Archivo de la categoría: Ejercicio de Taller Literario

Hasta el próximo adiós

© Alejandro Abate. Mayo. 2021

Hacía mucho tiempo que no iba a verla. Era un día nublado, pero igual se decidió y salió temprano. El trayecto era corto y tardo cerca de media hora.

Bajó del colectivo y caminando con su bastón, no demoró más que unos minutos hasta llegar. Por suerte no se sentía cansado.

Ella siempre estaba igual. Seguramente enseguida notaría que cada vez él estaba más encorvado. Se había dejado la barba y también se dio cuenta con sólo mirarlo.

No hablaron mucho. Él le contó, con un murmullo casi inaudible, algo sobre las plantas y el pasillo del fondo. Le describió la floración de la Santa Rita. Ella siempre sonreía tras el vidrio, su semblante en la eterna juventud.

Se sentó cerca, y permanecieron un buen rato, callados, sólo mirándose. Ya se habían dicho todo y era poco lo que podían agregarle a su larga historia. Entonces el silencio decía mucho más que las palabras.

Después se levantó con movimientos lentos. Caminaba despacio y se le notaba la renguera.  Le hizo chau con la mano. Hasta la próxima, pensó y agarró por la diagonal que llevaba hacia la salida de Jorge Newbery.

– ¡Pronto nos veremos! -dijo en voz alta, apenas dándose vuelta hacia ella, y siguió su marcha.

Ojos que no ven, corazones que no sienten

Ojos que no ven… corazones que no sienten.

© Alejandro Abate. 2017

Estela estaba sentada cerca de la mesa de la cocina, esperando a que Marcos llegara.
Cuando llegó, le pidió que se sentara y mirándolo fijo a los ojos le dijo que tenían que hablar.

Él le dijo que sí, que enseguida volvía y se sentaba con ella. Estaba todo transpirado por el calor y quería cambiarse.

Estela dijo que estaba bien y que mientras preparaba unos mates.

Cuándo Marcos volvió y se sentó en la otra silla le preguntó de qué quería que hablaran.

Estela le dijo que no se la haga más difícil, y levantando un poco la voz, volvió a decirle que él sabía muy bien de lo que «tenían» que hablar hace un tiempo. Después agregó que para qué iban seguir con este juego?

Marcos la miró por un instante y le preguntó de qué juego estaba hablando. Ubicando la silla más cerca de la de ella, alargó su brazo con la intención de tomarle la mano.

Ella primero hizo el gesto de retirar su cuerpo hacia atrás, pero después cedió y dejó que él le acariciara el antebrazo.

Estela empezó a hablar: le dijo, con palabras pausadas que Marcos los había visto bien. Lo dijo acompañando con un movimiento de manos las palabras que pronunciaba, y agregó que él le había mantenido la mirada durante unos largos instantes antes de salir casi corriendo.

Ella continuó diciendo que tampoco había tanta gente caminado por esa calle, como para que no se diera cuenta de que iban agarrados de la mano. Después agregó que él había puesto cara de sorpresa y que enseguida salió caminando rápido, como si no hubieses visto nada. Como si no los hubieras visto a los dos.

Marcos, con un gesto en la cara de incertidumbre le preguntó de qué hablaba y de quiénes y de qué calle, y le repitió que él no había visto nada, ni a nadie. Luego, intentó otra vez acariciarle la cara y acercarse como para darle un beso en los labios. Al igual que había hecho antes, ella primero apartó la cara, pero después dejó que él posara sus labios sobre los suyos y la besara. El beso duró bastante, hasta que Estela apoyó sus brazos contra los hombros de Marcos, haciendo una leve presión como para separarse.

Cuando se separaron después del beso, ella le dijo que él no quería entender…y que aquello no iba más. Lo dijo alzando la voz otra vez. Después, recomponiéndose, trató de hablar en forma más calma, sin rencor ni culpa, y se refirió a las veces que él intentaba tener sexo con ella y ella lo rechazaba con un sin fin de excusas. Le parecía que si eso no era ya suficiente explicación.

Marcos se quedó mirándola sin evidenciar ninguna sorpresa. Empezó a hablar con voz muy suave. Entonces Estela le pidió que le hablara más alto, que no lo escuchaba bien. Marcos, levantando un poco la voz, dijo que no había ningún problema. Que todo estaba bien… que no importaba. Y argumentó que lo más probable era que ella estuviese pasando una de esas características crisis que a todas las mujeres les toca en algún momento. Y repetía que a todas las parejas en alguna oportunidad les pasa eso.

Resignada, ella se quedó mirándolo un largo rato, como sin entender lo que él decía.

Después se levantó de la silla y caminó unos pasos por la cocina y se puso a acomodar algo en la mesada. Al momento, dándose vuelta le dijo que ella esa noche, también tenía que salir.

Fue hacia el dormitorio y al rato volvió cambiada, con la cartera colgada de su hombro, y dispuesta a salir, se apoyó en el vano de la puerta.

Mirándolo, le dijo que no la esperase despierto, que iba a volver muy tarde. Tenía puesto el vestido negro de falda corta y se había calzado unos zapatos de tacos bastante altos. Marcos la acompañó hasta la puerta de salida y esperó a que ella tomase el ascensor.

No se saludaron.

Al rato, él volvió hacia la cocina, tomó su teléfono móvil que había quedado sobre la mesa y marcó un número. Cuando una voz de mujer atendió del otro lado dijo:

-Ya podés bajar, tenemos un rato largo… -y colgó.

Raros en la biblioteca

Raros en la biblioteca. Crónica. (*)

(C) Alejandro Abate. 2017

La entrada a la biblioteca, está justo saliendo del tramo de la escalera. En el primer dintel y curva de la misma, hay un cartel colgado de la pared con una flecha indicativa que dice en letras de imprenta BIBLIOTECA, seguido de una flecha. La puerta es de doble hoja, de madera enchapada, y en la parte que se abre, hay otro cartel que dice otra vez “Biblioteca”, y el horario: “9 a 20 hs”. Ni bien se abre la puerta, el que entra choca con el mostrador de atención al público: una larga mesa de fórmica blanca, cubierta con un vidrio, dónde los que fuimos pasando por esta dependencia, hemos puesto fotos históricas de la biblioteca, estampitas, letreros de ayuda-memoria, fotos de nietos, hijos y mascotas, vírgenes de Luján, y postales de viajes. Yo puse una foto de Cortázar donde está encendiendo un cigarrillo. Creo que es la más famosa de Sara Facio. En ese mostrador estoy yo, sentado frente a una computadora.

En el mundo hay gente rara. Hay gente rara que viene a la biblioteca y se mezcla con las demás. Hace mucho que  a mí  se me  ocurrió llevar un registro de los raros que pasan por aquí. Hablo de raros en serio, no sólo aquellos que siempre que  piden un  libro, se sientan  y se duermen, apoyando una mejilla sobre él como almohada,  o los que comen a bocaditos, escondidos, el sándwich que tienen sobre la falda. También anoto en un cuaderno a otro tipo de  raros y lo guardo en un cajón con llave. Lo guardo así porque cuando lo dejaba sobre el mostrador, al otro día encontraba anotaciones, dibujos obscenos y tachaduras sobre mis notas.  Los hacían los del turno de la tarde, para burlarse de mi iniciativa y  además, una vez encontré una nota escrita con marcador rojo, que decía que yo mismo era el más raro que cualquier otro raro que pudiese venir aquí a la biblioteca.  Igual ya no pueden anotar nada de eso, porque ahora pasé todas estas anotaciones a un archivo de texto que lo guardo con clave, y sólo yo lo puedo abrir. El cuaderno lo tiré al tacho de basura. Estaba todo arruinado.

Entre mis raros hay de todo y para servirse con cucharón:

Un raro,  muy alto y desgarbado,  que antes de sentarse a una mesa, da dos vueltas  enteras a la sala de lectura mirando las paredes. Una de las paredes tiene  una cuadro con la foto en sepia del que dicen fue el fundador de la biblioteca. La primera vez que lo vi me pareció normal que se detuviera  a  mirarlo, pero después observé que se detenía una y otra vez y que  también  lo hacía frente a las otras paredes donde no hay cuadros ni nada. Ahí me di cuenta que lo que examina no es lo que hubiese colgado en las paredes, sino que las  mismas paredes.

Hay otro  raro, con barbita y  anteojos a lo Woody Allen,  que cada vez que viene, me pregunta dónde puede sentarse. La primera vez que me preguntó le respondí: “en la silla que gustes”, haciendo un amplio gesto circular  con mi brazo, para señalarle  la cantidad de sillas libres en la gran mesa de lectura que hay en la sala. Yo creí que le daba respuesta de una vez y para siempre,  pero no es así, porque cada vez que viene sigue preguntando lo mismo, y a estas alturas de la insistencia, yo pienso que debe ser un interrogante ontológico,  que va mucho más allá de preguntar por un asiento concreto. Tal vez  alguna cuestión interrogable  referente al lugar que cada uno ocupa en esta vida, a la que yo, con mi   limitada  respuesta, nunca pueda satisfacer. ¡Vaya uno a saber!

Hay una rara también. Se tiñe el pelo y las cejas de un negro renegrido,  se pinta los labios de rojo, y usa  polleras de colores rarísimos y largas hasta el suelo. Es la que siempre pide libros de historia de la moda, pero lo raro viene después: se sienta  con su  libro, comienza a leer (o más bien  a observar los dibujos y las fotos), y al minuto se cambia los zapatos. Saca de su bolso un par de zapatos y sin dejar de leer se los cambia maniobrando bajo la mesa. Guarda los que tenía puestos. Al rato, repite: abre el  bolso, saca el par de zapatos que  había guardado, se quita los puestos y se cambia. Conté hasta siete cambios en una sola mañana de lectura.

Los más raros de todos, sin minimizar a los anteriores,  son los raros que usan las computadoras. Hay una chica que sólo se sienta en la  tercera computadora.  He notado que se queda haciendo  tiempo y  merodea por el catálogo de fichas que aún conservamos. Luego hojea distraída los diccionarios  o se concentra en su celular. Supuse que esperaba a alguien más, hasta que me di cuenta que ella espera que se desocupe la PC número tres. Cuando la tres está desocupa, ella vuela y se instala en esa. Las computadoras son todas iguales y están configuradas de manera que no se puede más que usar  Google y el catálogo en línea, pero no es posible abrir ni una red social o gestor de correo, ni ver ningún archivo o carpeta internos de la máquina. Aunque las computadoras estén todas libres, ella no se sienta en ninguna, sólo lo hace en la tercera.

Hay también otros que más que raros, no tienen idea cómo usar una computadora. Sobre todo la gente mayor. Usan el fichero manual aún sabiendo que esté desactualizado.

Días atrás, me ha pasado algo con uno de los más raros que tengo registrado: todos los jueves viene un hombre algo mayor a pedirme siempre el mismo libro. No se trata de un libro de esos que el común de la gente define como de entretenimiento o divulgación, no: me pide Introducción a la Física I y II, de Alberto Maiztegui y Jorge Alberto Sábato. Como dije antes, ya es un hombre  grande, o sea que no está estudiando alguna carrera afín al tema. Esa situación me generó bastante curiosidad, hasta que hace dos jueves, no pude más y le pregunté por qué motivo siempre leía el mismo libro. Entonces con una inmensa cara de tristeza me dijo:

Éste es el libro que llevaba mi hija el día que una bala perdida, en medio de un tiroteo entre delincuentes y policías la mató en pleno micro centro, hace ya más de siete años«.

