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Crónica: Pasillos nocturnos

(Mayo del 2004)

Aquella tarde de sábado, por la ventana y a través del cortinado entraba el sol desde la calle Billinghurst. Antes de la hora de las visitas, los pasillos de la Clínica Bazterrica estaban bastante tranquilos. Fabián, mi hijo de sólo dieciséis años dormía, también tranquilo. El frasco de suero estaba por la mitad, y la bomba automática hacía el mismo ruido monótono de siempre.  De reojo lo  miraba dormir. No me gustaba la palidez que tenía cada vez que íbamos ahí. En las primeras aplicaciones, la totalidad del cóctel quimioterapéutico bajaba rápido y sin muchos inconvenientes, pero ya a esa altura del tratamiento, tardaba de quince a veinte horas, según el estado de las venas.

Luego de cada sesión,  cuando nos íbamos de ahí, Fabián vomitaba lo poco que había comido durante la internación ni bien recorríamos tres o cuatro cuadras. Aquella, era la decima aplicación y ya no comía nada, lo que me hacía pensar que se estaba debilitando.

Con la velocidad con que entraba la medicación, otra vez nos tocaba pasar la noche en el sanatorio. Para la cena, debía proveerme de comida, pues no servían cena a los acompañantes. Cuando a eso de las siete de la tarde vino mi ex mujer, aproveché y me fui a comer un sándwich a un barcito que había por la avenida Coronel Díaz.

Nuestro hijo prefería  que cuando había que pasar la noche en la clínica, fuese yo el que se quedara con él en vez de su madre. Ya hacía más de diez años que estábamos divorciados  y la pelea post-divorcio, ya había terminado largo tiempo atrás. Ambos hacíamos lo que nuestro hijo prefiriese.

Desde finales del verano, cuando los médicos diagnosticaron que tenía un Linfoma de Hodgkin, habíamos quedado con muy pocas ganas de traernos problemas. Ya bastante con lo que nos había tocado. Sobre todo, lo  que le había tocado a él.

En esa oportunidad, el turno disponible para la aplicación semanal de quimio nos tocó durante el fin de semana. Las aplicaciones cada vez se hacían  más largas. Las venas de mi hijo recibían bastante bien la medicación, pero había oportunidades en que decían basta. Después, con la pericia de las enfermeras terminaban cediendo. Le colocaban la vía indo venosa o bien en el brazo, o en las venas del dorso de la mano. También en las venas de las piernas, cerca de la ingle, y otras veces en el cuello. Así era la quimioterapia.

Mientras Fabián dormía, para entretenerme en algo, me ponía a mirar el goteo de la máquina de bombeo e intentaba ir contando las gotas como para hacer un cálculo del tiempo que faltaba. Al rato me daba cuenta que era imposible. Entonces me disponía a dormir. Cerraba los ojos y me enchufaba los auriculares del celular, pero nunca lograba dormirme del todo. Lo de los auriculares lo hacía para no escuchar el sonido de la bomba que emitía un bip bip que no era regular, pero se espaciaba más o menos entre los veinte o treinta segundos. Les pregunté a varias enfermeras por qué era esto, y ninguna me supo  dar una explicación del todo coherente. Algunas decían que era de acuerdo a cómo la medicación iba entrando en la vena; otras argumentaban que era por la corriente eléctrica especial que alimentaba al aparato, pero el ruido era por momentos desesperante. Durante el día, con el barullo y los ruidos que entraban y salían tanto desde la calle como desde el pasillo del área, el sonido era casi imperceptible, pero en la noche se transformaba en el tum tum de un sórdido bombo de una endiablada y demencial batería. Lo habíamos hablado con Fabián varias veces, tratando de llenar los huecos que se daban en las largas horas que pasábamos ahí adentro. A él por suerte el sonido del bip bip no le molestaba. Entonces me sorprendía la tranquilidad con la que se había tomado el tema de su cáncer.  Cuando lo iba a buscar a su casa para llevarlo hasta el sanatorio, lo veía bajar, hasta podría decir que con cara de contento. Como si fuera una armadura que utilizaba para no dejar pasar la tristeza y la incertidumbre que lo angustiaba y lo invadía. Lo sabía, porque muchas veces, en mis largas horas de espera, interfería su mirada sin que él se diese cuenta, y percibía su angustia, su miedo. Aún era muy joven como para haber aprendido a disimular el dolor ante los demás.

