Puma sonriendo, en el recuerdo

Puma sonriendo, en el recuerdo.

© Alejandro Abate.2016

Después de más de cincuenta y cinco años, vuelvo a tener siete y aquello es la infancia. Vamos con mis padres y mis hermanos a la casa de San Miguel. Es invierno y por las ventanillas del Ford entran los rayos del sol que me calientan las mejillas. La casa de San Miguel, no pretende  para nada ser una quinta –esto lo veo ahora, en el recuerdo– y en mis siete años, es sólo la casa de fin de semana que mi padre ha comprado hace poco tiempo y los sábados y domingos los pasamos allá.

Cuando llegamos, Mamá cocina algo rico, y luego de almorzar, mi padre corta el pasto o arregla algún alambrado y poda los ligustrinos crecidos de una semana a la otra.  Nosotros, los chicos, sacamos  las bicicletas –que  en el recuerdo están todas destartaladas– y paseamos en la tarde por las calles de tierra, inundadas de azahar: todo es luz y descubrimiento. Más tarde, viene  el anochecer con los mosquitos o las luciérnagas, y la oscuridad avanza junto con el grito de nuestra madre:

– ¡Vamos chicos, adentro! –y llega el baño reparado, con la estufa a kerosén y su olor nauseabundo. Rodillas y caras quedan por fin limpias Se hace la hora de la cena, y a continuación de lavar los platos, empiezan los juegos de mesa: la lotería, el ludo y la escoba de quince, en invierno, con un hogar encendido, que papá ha improvisado con unos ladrillos mal apilados y un tubo de zinc, empecinado en llamarla “chimenea”. Hasta que llega la noche con sus ruidos y silencios y el sueño reparador del cansancio en las piernas y los brazos.

El domingo por la mañana, tiene un color especial en el recuerdo. La claridad que se cuelan por las hendijas de las persianas hace que nos despertemos más temprano. Desayunamos mate cocido, sin colar y con los palitos de yerba flotando por la leche. Está todo el sol afuera, esperándonos. No obstante, hay que ir a misa, para cumplir con el requisito que en la semana, en la escuela de curas y monjas, exigirán.  Ninguno de nuestros padres va a acompañarnos. La capilla queda a sólo dos cuadras, hacia el lado de la ruta. Ahí vamos, los tres. Yo, el más chico en el medio de mis dos hermanos mayores caminando por la calle de tierra hacia la aburrida misa.

De pronto, en la zanja a la que aún no le llegan los rayos del sol, vemos algo moviéndose:

– ¡Cuidado! –dice mi hermano mayor –es un perro. Vemos entonces que el animalito está atado de patas y manos con unos hilos. Apenas si se puede mover, pero al acercarnos hacia él, en signo de amistad, baja sus orejas y mueve su cola. Para mí –en mi inocencia infantil– cuando un perro mueve la cola y baja las orejas, es como si sonriera.

– ¡Pobrecito! –decimos los tres al unísono. Como se hace tarde y el certificado de misa, sólo lo dan si uno llega a horario, seguimos caminando muy a nuestro pesar, dejando al perro donde está. Pensando que quizá cuando termine la misa aún siga ahí.

Padre nuestro que estás en los cielos, tralalá, tralalá y tralalá y amén,  hasta que por fin la misa termina y vamos a hacer la cola para los certificados empujándonos entre nosotros y también empujando a los demás, para llegar primeros y poder salir antes. Por fin salimos de la capilla corriendo y para nuestra inmensa alegría, el perro sigue ahí, y vuelve a sonreírme, sólo a mí que lo veo así, y vuelve a mover su cola. Ninguno de los tres nos atrevemos a sacarle los hilos.  Entiendo -ahora en el recuerdo- que los consejos de mamá han dejado huella en nuestras mentes: “No te acerques a los perros si no los conoces, no hables con la gente en la calle, no aceptes nunca un caramelo”.  Así que no habiendo otro remedio volvemos a la casa para contarle a nuestro padre, a ver si quiere ir en ayuda del perro atado de pies y manos.

PumaJadeando, después de haber corrido las dos cuadras llegamos a la casa y mamá nos pregunta con los ojos que por qué tanto alboroto. Le contamos a los gritos los tres juntos, y llegamos hasta donde está papá subido en una escalera y le pedimos que vaya a ver:

– ¡Hay un perro atado de pies y manos en una zanja cerca de la iglesia! –dice mi hermana –no podrías ir a ver de  desatarlo, papá –. Los tres quedamos esperando la respuesta.