Vagamente recuerdo el suceso y le digo: «Bueno, discúlpeme«. El hombre, con una leve sonrisa, se levantó y me devolvió el libo. Luego me fui a sentar a mi escritorio totalmente avergonzado.

Han pasado dos jueves y el hombre aún no ha vuelto. Quizá si yo no le hubiese preguntado, él seguiría viniendo a conectarse con su hija mediante el libro.

Por eso, he decidido borrar el archivo, siento que también yo soy muy raro,  al  llevar un registro como éste.

(*) Agradezco a Isabel Garin, Directora de la Biblioteca de la Facultad de Medicina, quien me contó parte de esta crónica.

Greta y yo

(Una historia sobre perros hilvanada a través de una red social)

Nota del Autor: Me he permitido el atrevimiento de contar esta historia a partir de diálogos con una amiga de Facebook. Por eso el relato de alguna manera le pertenece. Gracias entonces a Victoria E. Martínez.

© Alejandro Abate. Julio/Agosto 2017.

Greta está dormida bajo la parra. A una de sus patas traseras  en un rato más le va a dar el sol y ella se va a correr hacia el costado. Luego, cuando la sombra de la medianera se empiece a proyectar sobre todo el patio, ella se va a estirar y va a seguir soñando. Es casi seguro que está soñando conmigo. Lo noto porque cuando gime durante el sueño, es que está hablando conmigo. De tanto que Mami le ha hablado de mí, ella sueña conmigo más de lo que nadie puede imaginarse. Yo lo miro todo desde arriba. Este es un arriba diferente de las azoteas o de los balcones, pero es así. La única suerte de estar en Tombuctú (*),  es poder ver, saber todo, adivinar y poder escribir en este papel como hacen algunos humanos.

Desde que comenzó a aparecer ese gato desde las terrazas vecinas e instalarse en nuestra casa como si fuera suya, Greta le huye un poco y se viene aquí al patio. El gato ya le tiró dos o tres veces esos arañazos que dan los gatos, desde lejos y haciendo ffffff!

Entiendo perfectamente que el  gato no es que quiera agredirla. Para nada. Sólo está tratando de hacerse un poco de espacio propio: su territorio.  Lo que realmente no puedo saber es por qué a ese gato amarillo y bonito, Mami lo ha bautizado así: “Turrino”. Cuando yo estaba con ellos, vi alguna vez en algún lado que no me puedo acordar, uno de esos carteles que las gentes tienen en sus casas, sobre todo cuando hay nenes. El afiche o cartel, es el de un dibujo de un gato, también amarillo con un letrero que dice Gaturro. Quizá de ahí fue que a Mamá se le ocurrió ese espantoso nombre.

Igual, no es del gato de lo que quería hablar, o contar, o escribir, que más o menos es todo lo mismo. Lo que quiero contar es algo que Greta y yo sabemos. Greta lo sabe porque Mamá se lo debe haber transmitido más de mil veces. Digo transmitido, porque los perros captamos todo lo que los humanos piensan, sienten y sufren. -Lo sé, porque lo sé y se acabó-. Así somos los perros, muertos o vivos. En realidad yo era una perra de raza bastante indefinida. Tenía algo de Collie, de Galgo y de Ovejero. En fin. Lo cierto es que viví muchos años con Mami y Papi.

Greta ahora tendrá tres o cuatro años. Mamá dice que es una Cocker, pero Papá dice que es una mestiza enana y fea. Tiene el pelo renegrido y unos ojos ovalados y algo enrojecidos, y cuando pasa un tiempo sin que la lleven a la peluquería, parece un peluche después de lavarlo, o un pulóver viejo y apelmazado. Igual, para mí, ella es muy bonita y alegre. Cuando era muy cachorra, hacía un montón de líos: rompió varios almohadones, pantuflas, repasadores, libros, y también quiso comerse el borde de una colcha, pero Papá la vio y no hizo falta que ni agarrase la escoba, que Greta corrió y se escondió detrás de la escalera. Es que Papi es más serio que Mamá.

Vuelvo a repetir que Greta y yo nos conocimos por intermedio de todo lo que Mamá -fundamentalmente Mamá- habla  y recuerda de mí. Es seguro que lo del accidente de ella y de mi estado de salud haya sido lo que a Mamá más le haya dolido y por eso es que piensa y habla mucho de mí y de ese largo período en la que estuvo internada y yo estaba aquí en casa, sola y muriéndome. Ya tenía más de catorce años, y mis caderas y mi aparato digestivo no daban más.

Supe del accidente, porque Papi estaba muy mal e iba y venía de la clínica donde estaba Mamá como dos o tres veces por día. Algunas veces vino sólo para darme a mí aquellas pastillas trituradas y asquerosas que mi veterinario le había recomendado y después apenas se cambiaba de ropa volvía al sanatorio otra vez. Papá no es de hablar mucho, pero en esos días, muchas veces hablaba, me hablaba a mí, me contaba y me decía: “Livia… ya va a volver Mamá y todo va a ser como era antes”. Lo cierto es que ya todo no fue como era antes. Cuando Papi se preparaba para salir hacia el sanatorio, me repetía aquello de que no fuese a cometer  la estupidez de morirme estando sola.

Lo cierto es que no era necesario que me dijese nada, pues solamente viéndole la cara, yo me daba cuenta de que algo feo estaba pasando.

Ahora Greta se ha despertado y fue a hacer pis a los canteros. Mamá debe haber salido porque Greta sabe que no tiene que hacer pis ahí. Cuando Mami no está, ella hace lo que quiere. Algunas veces, no espera a que la saquen a pasear y hasta es capaz de hacer caca en la puerta que da al patio. Parecería que lo hiciera a propósito. Después de eso, mira para arriba como buscando mi aprobación, pero yo me hago la desentendida. Así ella se siente un poco más culpable. ¡Hay que reconocer que Greta, es una artista! Le encanta hacerse la burra y si la retan, pone esos ojos para abajo, y por dentro yo se que se está matando de la risa.

Greta vino de muy chiquita, unos meses después de que yo me fuera y Mami volviese  del sanatorio y empezara a caminar otra vez con esos raros bastones.

En realidad yo tendría que contarles cómo fue aquello de que yo esperé a que  Mamá volviese de la clínica para poder irme tranquila. Fue muy difícil porque Papi, me venía diciendo: -Esperá, Livia, esperá que pronto vuelve Mamá.

En ese momento, como no estaba donde estoy ahora, algunas cosas no las entendía del todo por más que fuese perro. No las podía ver desde arriba como las veo ahora. Me sentía mal, dormía mucho y a veces ni me enteraba que venía la tía Lala para darme las pastillas. Me daba cuenta que Mami no estaba en casa, porque cuando arrastrándome un poco, iba hacia su cama, no la veía. Algunas veces Papi dormía en el sillón y yo apoyaba mi hocico en su brazo. Él me acariciaba hasta que los dos nos quedábamos dormidos pensando en Mamá.

Cuando por fin Mami volvió a casa, supe y entendí qué era lo que le había pasado y por qué había estado tanto tiempo fuera de casa. Llegó una mañana en la que yo, si bien me sentía cada vez peor, estaba despierta y la vi entrar por la puerta de calle. Antes, como siempre, percibí su olor, su cercanía; escuché el motor del auto de Papá. Entonces hice un gran esfuerzo, me levanté y fui a recibirla hasta la puerta del living. Ella lloraba y se agarraba de Papi y le decía: “Mirala qué flaquita que está, pobrecita!” Papi le decía que no, que yo estaba mejor, que la estaba esperando. Recuerdo que de la alegría que tenía empecé a mover un poco la cola, y Papá le decía a Mami: “Viste, viste que Livia anda bien”, pero tanto él como yo, sabíamos que eso eran mentiras piadosas, de esas que los humanos arman para disminuir la angustia de los seres que quieren. Aún siendo mascotas.

Cuando Greta sueña (¿o piensa?) todas estas cosas, que entre Mami y yo le fuimos contando, -Mamá hablando, y yo con esa forma especial que tenemos de comunicarnos los animales- hay algunas cosas que quizá ella no llegue a entender aún, porque el tiempo no le ha “pasado”. Siempre supe que eso que los humanos llaman “tiempo”, es lo que a uno le hace entender muchas cosas. Pero ya le llegará el tiempo a ella también. Como a mí y como a tantos otros.

Lo que Greta sí ya ha entendido de perillas es lo del accidente de Mami. Lo sabe porque cuando alguna vez pasan por esa esquina por algún motivo, Greta trata de irse lo más pronto que pueda de esa zona. Intuye o percibe que eso no tiene por qué pasar otra vez, pero igual, tironea de la correa porque se da cuenta que Mami empieza a sentir ese vacío en el estómago.

El hecho fue que un día, Mami salió algo tarde para su trabajo, y se fue casi sin desayunar ni saludarnos ni a mí ni a Papá. Cuando llegó a esa esquina, sintió un ruido de frenadas de neumáticos, unos ruidos de chapas y hierros, y después no sintió nada más hasta que se despertó en la cama de un hospital. Dos vehículos habían chocado en esa esquina, y uno de los autos salió despedido hacia la vereda y la atropelló y la arrastró como tres o cuatro metros. Después vinieron los bomberos, la policía y la ambulancia. Etcétera.

Por intermedio de lo poco que Papi hablaba, supe que hubo personas que pusieron mucha energía para que Mami se repusiera y saliera de ese lugar. Yo no entendía bien lo que él me contaba en ese entonces, pero me habló de cadenas de rezo y oraciones de gente amiga, compañeros: cosas que hacen los humanos. La fuerza de la voluntad hace muchas veces hasta lo imposible, y Mamá finalmente volvió a casa.

Para que este relato tenga algún sentido, ya sea histórico, o lógico, o sensible, lo que falta es que cuente lo que pasó después; cómo fue lo de mi “ida”; qué hicieron Mamá y Papá conmigo, pero siento que debería ahorrarme y ahórrales los detalles de mi partida.

¿Para qué serviría ponernos tristes? Lo bueno es que tanto Mamá y Papá, con Greta, y ahora con el Turrino ese, han vuelto a sonreír y a sentirse mejor. Ellos también se están poniendo más grandes, como yo antes de irme, y son tantas las cosas que pasamos juntos que no vale la pena volver a entristecernos con las nostalgias. Trato de quedarme con todo lo bueno de aquello.

También debería contarles otras historias. No presenté en este pensamiento al gato Ulises: ¿para qué sumar recuerdos?

(¿Continuara?)

(*) Tombuctú / Tombuktu.

Según ejemplifica Paul Auster en su homónima novela donde se cuenta la historia de dos personajes (un perro  y su amigo humano, un vagabundo de New York City), tras la certidumbre de que el fin está próximo para el humano, y con él, la partida hacia el último viaje: una mítica Tombuctú o directamente  Irás y No Volverás, o sea el lugar a donde van a parar los seres humanos y animales tras su muerte.

