desde esa llamada telefónica. Le dije que sería muy bueno que volviésemos a vernos. Jerry trataba de interrumpirme, pero no le di mucho tiempo a explicarme nada. Casi lo obligué a que nos encontrásemos la próxima noche, cómo y dónde sea.
-Está bien –dijo por fin, y me y me explicó que ahora vivía solo, en uno de los departamentos que tenía su mamá. Como a mí me quedaba cerca del trabajo, le propuse que pasaba por la casa de él, que si quería, después, nos íbamos a tomar algo.
-Como vos quieras –me dijo, y mandándole un beso después cortamos.
La noche siguiente, más que puntual, estaba tocando el timbre de su portero eléctrico. Por suerte, la puerta se abría desde arriba, y no hizo falta que él bajase a abrirme.
Me había puesto fatal. Con la blusa blanca y la mini azulada. Hasta me compré unas medias con ligas negras y me puse la tanga más chiquita que tenía. Obvio: de riguroso negro transparente. También me había ido a depilar. Cuando bajé del taxi en la esquina de su casa, como siempre, los tipos por la calle, se daban vuelta para mirarme, y algunos se mandaban las típicas groserías del caso. Todo eso me dio mucha confianza.
Cuando llegué a su piso y salí del ascensor, Jerry me esperaba en el palier. Lo primero que hice fue zamparle un beso bien cerca de los labios, como para que no le quedara duda. Abrazos, risas y palmeadas.
-¡Estás fantástica, divina! -me dijo mientras me hacía pasar.
Más que en un departamento, Jerry vivía en un loft, pues la cama de dos plazas se veía ni bien pasabas la puerta. Un chiche era su casa. Con almohadones por el piso, adornitos en las bibliotecas, portarretratos, peluches en los sillones. Todo estaba en su lugar, prolijo y acomodado. Hasta tenía dos jarrones con flores naturales y haciendo juego con las cortinas de las ventanas. En las paredes reconocí cuadros de Paul Klee y uno más grande de Picaso.
Enseguida que entré me saqué el tapado, le pedí que preparase unos tragos y me puse a mirar por la ventana. Recordaba bien que Jerry era un gran bromista y desde la Kichinet, mientras mezclaba las bebidas me preguntó en voz alta si me gustaba su casa. Le dije que estaba “divina”, esperando que me hiciera alguna broma por la forma de decir “divina”. En la época en que nos veíamos con más frecuencia, él había adoptado esa calificación para nombrarme, en vez de mi nombre, decía Divvvvina, intensificando la pronunciación de la “v” corta. En aquel entonces, yo siempre le tiraba alguna onda, medio en serio y medio en joda, pero onda al fin.
Como si no hubiese pasado tanto tiempo desde que nos habíamos visto por última vez, enseguida me sentí en confianza. Cuando él trajo los tragos, me había sentado en el sillón, preocupándome para que la mini se me levantara lo más posible. Al rato me saqué los zapatos. Yo me daba cuenta que él hacía como que no se había percatado, pero lo pesqué dos o tres veces mirándome las piernas.
Empecé a preguntarle sobre su trabajo y cómo era eso de modelar para las casas de ropa de hombres. Me contó que el ambiente era muy relajado. Que la pasaba bastante bien y encima ganaba buena guita. Tenía bastante laburo, y por ese motivo había tenido que dejar la facultad. Para ir acortando los tiempos, aproveché para preguntarle si los de la publicidad de calzoncillos, le habían regalado algunos.
-Por supuesto -me dijo -tengo una colección.
Entonces, ahí fue que empecé a apurarme. Estaba excitadísima.
Dejé la copa sobre la mesa ratona y como quién no quiere la cosa, le dije que me iba a sacar la falda para estar más cómoda.
-¡Dale! –dijo sonriendo.
Me paré delante de él, me incliné hacia el costado, y empecé a bajar despacio el cierre de la pollera. De a poco, hice que se deslizara por mis piernas, y de un leve puntapié, la corrí hacia un lado y la dejé tirada en el piso. Jerry me miraba, al principio sonriendo, pero cuando se dio cuenta de mis intenciones, la cara se le fue transformando.
No perdí más tiempo y sin decir agua va, me senté a horcajadas encima de Jerry y comencé a besarlo en la cara, los labios, el cuello. Él hizo un gesto como para que yo parase, pero fue poco enérgico. Ni bien pude, me arrodillé en el piso y a pesar de que él me retenía con las manos, comencé a desabrocharle el cinturón. Entre risas y pequeños gemidos, le pregunté si tenía puestos los slips de la propaganda. No hizo falta que me contestara. Le fui bajando el pantalón hasta las rodillas, y agarrándole el bulto le noté que no era tal y cual como se veía en la publicidad del cartel. Ahí fue que me empecé a dar cuenta de que algo no andaba bien; qué Jerry se había puesto algo tenso. Quise hacerme la superada y le metí la mano por debajo del elástico del slip y ahí, al tocar esa blandura, sentí la primera decepción.
-¿Qué te pasa? -le pregunté intentando practicarle una respiración artificial. Ahí él me detuvo con mayor energía:
-¡Pará, para!, -dijo. -¡Te apuraste mucho, quizá hay algo que debería explicarte! –exclamó con voz más firme y subiéndose el slips y el pantalón en un solo movimiento
– ¿O acaso no te diste cuenta? –siguió en el mismo tono.
Entonces me levanté lo más rápido que pude, me puse la pollera y los zapatos, y dirigiéndome hacia la puerta la abrí y me fui dando un portazo.
Mientras bajaba por el ascensor, me iba repitiendo a mí misma:
-¡Qué boluda que soy! ¡Qué estúpida y boluda que soy!