Mis padres se miran entre ellos, nos miran a nosotros, y con un dejo de sonrisa y de bondad, papá baja de la escalera preguntando cuán grueso es el hilo que atormenta al perro. Le contamos, y él escoge las tijeras de podar los limoneros y ya estamos los tres hijos corriendo y mi padre detrás.

Cuando nos acercamos al perro, este mueve aún más su cola, y por supuesto baja sus orejas y sonríe, o hace esa especie de mueca con sus orejas caídas y sus ojos dulces, que yo veo como sonrisa y que hoy rememoro a través de los años. Con un corte suave y preciso de tijeras, enseguida el perro queda liberado, y al contrario de lo que creíamos, corretea alrededor de papá, saltándole y lamiéndole las manos en vez de salir corriendo.  Él le habla palabras cariñosas y nos mira, y sonreímos, los cuatro, y por supuesto el perro también. Volvemos entonces hacia la casa y el perro nos sigue detrás, agradecido. Al llegar al portón de rejas, cuando papá abre la hoja de la reja, el perro se adelanta y se mete también. Papá otra vez con su sonrisa bondadosa lo mira, nos mira a nosotros y dice que sí, que entre, que seguro tiene algo de hambre. Dentro de la casa llama a mamá para que saque los restos de comida de la noche anterior.

Nosotros tres vemos fascinados cómo entre los dos le sirven, en una lata de dulce de batatas abierta, los restos de comida y el perro las come moviendo su cola, su cola marrón de cortos pelos amarillentos y el instante se me queda grabado ahora también en el recuerdo.

Después de comerse todo, el perro corre y corre por el fondo de la casa, dando vueltas, dando saltos de contento, con nosotros detrás. Así va pasando la tarde y hay que empezar a guardar todo: bicicletas, máquina de cortar pasto, juguetes, reposeras, pelota de goma, las herramientas de mi padre. Perro mira tranquilo, descansando debajo del limonero. Mi madre también va guardando bolsos y bolsas en el baúl del Ford sin decir nada. Hasta que llega el momento de cerrar la casa, apuntar el Ford hacia el portón de salida, maniobra que papá hace también en silencio. El perro mira y mueve su cola. Entonces mi padre, con su sonrisa de bondad lo llama:

– ¡Subí, dale, antes que me arrepienta! –dice haciéndole gestos, golpeando una de sus manos sobre el muslo derecho. Hasta que por fin el perro se decide a subir al auto y se instala en el asiento trasero, junto a nosotros.

Así partimos, felices con nuestra nueva mascota. Volvemos a nuestra otra casa de la ciudad, donde empezará otra semana más. En el camino, mamá dice que se nota que es aún cachorro. Conjetura que debe tener menos de un año. Papá maneja y asiente. El perro tiene un collar de cuero con una argolla que está brillante. Mi padre piensa que lo han dejado atado esa misma mañana, alguien que no quería tenerlo ya en su casa. Algún alma desaprensiva con los animales, y yo entiendo lo de desaprensivo, entonces lo abrazo y el perro me lame la cara sonriendo, con su lengua húmeda y caliente.

Surge entonces la idea de  que hay que ponerle un nombre: no podemos llamarle así nomás: “perro” como a un perro cualquiera. Barajamos nombres: Colita, Sultán, Capitán, Batuque. Los nombres van y vienen desde el asiento de atrás al de adelante, hasta que yo digo: ‘Puma’. Mamá dice que sí, que su pelo es corto y del color de un puma.

– ¡Pero es un perro! –objeta mi hermano mayor, y agrega que Puma puede ser nombre de gato, por lo felino, pero no de perro. Pero a papá también le gusta:

– El color del pelaje del perro es idéntico al de un puma –dice papá cerrando el tema. El perro mueve la cola, como si entendiese y no habiendo ninguna otra objeción,  el perro pasa a ser Puma, en forma definitiva.

En  la casa de la ciudad, Puma es alojado en el lavadero, el patio y la terraza. O sea que dentro de la casa tiene su paso censurado. Anda por el patio, hace pis y caca en los canteros, sube y baja a la terraza veinte o treinta veces por día. Mi madre cuenta que mientras nosotros estamos en la escuela, Puma se para en dos patas sobre la puerta de la cocina y ladra, ladra y rasguña. Quiere entrar. Ellos consideran que no es conveniente que entre a la casa, que es mejor que se quede afuera. El lavadero es cubierto y le han puesto unas bolsas de arpillera y ahí puede estar calentito si siente frío. Puma ladra y ladra. También en medio de la noche. Durante los primeros días, papá se levanta en pijamas y sale al patio y reta a Puma. Puma se calla un rato y luego sigue ladrando.