Crónica: Pasillos nocturnos

(Mayo del 2004)

Aquella tarde de sábado, por la ventana y a través del cortinado entraba el sol desde la calle Billinghurst. Antes de la hora de las visitas, los pasillos de la Clínica Bazterrica estaban bastante tranquilos. Fabián, mi hijo de sólo dieciséis años dormía, también tranquilo. El frasco de suero estaba por la mitad, y la bomba automática hacía el mismo ruido monótono de siempre.  De reojo lo  miraba dormir. No me gustaba la palidez que tenía cada vez que íbamos ahí. En las primeras aplicaciones, la totalidad del cóctel quimioterapéutico bajaba rápido y sin muchos inconvenientes, pero ya a esa altura del tratamiento, tardaba de quince a veinte horas, según el estado de las venas.

Luego de cada sesión,  cuando nos íbamos de ahí, Fabián vomitaba lo poco que había comido durante la internación ni bien recorríamos tres o cuatro cuadras. Aquella, era la decima aplicación y ya no comía nada, lo que me hacía pensar que se estaba debilitando.

Con la velocidad con que entraba la medicación, otra vez nos tocaba pasar la noche en el sanatorio. Para la cena, debía proveerme de comida, pues no servían cena a los acompañantes. Cuando a eso de las siete de la tarde vino mi ex mujer, aproveché y me fui a comer un sándwich a un barcito que había por la avenida Coronel Díaz.

Nuestro hijo prefería  que cuando había que pasar la noche en la clínica, fuese yo el que se quedara con él en vez de su madre. Ya hacía más de diez años que estábamos divorciados  y la pelea post-divorcio, ya había terminado largo tiempo atrás. Ambos hacíamos lo que nuestro hijo prefiriese.

Desde finales del verano, cuando los médicos diagnosticaron que tenía un Linfoma de Hodgkin, habíamos quedado con muy pocas ganas de traernos problemas. Ya bastante con lo que nos había tocado. Sobre todo, lo  que le había tocado a él.

En esa oportunidad, el turno disponible para la aplicación semanal de quimio nos tocó durante el fin de semana. Las aplicaciones cada vez se hacían  más largas. Las venas de mi hijo recibían bastante bien la medicación, pero había oportunidades en que decían basta. Después, con la pericia de las enfermeras terminaban cediendo. Le colocaban la vía indo venosa o bien en el brazo, o en las venas del dorso de la mano. También en las venas de las piernas, cerca de la ingle, y otras veces en el cuello. Así era la quimioterapia.

Mientras Fabián dormía, para entretenerme en algo, me ponía a mirar el goteo de la máquina de bombeo e intentaba ir contando las gotas como para hacer un cálculo del tiempo que faltaba. Al rato me daba cuenta que era imposible. Entonces me disponía a dormir. Cerraba los ojos y me enchufaba los auriculares del celular, pero nunca lograba dormirme del todo. Lo de los auriculares lo hacía para no escuchar el sonido de la bomba que emitía un bip bip que no era regular, pero se espaciaba más o menos entre los veinte o treinta segundos. Les pregunté a varias enfermeras por qué era esto, y ninguna me supo  dar una explicación del todo coherente. Algunas decían que era de acuerdo a cómo la medicación iba entrando en la vena; otras argumentaban que era por la corriente eléctrica especial que alimentaba al aparato, pero el ruido era por momentos desesperante. Durante el día, con el barullo y los ruidos que entraban y salían tanto desde la calle como desde el pasillo del área, el sonido era casi imperceptible, pero en la noche se transformaba en el tum tum de un sórdido bombo de una endiablada y demencial batería. Lo habíamos hablado con Fabián varias veces, tratando de llenar los huecos que se daban en las largas horas que pasábamos ahí adentro. A él por suerte el sonido del bip bip no le molestaba. Entonces me sorprendía la tranquilidad con la que se había tomado el tema de su cáncer.  Cuando lo iba a buscar a su casa para llevarlo hasta el sanatorio, lo veía bajar, hasta podría decir que con cara de contento. Como si fuera una armadura que utilizaba para no dejar pasar la tristeza y la incertidumbre que lo angustiaba y lo invadía. Lo sabía, porque muchas veces, en mis largas horas de espera, interfería su mirada sin que él se diese cuenta, y percibía su angustia, su miedo. Aún era muy joven como para haber aprendido a disimular el dolor ante los demás.

La mayoría de las personas, cuando escuchan la palabra “cáncer”, enseguida lo asocian al concepto de muerte; enfermedad terminal; metástasis, palabras que sobrecogen sólo de pronunciarlas.

En mis paseos nocturnos por los pasillos del  Área de Internación de Quimioterapia Infantojuvenil, era muy común ver por las puertas entreabiertas de las habitaciones,  chicos y jóvenes pálidos, ojerosos y pelados.

En esa oportunidad, un enfermero me indicó que no era conveniente que caminase por los pasillos durante la noche. Cuándo le pregunté por qué, el hombre con cara de resignación me pidió que volviese hasta mi habitación y  que por un rato no saliera. Lo hice, pero sin poder contenerme, dejé la puerta entreabierta y espié: el chirrido de las ruedas de una camilla me explicaron el  porqué enseguida. La camilla que vi en las penumbras del pasillo era pequeña y sobre ella,  empujada por un camillero, observé un bulto tapado por una sábana blanca. Cerré la puerta, y mientras mi hijo seguía durmiendo, fui hasta el baño y en la oscuridad lloré.

Después salí, me senté frente a la cama apoyando los pies sobre el acolchado,  y me dormí en forma profunda.

Cuando me desperté, por la ventana divisé el gris del amanecer. Al rato comenzó el tintinear de los carritos del desayuno. A pesar de ser domingo, parecía que el trajín del sanatorio no difería mucho al de cualquier día de la semana. Miré hacia la cama de mi hijo que aún estaba dormido: con la boca abierta emitía un ronquido extraño que quebraba el silencio de la habitación. Me levanté y miré la calle por la ventana. Apenas vi una persona paseando un perro. Me di vuelta y Fabián me estaba mirando con una sonrisa. ¿Cómo dormiste?, le pregunté. Bien, bastante bien, dijo y se empezó a incorporar en la cama. Poco después lo acompañé al baño arrastrando el aparato de la bomba y el barral del suero. Sin querer miré desde atrás su nuca, y noté la caída del pelo. Aunque ya nos lo habían advertido, la sensación de verlo me produjo una especie de comezón que iba desde la cintura hacia el centro de mi cabeza.

Luego, en medio de la mañana, vino una enfermera y saludándonos nos dijo que ya faltaba poco para que nos pudiésemos ir. Apagó la bomba y comenzó a sacarle la vía a Fabián. Él me sonrió otra vez:

-Ya falta poco, papá, en un rato nos vamos-  dijo, como si el enfermo fuese yo.

©Alejandro Abate – Marzo 2017.

A mi hijo Fabián, que hoy tiene treinta años, y hace mucho que los oncólogos le han declarado la remisión absoluta. Me gustaría también, ahora a la distancia, agradecer particularmente a mis compañeros de trabajo de aquel entonces, tanto en la Gerencia de Ambiente y Desarrollo Sustentable de Petrobrás S. A., como a mis compañeras de la Mesa de Entrada del Banco de la Provincia de Buenos Aires, que entre todos, me apoyaron emocionalmente durante los seis meses que duró aquella desgraciada situación.

Imaginación

Imaginación

© Alejandro Abate Septiembre 2016

Vuelve a imaginarla otra vez. La ve entrar en su casa después de tocar el timbre. Recuerda el saludo inicial con un beso en la mejilla. Con algo de timidez y confianza a la vez. La ve otra vez sentándose en el sillón que ahora está vacío frente a él. Invitarla con un café era lo más atinado en una situación así. Sacar un cigarrillo y convidarla con otro, también. Ella con un breve gesto de su mano indicó que prefería no fumar.

sillonLuego él va a la cocina a preparar el café. El aroma inunda todo el ambiente y ella desde el living se lo hacía notar.

-¡Qué rico olor a café! –recuerda ahora sus palabras. Después viene lo del beso en la boca, el rechazo apenas de ella con sus brazos sobre los hombros de él al besarla. Al rato del café, ella aparece sentada en el sillón y él arrodillado a su lado. Prestan atención a la música que suena en el aparato de audio. La misma canción que ahora él está escuchando. Mira por la ventana el gris del día frente al mismo sillón vacío y comienza a desabrocharse el pantalón.

Cuándo él la besa otra vez, ella ya no opone ninguna resistencia y al mirarlo a los ojos con su mirada brillante y encendida, lo invita a seguir.

Ahora, la vuelve a inventar ayudándola a desabrocharse los botones de la blusa, uno a uno. Descubrir que no lleva sostén lo sensibiliza desde la imaginación y el recuerdo. Aquellos pechos desnudos y pequeños lo desconciertan. Otra vez la ve, sacándose el resto de la ropa en forma natural. La sigue con la vista desde su memoria, mientras ella vuelve a sentarse casi desnuda. Nota entonces que el color de su breve tanga contrasta en su imaginación con la tela del sillón, y el compás de su mano lo hace sacudir en forma imperceptible. Hace un esfuerzo y la vuelve a sentir cerca: su aliento espeso, su respiración agitada y el gemido al unísono suenan otra vez en su mente.

A continuación, la laxitud que sigue  al orgasmo le duele en las ingles.

Puma sonriendo, en el recuerdo

Puma sonriendo, en el recuerdo.

© Alejandro Abate.2016

Después de más de cincuenta y cinco años, vuelvo a tener siete y aquello es la infancia. Vamos con mis padres y mis hermanos a la casa de San Miguel. Es invierno y por las ventanillas del Ford entran los rayos del sol que me calientan las mejillas. La casa de San Miguel, no pretende  para nada ser una quinta –esto lo veo ahora, en el recuerdo– y en mis siete años, es sólo la casa de fin de semana que mi padre ha comprado hace poco tiempo y los sábados y domingos los pasamos allá.

Cuando llegamos, Mamá cocina algo rico, y luego de almorzar, mi padre corta el pasto o arregla algún alambrado y poda los ligustrinos crecidos de una semana a la otra.  Nosotros, los chicos, sacamos  las bicicletas –que  en el recuerdo están todas destartaladas– y paseamos en la tarde por las calles de tierra, inundadas de azahar: todo es luz y descubrimiento. Más tarde, viene  el anochecer con los mosquitos o las luciérnagas, y la oscuridad avanza junto con el grito de nuestra madre:

– ¡Vamos chicos, adentro! –y llega el baño reparado, con la estufa a kerosén y su olor nauseabundo. Rodillas y caras quedan por fin limpias Se hace la hora de la cena, y a continuación de lavar los platos, empiezan los juegos de mesa: la lotería, el ludo y la escoba de quince, en invierno, con un hogar encendido, que papá ha improvisado con unos ladrillos mal apilados y un tubo de zinc, empecinado en llamarla “chimenea”. Hasta que llega la noche con sus ruidos y silencios y el sueño reparador del cansancio en las piernas y los brazos.