La mayoría de las personas, cuando escuchan la palabra “cáncer”, enseguida lo asocian al concepto de muerte; enfermedad terminal; metástasis, palabras que sobrecogen sólo de pronunciarlas.

En mis paseos nocturnos por los pasillos del  Área de Internación de Quimioterapia Infantojuvenil, era muy común ver por las puertas entreabiertas de las habitaciones,  chicos y jóvenes pálidos, ojerosos y pelados.

En esa oportunidad, un enfermero me indicó que no era conveniente que caminase por los pasillos durante la noche. Cuándo le pregunté por qué, el hombre con cara de resignación me pidió que volviese hasta mi habitación y  que por un rato no saliera. Lo hice, pero sin poder contenerme, dejé la puerta entreabierta y espié: el chirrido de las ruedas de una camilla me explicaron el  porqué enseguida. La camilla que vi en las penumbras del pasillo era pequeña y sobre ella,  empujada por un camillero, observé un bulto tapado por una sábana blanca. Cerré la puerta, y mientras mi hijo seguía durmiendo, fui hasta el baño y en la oscuridad lloré.

Después salí, me senté frente a la cama apoyando los pies sobre el acolchado,  y me dormí en forma profunda.

Cuando me desperté, por la ventana divisé el gris del amanecer. Al rato comenzó el tintinear de los carritos del desayuno. A pesar de ser domingo, parecía que el trajín del sanatorio no difería mucho al de cualquier día de la semana. Miré hacia la cama de mi hijo que aún estaba dormido: con la boca abierta emitía un ronquido extraño que quebraba el silencio de la habitación. Me levanté y miré la calle por la ventana. Apenas vi una persona paseando un perro. Me di vuelta y Fabián me estaba mirando con una sonrisa. ¿Cómo dormiste?, le pregunté. Bien, bastante bien, dijo y se empezó a incorporar en la cama. Poco después lo acompañé al baño arrastrando el aparato de la bomba y el barral del suero. Sin querer miré desde atrás su nuca, y noté la caída del pelo. Aunque ya nos lo habían advertido, la sensación de verlo me produjo una especie de comezón que iba desde la cintura hacia el centro de mi cabeza.

Luego, en medio de la mañana, vino una enfermera y saludándonos nos dijo que ya faltaba poco para que nos pudiésemos ir. Apagó la bomba y comenzó a sacarle la vía a Fabián. Él me sonrió otra vez:

-Ya falta poco, papá, en un rato nos vamos-  dijo, como si el enfermo fuese yo.

©Alejandro Abate – Marzo 2017.

A mi hijo Fabián, que hoy tiene treinta años, y hace mucho que los oncólogos le han declarado la remisión absoluta. Me gustaría también, ahora a la distancia, agradecer particularmente a mis compañeros de trabajo de aquel entonces, tanto en la Gerencia de Ambiente y Desarrollo Sustentable de Petrobrás S. A., como a mis compañeras de la Mesa de Entrada del Banco de la Provincia de Buenos Aires, que entre todos, me apoyaron emocionalmente durante los seis meses que duró aquella desgraciada situación.

Alguna vez, esta ciudad va a reventar…

© Alejandro Abate. Junio 2016.

 

A veces pienso en mi padre. En muchas oportunidades, voy sentado en un colectivo o en un vagón de subte y lo recuerdo. Lo que memorizo, no es muy lejano, pero igual es una añoranza, como una semblanza de los años pasados. Me miro las manos como si estuviese observando en una pantalla: veo a mí padre llevándome tomado de la mano camino hacia la escuela.

Hombre y niño de la manoCuando no hacía mucho frío, íbamos caminando por la avenida. Desde mis apenas siete u ocho años recuerdo que le pedía que hablásemos de algo para que el camino se hiciera menos aburrido. Entonces, él pensaba un rato y como si fuera ya una utilizada y vieja broma me decía: “Qué tal si hablamos de la capa de ozono”. Ya me había explicado qué era la capa de ozono, y aunque no lo entendía bien, el tema me fascinaba lo mismo. Luego, en forma invariable, de lo que terminábamos hablando, no era de la capa de ozono en sí misma, sino de la ausencia de ella y del porqué de tal ausencia y de sus graves consecuencias.