Por las mañanas en el desayuno, dejamos entrar a Puma a la cocina y le tiramos restos de tostadas con manteca, y Puma los levanta del piso y los traga en un solo intento. Papá y mamá ríen y reanudan la confianza en que Puma aprenderá poco a poco y dejará de ladrar tanto.

Pasan los días y Puma no aprende. Es un poco testarudo: ladra y por las noches aúlla en la terraza. El broche de oro surge cuando en un descuido de mamá, mientras lava la ropa en la terraza, Puma se mete dentro de la casa y no tiene mejor idea que acostarse sobre un traje de papá recién vuelto de la tintorería, que espera su turno de ser colgado en el ropero. Cuando mi madre lo descubre, toma la escoba y lo saca a los gritos afuera.  Puma sigue sin aprender.

A la mañana siguiente, como mamá ha dejado las sábanas colgadas en la terraza, cuando fue  a buscarlas para ver si ya estaban secas, no las encuentra, sino que ve unos jirones de trapos desparramados por toda la terraza y a Puma jugando, aún con un trozo de tela entre sus colmillos.

Por la tarde, cuando papá vuelve del trabajo, mi madre le cuenta las novedades, y mi padre, muy a su pesar toma la decisión:

–El fin de semana próximo, Puma se quedará en la casa de San Miguel –sentencia. Hay llantos, pedidos, súplicas, pero así como papá es bondadoso, también es certero, categórico y estricto.

Llega el fin de semana y vuelta a salir con el sol en las ventanillas del Ford hacia la casa de San Miguel, en una aparente alegría familiar. Puma se pasa de los asientos traseros a los delanteros, lamiéndonos las caras. Sonriendo para mi, sólo para mí y  sin saber nada de lo que pasará con él.

Pasa el sábado, y no se vuelve a hablar del tema de Puma.  Llega el domingo y por la tarde, cuando ya estamos guardando todo, mis padres llenan varias latas de agua, dejan varios huesos del  asado del medio día en otra lata. Después de cerrar la casa, una vez que todos estamos dentro del auto, papá arrancan, y nosotros, los tres llorando, vemos por la luneta trasera del Ford, cómo Puma se queda observándonos tras las rejas del portón. Vemos también que sale por debajo de las ligustrinas, y empieza a correr detrás del Ford, pero a las dos cuadras, mi padre acelera y Puma queda perdido entre la nube de polvo que el auto levanta.

La semana pasa en forma lenta. Mis hermanos y yo, por la noche,  hablamos entre nosotros sobre Puma, sobre si se habrá quedado en la casa, o si muerto de hambre, al terminarse sus provisiones, salió a vagar por ahí, en busca de algo para comer.  Nuestros padres callan y casi no responden a nuestras preguntas sobre Puma. Evaden el tema. En algún momento, papá habla de la fidelidad de los perros, y deja el tema sin terminar, como dudando de lo que ha dicho.

El sábado por la mañana, el día amanece algo nublado. Mi madre conjetura sobre si ir o no a San Miguel. Igual hay algo en nuestros ojos que le dice que vayamos igual, con o sin sol. Papá también lo prefiere así. Casi no se ha hablado de Puma en el transcurso de la semana, pero todos y cada uno de nosotros, tenemos el pensamiento puesto en San Miguel, en Puma, allá sólo y con hambre.

Es extraño, pero no recuerdo para nada el trayecto del viaje hacia San Miguel. Sin embargo, tengo muy presente en mi memoria el momento en que mi padre toma las dos cuadras de tierra desde la ruta hacia la casa y cuando dirige la trompa del Ford  hacia el portón, vemos que desde el fondo viene Puma corriendo hacia nosotros, saltando y dando vueltas al auto mientras papá maniobra para estacionar.

Puma está flaco y algo lastimado, su pelo marrón quizá no brille tanto, pero su sonrisa es la misma de siempre, y lo siguió siendo durante nueve años más. Después de tantos años, juro que podría recordar esa especie de sonrisa y sus ojos marrones y acaramelados, aunque estuviese en medio de una jauría: Puma sonriendo, en el recuerdo.

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