El domingo por la mañana, tiene un color especial en el recuerdo. La claridad que se cuelan por las hendijas de las persianas hace que nos despertemos más temprano. Desayunamos mate cocido, sin colar y con los palitos de yerba flotando por la leche. Está todo el sol afuera, esperándonos. No obstante, hay que ir a misa, para cumplir con el requisito que en la semana, en la escuela de curas y monjas, exigirán.  Ninguno de nuestros padres va a acompañarnos. La capilla queda a sólo dos cuadras, hacia el lado de la ruta. Ahí vamos, los tres. Yo, el más chico en el medio de mis dos hermanos mayores caminando por la calle de tierra hacia la aburrida misa.

De pronto, en la zanja a la que aún no le llegan los rayos del sol, vemos algo moviéndose:

– ¡Cuidado! –dice mi hermano mayor –es un perro. Vemos entonces que el animalito está atado de patas y manos con unos hilos. Apenas si se puede mover, pero al acercarnos hacia él, en signo de amistad, baja sus orejas y mueve su cola. Para mí –en mi inocencia infantil– cuando un perro mueve la cola y baja las orejas, es como si sonriera.

– ¡Pobrecito! –decimos los tres al unísono. Como se hace tarde y el certificado de misa, sólo lo dan si uno llega a horario, seguimos caminando muy a nuestro pesar, dejando al perro donde está. Pensando que quizá cuando termine la misa aún siga ahí.

Padre nuestro que estás en los cielos, tralalá, tralalá y tralalá y amén,  hasta que por fin la misa termina y vamos a hacer la cola para los certificados empujándonos entre nosotros y también empujando a los demás, para llegar primeros y poder salir antes. Por fin salimos de la capilla corriendo y para nuestra inmensa alegría, el perro sigue ahí, y vuelve a sonreírme, sólo a mí que lo veo así, y vuelve a mover su cola. Ninguno de los tres nos atrevemos a sacarle los hilos.  Entiendo -ahora en el recuerdo- que los consejos de mamá han dejado huella en nuestras mentes: “No te acerques a los perros si no los conoces, no hables con la gente en la calle, no aceptes nunca un caramelo”.  Así que no habiendo otro remedio volvemos a la casa para contarle a nuestro padre, a ver si quiere ir en ayuda del perro atado de pies y manos.

PumaJadeando, después de haber corrido las dos cuadras llegamos a la casa y mamá nos pregunta con los ojos que por qué tanto alboroto. Le contamos a los gritos los tres juntos, y llegamos hasta donde está papá subido en una escalera y le pedimos que vaya a ver:

– ¡Hay un perro atado de pies y manos en una zanja cerca de la iglesia! –dice mi hermana –no podrías ir a ver de  desatarlo, papá –. Los tres quedamos esperando la respuesta.

Mis padres se miran entre ellos, nos miran a nosotros, y con un dejo de sonrisa y de bondad, papá baja de la escalera preguntando cuán grueso es el hilo que atormenta al perro. Le contamos, y él escoge las tijeras de podar los limoneros y ya estamos los tres hijos corriendo y mi padre detrás.

Cuando nos acercamos al perro, este mueve aún más su cola, y por supuesto baja sus orejas y sonríe, o hace esa especie de mueca con sus orejas caídas y sus ojos dulces, que yo veo como sonrisa y que hoy rememoro a través de los años. Con un corte suave y preciso de tijeras, enseguida el perro queda liberado, y al contrario de lo que creíamos, corretea alrededor de papá, saltándole y lamiéndole las manos en vez de salir corriendo.  Él le habla palabras cariñosas y nos mira, y sonreímos, los cuatro, y por supuesto el perro también. Volvemos entonces hacia la casa y el perro nos sigue detrás, agradecido. Al llegar al portón de rejas, cuando papá abre la hoja de la reja, el perro se adelanta y se mete también. Papá otra vez con su sonrisa bondadosa lo mira, nos mira a nosotros y dice que sí, que entre, que seguro tiene algo de hambre. Dentro de la casa llama a mamá para que saque los restos de comida de la noche anterior.

Nosotros tres vemos fascinados cómo entre los dos le sirven, en una lata de dulce de batatas abierta, los restos de comida y el perro las come moviendo su cola, su cola marrón de cortos pelos amarillentos y el instante se me queda grabado ahora también en el recuerdo.

Después de comerse todo, el perro corre y corre por el fondo de la casa, dando vueltas, dando saltos de contento, con nosotros detrás. Así va pasando la tarde y hay que empezar a guardar todo: bicicletas, máquina de cortar pasto, juguetes, reposeras, pelota de goma, las herramientas de mi padre. Perro mira tranquilo, descansando debajo del limonero. Mi madre también va guardando bolsos y bolsas en el baúl del Ford sin decir nada. Hasta que llega el momento de cerrar la casa, apuntar el Ford hacia el portón de salida, maniobra que papá hace también en silencio. El perro mira y mueve su cola. Entonces mi padre, con su sonrisa de bondad lo llama:

– ¡Subí, dale, antes que me arrepienta! –dice haciéndole gestos, golpeando una de sus manos sobre el muslo derecho. Hasta que por fin el perro se decide a subir al auto y se instala en el asiento trasero, junto a nosotros.

Así partimos, felices con nuestra nueva mascota. Volvemos a nuestra otra casa de la ciudad, donde empezará otra semana más. En el camino, mamá dice que se nota que es aún cachorro. Conjetura que debe tener menos de un año. Papá maneja y asiente. El perro tiene un collar de cuero con una argolla que está brillante. Mi padre piensa que lo han dejado atado esa misma mañana, alguien que no quería tenerlo ya en su casa. Algún alma desaprensiva con los animales, y yo entiendo lo de desaprensivo, entonces lo abrazo y el perro me lame la cara sonriendo, con su lengua húmeda y caliente.

Surge entonces la idea de  que hay que ponerle un nombre: no podemos llamarle así nomás: “perro” como a un perro cualquiera. Barajamos nombres: Colita, Sultán, Capitán, Batuque. Los nombres van y vienen desde el asiento de atrás al de adelante, hasta que yo digo: ‘Puma’. Mamá dice que sí, que su pelo es corto y del color de un puma.

– ¡Pero es un perro! –objeta mi hermano mayor, y agrega que Puma puede ser nombre de gato, por lo felino, pero no de perro. Pero a papá también le gusta:

– El color del pelaje del perro es idéntico al de un puma –dice papá cerrando el tema. El perro mueve la cola, como si entendiese y no habiendo ninguna otra objeción,  el perro pasa a ser Puma, en forma definitiva.

En  la casa de la ciudad, Puma es alojado en el lavadero, el patio y la terraza. O sea que dentro de la casa tiene su paso censurado. Anda por el patio, hace pis y caca en los canteros, sube y baja a la terraza veinte o treinta veces por día. Mi madre cuenta que mientras nosotros estamos en la escuela, Puma se para en dos patas sobre la puerta de la cocina y ladra, ladra y rasguña. Quiere entrar. Ellos consideran que no es conveniente que entre a la casa, que es mejor que se quede afuera. El lavadero es cubierto y le han puesto unas bolsas de arpillera y ahí puede estar calentito si siente frío. Puma ladra y ladra. También en medio de la noche. Durante los primeros días, papá se levanta en pijamas y sale al patio y reta a Puma. Puma se calla un rato y luego sigue ladrando.

Por las mañanas en el desayuno, dejamos entrar a Puma a la cocina y le tiramos restos de tostadas con manteca, y Puma los levanta del piso y los traga en un solo intento. Papá y mamá ríen y reanudan la confianza en que Puma aprenderá poco a poco y dejará de ladrar tanto.

Pasan los días y Puma no aprende. Es un poco testarudo: ladra y por las noches aúlla en la terraza. El broche de oro surge cuando en un descuido de mamá, mientras lava la ropa en la terraza, Puma se mete dentro de la casa y no tiene mejor idea que acostarse sobre un traje de papá recién vuelto de la tintorería, que espera su turno de ser colgado en el ropero. Cuando mi madre lo descubre, toma la escoba y lo saca a los gritos afuera.  Puma sigue sin aprender.

A la mañana siguiente, como mamá ha dejado las sábanas colgadas en la terraza, cuando fue  a buscarlas para ver si ya estaban secas, no las encuentra, sino que ve unos jirones de trapos desparramados por toda la terraza y a Puma jugando, aún con un trozo de tela entre sus colmillos.

Por la tarde, cuando papá vuelve del trabajo, mi madre le cuenta las novedades, y mi padre, muy a su pesar toma la decisión:

–El fin de semana próximo, Puma se quedará en la casa de San Miguel –sentencia. Hay llantos, pedidos, súplicas, pero así como papá es bondadoso, también es certero, categórico y estricto.

Llega el fin de semana y vuelta a salir con el sol en las ventanillas del Ford hacia la casa de San Miguel, en una aparente alegría familiar. Puma se pasa de los asientos traseros a los delanteros, lamiéndonos las caras. Sonriendo para mi, sólo para mí y  sin saber nada de lo que pasará con él.

Pasa el sábado, y no se vuelve a hablar del tema de Puma.  Llega el domingo y por la tarde, cuando ya estamos guardando todo, mis padres llenan varias latas de agua, dejan varios huesos del  asado del medio día en otra lata. Después de cerrar la casa, una vez que todos estamos dentro del auto, papá arrancan, y nosotros, los tres llorando, vemos por la luneta trasera del Ford, cómo Puma se queda observándonos tras las rejas del portón. Vemos también que sale por debajo de las ligustrinas, y empieza a correr detrás del Ford, pero a las dos cuadras, mi padre acelera y Puma queda perdido entre la nube de polvo que el auto levanta.

La semana pasa en forma lenta. Mis hermanos y yo, por la noche,  hablamos entre nosotros sobre Puma, sobre si se habrá quedado en la casa, o si muerto de hambre, al terminarse sus provisiones, salió a vagar por ahí, en busca de algo para comer.  Nuestros padres callan y casi no responden a nuestras preguntas sobre Puma. Evaden el tema. En algún momento, papá habla de la fidelidad de los perros, y deja el tema sin terminar, como dudando de lo que ha dicho.

El sábado por la mañana, el día amanece algo nublado. Mi madre conjetura sobre si ir o no a San Miguel. Igual hay algo en nuestros ojos que le dice que vayamos igual, con o sin sol. Papá también lo prefiere así. Casi no se ha hablado de Puma en el transcurso de la semana, pero todos y cada uno de nosotros, tenemos el pensamiento puesto en San Miguel, en Puma, allá sólo y con hambre.

Es extraño, pero no recuerdo para nada el trayecto del viaje hacia San Miguel. Sin embargo, tengo muy presente en mi memoria el momento en que mi padre toma las dos cuadras de tierra desde la ruta hacia la casa y cuando dirige la trompa del Ford  hacia el portón, vemos que desde el fondo viene Puma corriendo hacia nosotros, saltando y dando vueltas al auto mientras papá maniobra para estacionar.