“El agujero de ozono”, decía de pronto mi padre. “Las causas. El daño que le producen a la humanidad”, repetía en voz alta. La anécdota que ya me había contado acerca de los flatos de las vacas me había dado mucha gracia. A esa edad, lo que yo no entendía muy bien, era lo de los gases de efecto invernadero. Mi padre me lo había explicado muchas veces pero yo no lo comprendía del todo.

La conversación, mientras caminábamos por las veredas recién baldeadas, siempre desembocaba también en el tema de la densidad de población.

“La densidad de población”, repetía como si fuese una sentencia. Ahora lo recuerdo así, con esos términos que fui aprendiendo con los años, pero que en aquel entonces a mí, me daban una extraña sensación.

Para demostrármelo, mi padre iba contando la cantidad de edificios por cuadra. En ese entonces, el barrio, ya era un cien por ciento urbano y muy comercial. Las casas de una o dos plantas, eran una extraña excepción. Lo normal eran los edificios de más de diez plantas y ya empezaban a aparecer las torres de más de veinte pisos, con grandes entradas para autos y palieres suntuosos.  Mi padre me decía que en esas calles no hacía muchos años atrás, en vez de esa cantidad de edificios, había hermosas casas. “Es por eso que ahora vemos tanta gente caminando por la calle, aún tan temprano”, me comentaba. Y ahí mismo arremetía con aquello de que la ciudad, algún día iba a reventar.

“¿Cómo que va a reventar?”, le preguntaba. Él, como si fuera la cosa más natural del mundo, me explicaba que en una manzana, ahora vivían diez veces más personas de las que vivían hacía más o menos veinte o treinta años atrás. “Es como que ya no cabe más gente en esta ciudad”, decía, jactándose de estar seguro de lo que enunciaba. “La cantidad de gente, cada vez se multiplica más y más. “¿O no te das cuenta?”, decía con toda naturalidad.

 “Por ejemplo: Imagínate que en esta manzana, vivían promedio de tres a cuatro personas por casa. ¿Sí?”, y que en cada cuadra de las cuatro que conforman la manzana hubiese de doce a quince casas por cuadra, bien”, seguía con su cálculo: “eso daría más de cincuenta personas por cuadra, ¿me seguís?” continuaba. “Eso quiere decir que más o menos por manzana había, digamos doscientas personas, ¿no es así?”. Yo asentía, caminando de su mano y fascinado por el desarrollo del cálculo y tratando de no perderme detalle alguno.

En la escuela, estábamos aprendiendo a multiplicar por algo más de dos cifras. Igual le pedía que me ayudase a hacer los cálculos de la cantidad de gente.

Él hacía una pausa y luego continuaba: “Si considerásemos que todas esas casas ahora se han convertido en edificios de departamentos, y que como habíamos visto antes, el número de plantas superaba los diez y hasta doce pisos”, el cálculo se convertía en algo  mucho más complejo. “Entonces, para redondear, dónde antes vivían doscientas personas, ahora viven aproximadamente casi mil”. “¿Mil personas por cuadra?”, preguntaba yo con tono de incredulidad. “Pues claro que sí”, decía él. Multiplica la cantidad por cuatro: cuatro mil por manzana. O sino de dónde crees que sale tanta gente. Mira la boca del subterráneo, y las colas que hay en las paradas de los colectivos. Cada vez hay más gente, y va a haber mucha más”.

Luego se quedaba callado por un rato. Yo sabía bien que cuando él se quedaba callado era porque estaba pensando algo para seguir contándome.

La pausa que se tomaba, muchas veces duraba cerca de una cuadra. Luego seguía con el cálculo y me decía: “Ahora vayamos a la  cantidad de baños que hay en este tipo de viviendas”.