Puma está flaco y algo lastimado, su pelo marrón quizá no brille tanto, pero su sonrisa es la misma de siempre, y lo siguió siendo durante nueve años más. Después de tantos años, juro que podría recordar esa especie de sonrisa y sus ojos marrones y acaramelados, aunque estuviese en medio de una jauría: Puma sonriendo, en el recuerdo.

Una voz interior, apagándose

©   Alejandro Abate (1985-2015)

Un día tomé la decisión de no ir más. No fue premeditado, estaba cansado y eso me pareció suficiente.

Hombre en la ventanaFue en invierno. Una mañana después de escuchar el despertador, pensé que sería bueno quedarme un rato más en la cama. Pensé en los colectivos; en las colas a la intemperie; en el subterráneo; en las estúpidas conversaciones por los teléfonos móviles que me veía obligado a escuchar. Cavilé en los confusos itinerarios matinales y en esa fría desorientación que me hacía detener en una esquina cualquiera y preguntarme qué estaba haciendo.

Recordé una vez más que en el lugar a donde yo iba, los depósitos de los baños estaban tapados, apenas si corría un poco de agua y las manchas y grafitis en los excusados me parecían atroces. Era un horror irreproducible.

Me convencí: apagué el velador y tapándome hasta las orejas, seguí durmiendo sin ningún remordimiento.

Muchas veces había premeditado no ir por un día o dos. Me limitaba a llamar por teléfono y decir que no me sentía bien y que prefería quedarme en casa para reponerme.

Pasaba el primer día eufórico y realizaba grandes adelantos en mis inventos. En aquel tiempo mis actividades creativas se ceñían a desarmar cajones de manzanas que apilaba en el balcón. A hacer eso, lo llamaba mis inventos.

Al segundo día de ausencia, mi euforia disminuía y empezaban las inquietudes, pensando que era injusto, ¡oh ingenuo! que otro, tuviese que cargar con lo que yo no estaba haciendo aparte de lo que ya a él le tocaba. Al interpretarlo de ese modo, dejaba los cajones, el martillo y casi sin afeitarme corría hacia allá y decía que ya me sentía mejor y que por eso había vuelto.

En esta oportunidad fue distinto.

Ellos me habían cansado. Durante mucho tiempo traté de integrarme, y callado como siempre fui, no daba opiniones ni pareceres. Mi aspecto  era muy raro, (lo sé). A mis espaldas me tomaban el pelo. Cuando se atrevían a hacerlo de frente, yo respondía con una sonrisa indiferente. Esto,  les molestaba aún más. Entiendo que me toleraban y hasta podría decir que también me querían. Además, siempre les fui bastante útil y nunca les causé grandes problemas. Para ser justo: era buena gente, demasiado idiotas, por cierto, pero tenían la inmensa suerte de no saberlo.  Por eso eran felices, porque su ambiente era el de la felicidad,  insulsa,  pero felicidad al fin. Si no fui más, no fue por ellos: había muchas cosas en mí que me llevaron a tomar esa decisión.

Hablo de ellos en pasado, debería  hacerlo en presente, porque es probable que en este momento deben estar allá: pisoteándose, como acostumbraban hacer.

Cuando me desperté casi al mediodía, era un día de sol. Traté de aprovecharlo. Salí a caminar, algo que había dejado de hacer. Salí sin temor a ser visto: la ciudad es grande, pero siempre hay alguien que nos ve. Esta vez fue diferente. Salí y me mostré tal cual era y no como querían que fuese. En aquel lugar yo había tomado el hábito de disimular. Era el Gran Simulador. Me amoldaba a los demás, siempre. Nunca a mí mismo. Y aunque no me salía muy bien, lo mío era una actuación.

El día fue pasando y a medida que el sol desaparecía, mis pasos me llevaron por barrios que ya había olvidado. Crucé por parques y plazas; anduve por avenidas anchas y arboladas, lugares que casi no recordaba. Aquella vez la ciudad era para mí desconocida. Algo en mi interior fue cambiando.

Mi madre y mi hermana venían a verme preocupadas. Consideraban que mi actitud no era más que una rebeldía pasajera, que pronto se me pasaría y que al volver allá todo tornaría a la normalidad. Les explicaba que no. Que nunca volvería, que mis días ahora eran distintos: plenos. Discutíamos. Sin entenderlo, tanto una como la otra lloraban y se iban dejándome dinero. El mío ya se había acabado.

Los de allá, no sé cómo dieron con una de ellas y por su intermedio trataron de persuadirme con argumentos que yo no pude ni me interesó entender. Nada lograron. Mi decisión era irrevocable. Hasta uno de ellos se acercó hasta aquí y sostuvo un largo monólogo hablándome de mi estado (había dejado de afeitarme y esas cosas). Argumentó algo en relación a La Sociedad de la que todos formábamos parte y de Las Misiones y Los Lugares que cada uno debía cumplir y ocupar en la vida. Qué misiones, qué lugares, preguntaba yo sin poder entender a qué cosas él denominaba de esa forma. Lo insulté y lo eche de mi casa. Se retiró dando un portazo, vociferando por los pasillos que me arrepentiría.

A los pocos días llegó el primer telegrama que hablaba de no sé qué justificaciones y qué cosas sin aviso. El segundo no lo abrí, ni el tercero, si es que lo hubo.

Desde aquella entrevista noté que algo se iba rompiendo dentro de mí. Era algo que no tenía nada que ver con el arrepentimiento y la duda, pero que igual me apretaba en el pecho. Las horas cada vez se hicieron más largas y quizás a causa de mi debilidad dejé las largas caminatas y las fui cambiando por las prolongadas siestas. Duermo mucho. Tanto, que hasta he perdido la noción del tiempo.

Fui dejando los inventos y poco a poco cualquier otra actividad que no fuese la necesaria. Voy perdiendo el empuje inicial, y siento que la mañana en que decidí no ir más, es algo lejano.

A veces oigo que desde afuera golpean y que tiran papeles por debajo de la puerta. Ahí están, amontonándose. No me interesan, son parte de otro mundo. En otras oportunidades los siento dar fuertes gritos. Creo que me insultan y amenazan, al rato me acostumbro y no los escucho más.

Oigo por momentos un murmullo, casi inaudible: es mi voz que me dice algo que quizás no pueda o no quiera entender. Es como una voz interior, apagándose.

Paso largas horas frente a esta ventana. Miro el mundo sin verlo: ya no me pertenece. Pienso que éste fue mi destino. Quise hacer algo para recobrar mí mundo, pero el mundo es uno e indivisible: se está o no se está. No pude hacerlo. Tal vez no tuve la fuerza suficiente. Sólo me falta esperar mirando hacia afuera. Por la luz y la oscuridad que se repiten en forma empecinada, veo que van pasando las horas. Sé que algún día derribarán la puerta y me encontrarán aquí, sentado y esperando.

A lo mejor, alguno de los que entre aquí, pegará un grito y se tapará la cara con las manos para no ver. Después, cuando todo pase y hayan removido y limpiado este lugar, harán fuerza para olvidar.


(Este relato formó parte del concurso literario del Centro Cultural Julio Cortázar, y obtuvo una mención. Noviembre de 2015.

N. del A.

Papel

PAPEL

©  Alejandro Abate. 2015.

Cuando se da cuenta, ya es tarde. En el living, la reunión continúa. La puerta tiene un cerrojo. La entreabre y observa. Encerrado ahí, nadie sabe qué le está pasando. No se puede contener y, a pesar de la vergüenza que le da, llama y busca al dueño de casa.

Junto al lavatorio cuelga una toallita blanca. Recuerda que en el bolsillo del saco guarda pañuelos descartables. Podría abrir más la puerta y fijarse si el anfitrión está allí. Es lo único que se le ocurre.

Inclinándose, asoma la cabeza y lo ve. Le chista una, dos veces, y el dueño de casa, molesto o asombrado, le pregunta:

-¿Algún problema, González?– Con una leve sonrisa, él exhibe el rollo de cartón y horrorizado lo escucha exclamar:

-¡¿Che, Marisa, dónde está el papel higiénico, que el que hay en el toilette se acabó?!

(Este mini-texto, formó parte del Festejo de Talleres Literarios del Profesor Amelio García Martínez, en el marco del «Festival del Minuto». Agradezco la colaboración de mi amigo Raúl García Luna, escritor, que me diera una mano en la redacción de este mini-relato.)

Rollo

El caído

El caído 

© Alejandro Abate. Septiembre 2015.

Angel caídoLo vi en la tarde sombría, como si se desprendiese del cielo. Yo iba distraído, sorteando a los pocos transeúntes, el frío de la última hora, rondaba ya las veredas, con sus hojas caídas y su crepitar. Él estaba entre los ruidos, herido, quizá malherido.  Inmóvil y en silencio.

No supe bien por qué, me recordó a aquel caballo muerto de Tuñón; al ángel caído de Oliverio y también a aquel perro de Spinetta, que tiraba y tiraba ladrándole al sol y meando en  su cadena.

Pero éste ya no ladraba, ni gritaba ni nada. Yacía solo, hincado ante la tarde, ante lo inevitable, con las venas adheridas al espanto, al asfalto, con sus crenchas caídas. Lo supuse, lo imaginé casi sin querer verlo, negándolo: ese pobre vencido, fue un obrero, un poeta,  un hermano del pájaro, un hermano del perro, otra vez el hermano caballo, que anduvo bajo el sol, que anduvo bajo el agua, que anduvo entre los vientos tirando de los carros con los ojos cubiertos.

Escuché que alguien, se conmiseraba y decía: “Llamen una ambulancia”. Oí que otro, mucho menos piadoso vociferó: “No, mejor llamen a la policía”.

La gente empezó a retirarse, poco a poco. Quedaron contemplándolo algunos curiosos.

Antes de irse, alguien volvió a repetir lo de la ambulancia, y otra vez el eco del otro, el de la policía.

Hubo una tercera voz que susurró algo: “Déjenlo, es sólo un ángel. No le ven los ojos de santo, y su piel casi azul, de tan blanca”.

Igual nadie escuchó mi voz ni reparó en mí. No podían y ni era necesario verme.

Ninguno de los que quedaron se acercó, y yo, yo que no creo en nada ni en nadie, me agaché ante él. Me acerqué y acomodándome a su lado, se me fue la mano sola hacia sus cabellos, duros, ruinosos. No fue una caricia, sólo un tanteo, una aproximación para poder confirmar que  también estaba muerto.

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Este relató se construyó en base a versos de los poetas: Oliverio Girondo (Aparición urbana); Raúl González Tuñon (El caballo muerto); Luis Alberto Spinetta (Hermano perro)  y Raúl García Luna (Marina).

Agradezco la colaboración del periodista y escritor (e incipiente amigo) Andrew Graham-Yooll, que me indicó algunas correcciones para este texto.

N. del A.

Isabelita, La Pandemia

Isabelita, La Pandemia.

© Alejandro Abate. Julio 2015

Dónde estará La Pandemia ahora. Quién de nosotros fue el último que la vio.

La Pandemia

Isabelita no era una mujer fea, pero para ser justos tampoco era linda. Algo había de desproporción en su imagen. A primera vista, uno pensaba que era demasiado cabezona, o que la sensación que se tenía al ver el tamaño de la cabeza con respecto al resto del cuerpo, se debía a que sus hombros eran estrechos, y por eso su cabeza parecía más grande.

Los que alguna vez la vimos desnuda, y no fuimos pocos los que tuvimos la oportunidad, sabíamos que fea, lo que se dice fea tampoco era.

Poseía una cabellera lacia, con una ondulación en sus mechas y una pequeña comba hacia afuera. Esto hacía que sus hombros, al estar cubiertos por el pelo, quedaban algo ocultos y así no se notaba su estrechez.

Por ser una mujer joven, su delantera tenía la tendencia al zangoloteo. Sus tetas eran abiertas y erguidas, y su firmeza dependía del tipo de sostén que utilizara, siempre  que los usara.

Cuando caminaba desnuda, sus pechos se movían hacia afuera también. Tenía una belleza centrífuga. Emanaba cierta sensualidad.

Sus piernas, de muslos bien torneados y robustos, no daban sensación de gordura. La hacían sólida y bien parada sobre sí misma. Tenía un aire seguro al caminar. Y lo hacía con elegancia, moviendo en forma acompasada sus nalgas voluminosas.

La piel era de matiz oscuro, cetrino, suave y pareja. Sobre todo, la ausencia de bello axilar y púbico, era como un valor agregado. Sin imperfecciones: toda  tersura.

El rostro moreno y de pómulos aindiados, se iluminaba con unos ojos gris-verdosos vivaces,  y una boca sensual y carnosa. Tenía un tic: se humedecía los labios con la lengua en forma constante y se detenía en ambas comisuras.

Nosotros la identificábamos con el apodo de “La Pandemia”. Quizá, no era exacto este sustantivo como mote para saber de quién estábamos hablando. Si le habíamos dado ese sobrenombre, era en relación al contagio que se daba al apreciar su extraña belleza. Nos contagiábamos el gusto por mirarla, por saber algo más de ella. Su amor, era eso, contagioso y pandémico, se esparcía como una endemia.

Isabelita, desconocía por completo el nombre que le dábamos para referirnos a ella. Vivíamos en un pueblo fronterizo, y siempre estaban circulando nuevos vecinos, en tanto que otros, así como llegaban también desaparecían.

Cuando algún cartero o mensajero preguntaba por Isabel Rodríguez, salvo sus amistades más cercanas, nadie la reconocía por ese nombre. Ella era “Isabelita” o directamente “La Pandemia”. Los que éramos más grandes, y habíamos conocido a Isabelita algunos años atrás, sabíamos bien de esa suerte de “infección” que nos invadía. El hijo del almacenero, fue el primero que la conoció bien. Quiero decir, fue el primero que la vio desnuda y que tuvo “algo” con ella. Hasta que se corrió la voz de cómo era La Pandemia, pasaron unos meses. Después, todos fuimos conociéndola mejor.

En honor a la verdad ella no era una chica rápida que cambiara de amor muy seguido. No, para nada. También se enamoraba. Era directa y no daba muchas vueltas con las cosas. Si uno le caía bien, ella actuaba. Aceleraba los trámites. No hacía falta que le hicieran mucha corte. Se las ingeniaba para que el asunto terminase rápido y en la cama. No es que fuese promiscua, nada de eso: era práctica, nada más.

No había ni uno de nosotros que en su momento, cuando nos había tocado el turno, no nos hubiésemos enamorado de ella. Pues ese conjunto de contradicciones respecto de su cuerpo y su extraña belleza, se hacían notar enseguida. Desde su especial perfume, Isabelita usaba una fragancia desconocida, hasta sus vestimentas sencillas y ligeras, atraían de por sí. Llamaban la atención. Parecía que nunca tenía frío. Pues no era mucha la ropa que se ponía encima, y por consiguiente, también era rápida para quedar desnuda por completo. Eso sí: con mucha discreción, clase y estilo.

No teníamos muy preciso dónde era el sitio en que vivía. Aparecía por la pensión bien temprano, como si trabajase ahí de doméstica o algo así, y al final del día, desaparecía sin que nos diésemos cuenta. Cuando pasaba la noche con alguno de nosotros, se levantaba antes de que nos despertáramos y se esfumaba.

Así fue que un día se evaporó. Al principio, creímos que era en forma pasajera, que estaba ocupada con alguno de nosotros, y que ese amor incondicional, estuviese durando un poco más de lo habitual, como había ocurrido ya en algunas oportunidades. Pasaron los días y las semanas y ahí, poco a poco, entendimos que ya no volveríamos a verla más.

Ahora, muchas tardes, en rueda de amigos y confidentes, contamos las historias que tuvimos con ella. Nos lamentamos, y apenas mirándonos, casi sin hablar, nos preguntamos: Dónde estará La Pandemia.

 

 

Reflejos

Reflejos

© Alejandro Abate. Junio 2015

   Cuando la enfermera de la noche venía a cambiarle el suero, al retirarse dejaba la puerta entreabierta. Desde esa posición podía ver gran parte del office y ambos pasillos, a través del espejo que había en el ángulo entre el corredor de acceso a las habitaciones laterales y la entrada a la enfermería.

Al amanecer, las fosas nasales le ardían antes que el personal de limpieza comenzara a fregar los pisos de los pasillos. Al llegarle el turno a su habitación, él preguntaba si podían sacarlo al corredor en una silla de ruedas, pues no soportaba ese olor. De esa forma fue que pudo visualizar un  poco más ese exterior que cuando lo veía por el espejo.

Luego, a eso de las siete y media de la mañana, sentía ese rumor de cubiertos y de platos en bandejas, voces y parloteos donde se preparaban los desayunos. El aroma a cocina de hospital era inconfundible. Él corroboraba todo mirando su viejo reloj inoxidable con malla de cuero negra. Por suerte, le habían permitido conservarlo puesto.

Durante el día, las enfermeras y visitas, siempre cuidaban de dejar la puerta de la habitación bien cerrada y no le quedaba más remedio que mirar por la ventana una porción de cielo y paredones en distinto estado de deterioro, o darle vistazos a la televisión: sólo luces y colores que cambiaban en la pantalla y de fondo un extraño murmullo.

Por las tardes y día por medio, venía una de sus hijas y le traía masitas o facturas que él no podía comer. Las visita no duraban mucho más de media hora y apenas hablaban de cómo se sentía y qué iba a hacer cuando saliese del sanatorio. Luego, las mucamas de la tarde se  llevaban las medialunas junto a los restos de su escasa merienda. Todo pasaba muy rápido y él se sentía siempre como en una nebulosa.

Lo habían operado hacía ya más de cinco días, pero él se notaba ausente. Como dormía de a ratos, por las noches el sueño desaparecía. El doctor que hacía la ronda a eso de las ocho y media, le dijo que si no dormía bien podía agregarle alguna medicación.

–No, doctor, ya tomo bastantes –dijo sentándose en la cama – ¿no le parece?

El médico dijo que cualquier problema le avisara, y con una amplia sonrisa le dio una palmada en el hombro y le comentó que todo estaba bien.

En el silencio de las madrugadas, se entretenía mirando por la puerta entreabierta lo que se reflejaba en el espejo. De la primera noche después de la operación, como estaba aún bajo los efectos de la anestesia, recordaba haber visto a un hombre sobre una camilla que se movía sola. No tenía muy clara la visión y le pareció que el hombre empujaba la camilla con sus propias manos, deslizándolas por las paredes.

Algunas veces, en medio de ese silencio, hasta escuchó quejidos que venían de la habitación cercana  a la que ocupaba.

Al sexto día, el cirujano le dijo que estaba todo bien y que en pocos días le darían de alta:

–Hoy vamos a empezar a caminar, amigo –dijo el médico –y si se siente bien –agregó –en unos días más se vuelve para su casa.

Él agradeció con una sonrisa condescendiente y dijo que igual aún se sentía un poco débil.

–Bueno, fue una operación importante –aclaró el doctor –con las caminatas y los ejercicios, en dos días ya va a andar mejor. Luego le dio la mano e indicándole algo a la enfermera que lo acompañaba se fue y cerró la puerta tras de sí.

Ese día, empezaron los ejercicios y las pequeñas caminatas, primero por la habitación, y cuando vino su hija, la enfermera le enseñó a acompañarlo. Dieron una vuelta que a él le pareció excesiva. Ahí tuvo la magnitud real de lo que eran los dos pasillos: contó doce habitaciones, tres por cada lado de los dos corredores. También vio mejor el hall de entrada y el office de las enfermeras.

Esa noche quedó exhausto y cuando apagaron las luces principales, se durmió en forma profunda.

Un chirrido que venía desde afuera de su habitación, lo despertó sobresaltado. Sentado en la cama tomó sus anteojos, se los colocó y observó el reflejo en el espejo: una camilla rodaba sola por el corredor. No vio que nadie la empujase. Había un cuerpo todo cubierto por una colcha blanca. Avanzaba despacio por las penumbras. Un brazo inerte colgaba fuera de las mantas casi tocando el piso.

Tenía aún puesto el reloj de malla negra.

Camilla

Crecer

CRECER

Niño mirando por la ventana

A mí me habían dicho que a mi papá dios se lo había llevado para el cielo porque como le dolía mucho la cabeza, dios en el cielo lo podía curar. Mamá me lo había dicho. Me acuerdo que me sentó a upa y me dijo que como yo ya tenía seis años me tenía que portar muy bien porque papá desde el cielo siempre nos estaba mirando.

Hay veces que yo lo veo, pero no está en el cielo: abro alguna puerta y es como si estuviera escondido. Yo no sé bien quién es el señor dios pero la cosa es que miro para el cielo y yo a mi papá no lo veo por ningún lado. Ni colgado de una nube ni en los días que no hay ninguna y el cielo está todo celeste. También mamá me dijo que tengo que portarme bien y ayudarla con la nena y con Mauro porque son más chiquitos y yo soy el más grande.

Al abuelo Pancho, cuando vamos a jugar a la pelota a la terraza, ya no le pregunto más por mi papá porque parece que se pone enojado. Se le pone la frente arrugada y me dice enseguida que ya está haciendo frío y que bajemos para adentro. Pero sobre lo de mi papá y el cielo, no me contesta nada. Se hace el burro, como dice la abuela Teresa.

A veces, cuando con el tío Wily vamos a la plaza y me hamaca fuerte, tengo ganas de decirle algo pero me da cosa. Cuando él viene, mi mamá hace torta y también se queda a la noche a comer con nosotros.

El tío Wily es algo raro, pero siempre trae caramelos y yogures que yo me como solo sin hacer ningún chiquero.

Anoche vino el tío a comer. Cuando mamá se fue con la nena para hacerla dormir, los tres nos pusimos a ver dibujitos en la tele y Mauro se quedó dormido en el sillón. Entonces yo aproveché para preguntarle a mi tío si él veía a mi papá en el cielo o en algún otro lado.

Al tío se le puso la voz medio ronca y sentándome también en las rodillas, me dijo que eso del cielo era una forma de decir. Como yo no le entendí bien, él me dijo que como ya era un nene más grande, me podía decir la verdad.

Me contó que mi papá había tenido un accidente cuando cruzaba la calle sin mirar y que como tenía muchos chichones se había quedado dormido para siempre. ¿Se murió no? le dije yo. Entonces me bajé de sus rodillas y me puse a cambiar los canales con el control remoto. Después él me dijo que yo a mi papá lo iba a ver y tener siempre en mi corazón y en mi memoria. Pero yo ya no quise entender porque estaban dando a Coraje, el perro cobarde y era mejor no seguir hablando y nos quedamos mirando la tele hasta que vino mamá.

Igual hoy lo vi otra vez. Yo estaba dibujando en la cocina y cuando miré por la ventana que da al patio lo vi de nuevo. Tenía puesta la gorra que usaba los domingos en la casa de Quilmes y con una manguera regaba las plantas y el limonero.

Después entró mamá y me preguntó qué estaba haciendo y yo le dije nada. Y cuando miré para afuera, no lo vi más. Sólo vi las plantas de la tapia y unos pájaritos que a lo lejos cruzaban el cielo haciendo pío pío.

A  S.B.A. (sabe por qué)

© Alejandro Abate

El botón de arriba

El botón de arriba                                                                                   

© Alejandro Abate, Abril 2015 / Abril 2022.

Hacía rato que había oscurecido y en la confitería habían encendido las luces difusas. Los mozos iban y venían con bandejas y se escuchaba el ruido de las maquinas exprés y de las moledoras de café.

Él estaba solo en una de las mesas contiguas a las ventanas, y la mujer permanecía sentada en otra mesa en diagonal a la suya. No necesitaban más que levantar la vista un poco para mirarse de cuerpo entero. Ella vestía elegante, pero en forma poco discreta.

Calzaba una pollera ceñida a su cintura y a sus muslos, que sin ser corta, en la posición de sentada, se alzaba un poco y dejaba ver bien sus piernas. El hombre la había visto sentarse a esa mesa y llamar al mozo.

Estaba maquillada y su pelo castaño parecía recién retocado. Tenía además unos zapatos negros de taco alto y cruzaba las piernas bastante seguido. Completando su atuendo, la mujer llevaba  puesta una blusa color bordó brillante y su voluminoso busto se insinuaba como al descuido tras el botón superior que estaba a punto de desprenderse o estallar. Al hombre, le costaba mucho no estar mirando en forma constante el movimiento de ese botón y lo que insinuaba.

El baño estaba cerca, y cada vez que abrían y cerraban la puerta, se filtraba un olor desagradable, mezcla de orines y desodorante de ambientes.

Era  la primera vez que veía a esa mujer en la confitería. El mozo llegó con una bandeja y apoyó una copa con un trago de esos que vienen con una rodaja  de naranja en el borde. La mujer comenzó a tomar de la copa a pequeños sorbos. De reojo miraba al hombre y era evidente que se daba cuenta que él también la miraba.

Para disimular un poco esa  evidencia, el hombre llamó al mozo y cuando éste se acercó, tratando de alzar un poco la voz como para que la mujer escuchase, pidió:

–Mozo, ¿me podría traer el mismo trago que le trajo a la señorita de enfrente? – dijo señalando la mesa donde estaba sentada la mujer. El mozo miró hacia la mesa de la mujer y dijo que de inmediato se lo servía. Ella sonrió a su vez y levantó su copa en forma de brindis y después le dio un trago más largo. Él se quedó mirando como distraído a la altura de la copa, y los ojos se le iban solos hacia el botón flojo. Empezó a entusiasmarse.

Cuando el mozo trajo y depositó el trago sobre la mesa y se retiró, él levantó la copa en dirección a la mujer y le devolvió el gesto del brindis. Ella se limitó a sonreír y mirarlo a los ojos.

El hombre  se sentía triunfal. Le subió la autoestima y se miraba en el reflejo del vidrio de las ventanas

Las luces del ambiente eran tenues, pero no lo suficiente como para que el hombre no viese bien el brillo de los ojos de la mujer cuando le dirigía la mirada. No podía dejar de imaginarse la turgencia que se movía tras la blusa bordó. Está sin corpiño,  pensó el hombre mientras saboreaba su copa. Era necesario actuar pronto. Pronto y en forma precisa.

Casi sin calcular bien lo que estaba haciendo, se atrevió y levantándose de su silla, bordeó la mesa y acercándose a la de ella le dijo que ya  que estaban tomando el mismo trago, y si a ella no le molestaba, podrían sentarse en una misma mesa, y sin esperar respuesta de la mujer agregó:

– ¿O prefiere que nos cambiemos a otra? –la mujer hizo un gesto de negación con la mano, luego tomó su copa, su teléfono celular y su cartera y levantándose le dijo que no hacía falta, que le gustaba más la mesa que él ocupaba. –Es un poco más íntima, ¿no? –dijo la mujer dirigiéndose hacia la mesa que ocupaba el hombre.

Cuando estuvieron sentados,  él percibió la fragancia floral del perfume de la mujer y aventuró: –Armani Code, ¿no es así?  –ella levantó la mano y le dijo que se veía que conocía de marcas. Sonrieron.

Después de intercambiar datos y nombres, ella le contó que vivía a sólo media cuadra de la confitería y que no era habitual que tomara algo ahí. Charlaron un rato más y él ofreció si quería otro trago o quizá tomar un café.

-No estaría nada mal un café –dijo la mujer y apoyando un dedo sobre los labios agregó: –pero también podríamos tomarlo en mi casa. El hombre sonrió otra vez y dijo que le parecía muy bien. Empezó a impacientarse y a simultáneamente a sentirse cada vez más seguro de sí mismo.

Entonces ella, en forma disimulada, rozó con sus dedos el botón de la blusa como queriendo abrocharlo. Él acompañó con los ojos el movimiento de su mano y sin ningún pudor le dijo que lo dejase así como estaba, que le quedaba bien.

–Así ¿Cómo? –preguntó la mujer.

–Así. Casi por desprenderse está mucho más interesante –acotó él con algo de picardía.

–Quizá a este botón le haga falta alguna ayuda. ¿No le parece?  –sugirió ella. Cuando dijo esto, la mujer apartó su mano de la blusa y se irguió un poco sobre la mesa. Eso acentuó aún más el volumen de su busto. Él no pudo menos que quedarse callado y mirando. Esa era su oportunidad de avanzar.

En voz más baja pero con claridad le dijo que podían ir hasta su casa a tomar el café, como ella había propuesto, e intentarlo con el botón…

–Con todos los botones, si fuese necesario –interrumpió la mujer. Y de inmediato agregó:

– ¡Bueno, vamos!, pero te va a salir dos mil quinientos pesos.

Después se acomodó en la silla apoyándose bien sobre el respaldo. Él se quedó mirándola. Su cara iba desde la decepción a la incredulidad.

Inmediatamente se levantó de la silla y le dijo a la mujer que iba al baño y enseguida volvía. Sin cuidarse mucho de ser visto por ella, salió a la calle por una de las puertas laterales.

Substitutos

Substitutos

© Alejandro Abate. Noviembre 2014.

Y si hablas así, a un butacón
en la oscuridad de la habitación:
verás lo cruel, que es la soledad.

Gilbert Bécaud

 Cuando estaba dándole el último sorbido al mate, dudó en encender el televisor o ir hasta la computadora que ya estaba encendida. José, su hijo, le había aconsejado que la dejase prendida: “Con el protector de la energía, casi no gasta corriente” le había dicho. Él le había regalado la notebook y poco a poco había ido aprendiendo a usarla.

Dejó el mate sobre la mesa, apagó la luz de la cocina y se dirigió hacia el living. Ahí tenía la computadora. Sobre la mesa del viejo y anterior televisor, se había armado un escritorito. Tenía también dos parlantes conectados, y un block de hojas rayadas donde iba anotando todo lo que José le iba explicando.

Le dio un golpecito al “mouse” y la pantalla se encendió. Entró a la casilla de mails para ver si alguien se había acordado de ella: ningún mensaje nuevo. Cerró el Google e hizo deslizar el mouse hasta el acceso directo que José le había armado para que entrase directamente a Facebook. Cada día que pasaba, se hacía de algún “amigo nuevo”. Buscaba noticias en los diarios y también ella “publicaba” algo sobre algún tema de interés, y le gustaba mucho si se generaba alguna polémica. A veces, se embroncaba mucho con los comentarios que ponían algunas personas, que aunque no fuesen “amigos” de ella, se metían en eso que ella no sabía bien por qué le decían “el muro”.

Pelusa, el gato, también se subía al escritorito y se acostaba al lado del “pad mouse” y se quedaba dormido mirando la pantalla. Algunas veces, el gato se estiraba tanto que no le permitía mover el mouse hasta donde ella necesitaba. José le había dicho que tenía que aprender a usar el mouse incorporado de la notebook, pero ella no la embocaba.

– ¡Correte che! –le dijo al gato. Pelusa apenas abría los ojos, y desde esas dos ranuritas, la miraba fijo.

– ¡Miauuuu! –dijo el gato y luego de un gran bostezo, siguió durmiendo.

A ella, de todos modos, le gustaba cuando el gato estaba cerca. Se había transformado en su única compañía hogareña. Pelusa y también el Facebook, y sus “amigos”.

Apartó un poco la mirada de la pantalla y miró a su alrededor: No había cambiado ni una cortina, ni corrido los muebles de lugar. Y ese olor a naftalinas que siempre ponía detrás de las puertas. Todo estaba igual, excepto el televisor nuevo en su dormitorio y el aparato de aire acondicionado que José le había regalado el verano pasado para su cumpleaños. El mantel de la mesa floreado, por más que le había puesto un plástico por encima, lucía descolorido desde que Roberto había muerto.  No había cambiado nada, y ella, así lo prefería.

Roberto se había quedado ahí, aunque su corporalidad no estuviese, seguía ahí: o sentado en la mesa del living leyendo el diario, o mirando los partidos en aquel viejo televisor, que como él, ya no estaba más. Su hijo, le había comprado uno de pantalla plana, y lo había adosado a la pared, encima de la cómoda en su dormitorio. Igual, ella miraba muy poca televisión. Roberto siempre miraba los partidos, toda la tarde de los domingos se la pasaba sentado en el living, y así lo recordaba e imaginaba ella.

Amigos en Facebook”, volvió a pensar. Como si nos conocieran de siempre. Chateaba con gente que era de Uruguay, de España, de Perú, algunos de Argentina, e inclusive de Buenos Aires, pero lo cierto, es que lo que sólo conocía de toda esa gente, era alguna fotito que casi ni se veía en el “perfil”, y alguna que otra que publicaban. Cuando venía José, ella le pedía que le sacara algunas fotos: en el patio, alzando a Pelusa, regando las plantas, sentada en el sillón. Las quería publicar en su “Biografía”, así sus amigos le conocían la cara. Y a raíz de esto, pensaba en el porqué se llamaba así: “cara de libro”, mal traducía. Algo tendría que ver con el poderse conocer las caras…Pero lo de “libro”, no llegaba a interpretarlo.

Desde que tenía el Facebook, pasaba largas horas, alternando, mientras hacía las cosas de la casa, conectándose y mandando mensajes a sus “amigos”. Había gente que publicaba cosas interesantes, pero la mayoría, no pasaba de subir fotos de los hijos chiquitos, los nietos, o las mascotas. “Quizá a este sito habría que cambiarle el nombre por el de Lonelybook”, se dijo en voz baja.

Después, se hizo la comida: unas berenjenas asadas a las cuales les había agregado un poco de cebolla, queso y orégano. Comió sentada en el banquito verde de la cocina. Tomó una copita del vino que le había sobrado del domingo cuando había venido José con su novia.  Cuando terminó, levantó las cosas de la mesa y las deposito en la bacha de la pileta. No tenía ganas de lavar. “Total, quién me va a reclamar algo”, pensó.

Cuando fue para el dormitorio, el gato ya estaba sentado sobre la colcha, esperándola.

– ¡Qué haría yo sin vos! –dijo. Pelusa paró las orejas y la miró a los ojos. Se acercó a ella para que lo acariciase, dando vueltas cerca de ella y con la cola parada.

Se metió en la cama y en forma  instintiva tomó el control remoto de la mesa de luz y encendió el televisor. No quería ver noticieros ni programas sobre actualidad y política. Por eso subió los canales hasta después del número treinta y cinco. Hizo zapping hasta que en Films & Arts encontró una serie que la distraía. Miró por un rato con poco interés.

Y por qué tendré que distraerme, pensó. Enojada consigo misma, apagó el televisor y calzándose las pantuflas fue hasta el living a buscar algo para leer. Cuando volvió, Pelusa estaba sentado en la punta de la cama, inquieto, con el cuello estirado y las orejas erguidas.

– ¿Qué pasa, no me puedo levantar sin que vos me estés controlando? –Lo increpó al gato en voz bastante alta, – ¿o te tengo que pedir permiso? –volvió a meterse en la cama, abrió el libro por la marca donde había dejado la lectura y comenzó a leer.

No podía concentrarse. Se le nublaba la vista.

Los dos gotones cayeron sobre la sabana, uno después del otro. Pelusa le acercó el hocico y empezó a ronronear. Ella le dijo “lindo, bonito”, y le rascó la cabeza entre las dos orejas, mientras que con la palma de la otra mano se secaba los ojos. Después apagó la luz para esperar que le viniese el sueño.

Trapos (T.O.C.)

Trapos (T.O.C.) (*)

Mujer en el espejo

 No, no estaba conforme. Mientras esperaba el colectivo, aprovechó para mirarse una vez más en el reflejo de la vidriera de la casa de muebles. Volvería a cambiarse de ropa.

Ya era la segunda vez que entraba a su casa en el transcurso de los últimos veinte minutos. La primera vez, el encargado, la miró con esa especie de entendimiento condescendiente cuando uno vuelve a entrar a su edificio a los cinco minutos de haber salido. Ella hizo un gesto como de que se había olvidado algo.
-No se haga problema, Mercedes –dijo al verla entrar el encargado –deje la puerta abierta del ascensor así no se retrasa más. Si entra y sale, no pasa nada.
Ella le sonrió en forma forzada y se metió en el ascensor, y mientras subía, se miraba en el triple juego de espejos:
–No –pensó: –esta pollera definitivamente no me queda bien con estos zapatos.
Cuando volvió a salir, con otros zapatos y cartera distintos, el encargado por suerte estaba distraído hablando con el viejo del séptimo, y no notó nada raro. Pero ahora que iba a volver a entrar por tercera vez a cambiarse, lo más probable es que cuando saliese de nuevo, el encargado le notaría algo distinto.
–Bueno, –se dijo, –al fin y al cabo, ¿a él qué le importa? –entonces, abrió la puerta del edificio y lo volvió a encontrar:
–Hoy parece que es el día de los olvidadizos –dijo el portero desplegando una sonrisa dudosa.
–Sí –dijo ella –la verdad es que me voy a cambiar porque me parece que cuando más tarde vuelva, va a refrescar.
El tipo la miró sin contestar y siguió barriendo.
Desde la mañana, cuando se levantó, con el apuro de no llegar tarde, se había parado en pijamas frente al placard, fue sacando distintas combinaciones de prendas como para elegir alguna. Apoyándolas sobre la cama, empezó a probárselas y a mirarse en el espejo detrás de la puerta del dormitorio. Iba y venía desde las gavetas hacia el espejo.
–¿Qué estás haciendo? –refunfuñó su marido aún dentro de la cama, tapado casi hasta los ojos.
–Nada. Seguí durmiendo y dejame tranquila –apuntó ella en voz muy baja.
–Ya no puedo –dijo él –si todos los días hacés lo mismo. ¡Por qué no elegís la ropa que te vas a poner por la noche, así no das tanta vuelta! –el hombre la miraba no con sorpresa, sino que con el ceño fruncido. Parecía molesto.
– ¡Vos no entendés! –dijo Mercedes probándose una blusa blanca, -a ver, decime: ¿cómo me quedaría esta con la falda color bordó?
–Bien. Todo te queda bien, Merchu. A ver, decime: por qué siempre das tanta vuelta para vestirte, ¿me podés explicar?
–Es que no quiero repetir los colores, y también, yo soy muy cuidadosa para combinarlos. No hago como vos, que te ponés cualquier corbata con cualquier color de camisa –dijo ella sin mirarlo.
–¡Bahhh! –contestó él de mala gana, y volvió a darse vuelta sobre la cama.
Ella ahora había abierto el cajón de la cómoda buscando algo que le parecía que lo había guardado ahí. La puerta del placard permanecía aún abierta y el gato se metió adentro. Cuando el marido se dio cuenta, se levantó de la cama y sin ponerse las pantuflas empezó a buscarlo entre los zapatos.
–¡Salí de ahí, Manolo! –dijo casi a los gritos, –Che, fijate bien lo que hacés. Mirá que éste se queda ahí durmiendo y después cuando yo me voy y cierro todo lo que vos dejás abierto, si queda encerrado adentro, hace un despelote bárbaro. ¡Pobre animal!
Mercedes seguía buscando dentro del cajón de la cómoda. Ya había sacado media docena de pañuelos de cuello que reposaban sobre la cama. Su marido quiso volver a acostarse, pues para él era temprano, pero el desparramo de ropa sobre el acolchado, le hizo cambiar de idea. Agarró a su vez su ropa interior de los cajones que le tocaban a él, y se metió en el baño para darse una ducha.
Cuando ella estuvo sola, se sacó la pollera bordó, y se puso el pantalón negro acampanado. Le pareció que con la blusa blanca, ese pantalón no iba. Fue otra vez hacia el armario y sacó el trajecito color beige.
–Pero con esta blusa no me va a ir bien –se dijo a sí misma mirándose al espejo por milésima vez. Volvió hacia el ropero y buscó la camisa de seda natural. Cuando la encontró, le pareció que estaba arrugada. Pensó en plancharla, pero al mirar el reloj luminoso sobre la mesa de luz, se dio cuenta que se le hacía muy tarde. Por otro lado, si se ponía esa blusa tendría que cambiarse el corpiño, puesto que la blusa era bastante translúcida y no le gustaba que contrastase con el color del sostén. Cuando escuchó el sonido de la ducha en el baño pensó que había dejado los lentes de ver de lejos apoyados sobre el borde del espejo. Si entraba a buscarlos, con el vapor que hacía su marido cada vez que se bañaba, se le iba a arruinar el maquillaje.
Guardó la camisa de seda, se puso la blusa blanca de nuevo, y pensó que los pantalones no le ajustaban bien. Se decidió por la falda azul marino. Cuando se la estaba poniendo notó que el color de los zapatos no pegaba con el de la pollera.
– ¡Mierda! –dijo en voz baja, –bien sabía yo que estos zapatos color guinda no combinaban con cualquier color. Y menos con el azul.
Se agachó en la parte baja del guardarropa, y tratando de que Manuel no se colara otra vez, buscó las botitas negras. Manuel olía el cuero mientras ella se abrochaba las botas.
– ¡Salí de aquí! –le dijo al gato que ya enfilaba para el placard.
–El negro sí que va con todo –pensó en voz alta entre tanto se sentaba en la cama mirándose el calzado. Una vez lista, reparó que la malla metálica del reloj no quedaba bien con ese tipo de camisa. Buscó en la mesa de luz, el reloj Cartier, que tenía malla de cuero negro. Pero era de un cuero brillante, mientras que el cuero de las botas era bastante opaco.
Se puso el reloj, se miró una vez más al espejo y fue de nuevo hasta el lugar donde guardaba los zapatos.
En la parte baja del placard, había más o menos entre veinte y veinticinco pares de calzado, desde botas hasta ojotas, acomodados en dos hileras desde el fondo del armario hacia la parte delantera. El olor a desodorante de calzado inundaba esa parte del guardarropa. Ella también era muy cuidadosa con ese detalle.
Se agachó, buscó unos zapatos altos de charol, y sentada en la cama se los calzó. Miró la malla del reloj, y le pareció bastante a tono. Por lo menos, los dos eran brillantes.
El marido aún continuaba bajo la ducha. Entreabrió la puerta rápido, para que el vapor no la inundara:
–Ya me voy. Estoy algo retrasada –dijo.
– ¿Pero cómo? –gritó el hombre desde atrás de la mampara: – ¿no te habías ido ya?
Ella cerró la puerta sin contestar y después salió al palier. Esperó el ascensor, y una vez dentro mientras bajaba, trató de mirar hacia abajo para no verse reflejada en los espejos. Le fue imposible. Miró la hora una vez más:
–Las nueve y veinte –murmuró. –Ya me voy, ya me estoy yendo –repetía para sí misma.
Esa había sido la segunda vez que había vuelto. Por eso ahora, ya le daba un poco de vergüenza volver a entrar y que el portero le dijese algo. Pero tuvo suerte que el hombre se había metido dentro del sótano a buscar algo y por eso no la vio.
Cuando entró ya por tercera vez a su departamento, su marido ya estaba vestido.
– ¿Qué hacés vos todavía aquí. No te habías ido ya? –dijo el hombre sorprendido, –ya no vas a llegar ni con un táxi de contramano.
–Mirá, querido –dijo ella pasando hacia el dormitorio, –no tengo ningún problema en llegar un poco más tarde. Entendé que hoy hay reunión de directorio y no puedo ir vestida así nomás! Por otro lado, la reunión es cerca del mediodía, así que no hay tanto apuro. ¡Dejame que me vista como a mí me parece! –lo dijo haciendo gestos con los dos brazos juntos.
– ¡Chiflada! Si estás de punta en blanco, ¿o te vas a cambiar otra vez? –el hombre la miraba de arriba hacia abajo.
–Sí, sabés que soy muy exigente con la elegancia –replicó ella sacándose la ropa.
– ¿Exigente? –ironizó él, – ¡exigente, no: sos es una loca, una obsesiva! –dijo el marido y poniéndose el saco se fue dando un portazo.
Ella quedó dudando frente al placard, aún sin decidirse entre todo lo que había allí colgado.

© Alejandro Abate. Agosto 2014

(*) T.O.C.: Trastorno obsesivo compulsivo.