A mí el tema me empezaba a interesar cada vez más. “Estábamos entonces con los baños”, seguía. “Yo creo que en este tipo de viviendas modernas hay más de un inodoro por vivienda. ¿Cuántos inodoros hay en nuestro departamento, hijo?”, me preguntaba de repente. “Tres”, le respondía. “Muy bien, muy bien”, continuaba él. “Es probable que en algunas viviendas, haya dos y en otras haya inclusive cuatro baños. Ahora vayamos a otro paso”, y ahí me preguntaba: “¿Cuántas veces vas al baño por día?”. Yo dudaba un poco porque el tema me empezaba a dar un poco de vergüenza  Luego le contestaba que a veces ibas hasta dos veces por día. “Está bien, está muy bien”, aprobaba mi padre, “Eso es lo mejor”,  y me explicaba que era saludable ir por lo menos dos veces al baño por día: “¡No es necesario guardar nada de eso!”, casi gritaba él.

Ahora tengo un recuerdo borroso de algunos momentos, de todos modos rememoro con mucha nitidez algunas cosas. Por ejemplo que mi padre, no hablaba despacio. Nunca. Su tono de voz era alto. No es que gritara, pero tengo en la memoria su voz fuerte, su tono era sonoro y se escuchaba bien en cualquier sitio. Esto, por lo general a mi me daba un poco de pudor, pues lo que hablábamos en esas caminatas, era probable que lo escuchasen también otras personas que iban caminando por ahí. Como la conversación era algo extraña, hubiese sido mejor que fuera un poco más privada. De sobra sé cómo era  mi padre.  Era así, y no de otra manera, como siempre acostumbraba repetir para cualquier cosa.

Luego, venían las explicaciones más complejas. Me hablaba de la cantidad de caca que más o menos una persona normal hacía cada vez que iba al baño. “Calcula: ¿cuánta caca haces promedio?”. Yo, algo más ruborizado le decía, “bastante”, por decir algo. “Bastante no es una cantidad exacta”, decía él, aguantando la risa. “Yo creo que un chico como vos debe hacer medio kilo de caca cuando se sienta ahí, ¿no es cierto?”. Yo lo miraba con cierta picardía. “Bien, bien”, repetía muy sonriente” “Llevemos todo este promedio a lo que a nosotros nos interesa: Si una persona va a hacer caca dos veces por día y caga cerca de  quinientos gramos de caca por vez, eso quiere decir que hace un kilo de caca por día. Bien, bien…”, yo, a esa altura de la conversación, no podía aguantar las carcajadas.

Cuando llegaba a esa conclusión, como había hecho antes, se tomaba unos minutos para seguir con la explicación y demostrarme el por qué la ciudad iba a reventar alguna vez. Luego proseguía con el cálculo: “Si una persona hace más o menos un kilo de caca por día, y en una casa viven también promedio cuatro personas, cada casa produce entonces cuatro kilos de mierda. Por día”, agregaba.

Al escucharlo hablar así y en su peculiar tono de voz, ya empezaba a sentir vergüenza. Verdadera vergüenza. “Bien”,  continuaba con una sonrisa en el rostro: “¿Cuánto era el promedio de personas que vivían en una manzana?”, volvía a consultarme sobre los números que habíamos hecho unas dos cuadras atrás. “No me acuerdo bien”, decía yo, “creo que mil personas por manzana”… dudando. “No, no eran mil, sino que cuatro veces más”, corregía: “o no recuerdas que habíamos establecido que una manzana está compuesta por cuatro cuadras… o sea que son cuatro mil por manzana”, eso, me dejaba pensando.

Venía el último tramo del camino a la escuela y en ese último recorrido, él finalizaría su explicación del porqué la ciudad algún día reventaría.  “Pues bien niñito”, me decía, llegando a la puerta de la escuela: “Por manzana la producción de caca promedio es dieciséis toneladas, o sea ¡diez y seis mil kilos de mierda por día!”.  De sólo pensarlo, la cantidad me  producía un poco de asco. Para colmo, como él seguía vociferando,  ya no le seguía preguntando más. ¡Pero diez y seis toneladas de caca me parecía una cifra extraordinaria!

Sabía, porque mi padre en alguna otra caminata ya me lo había explicado, que los excrementos vertidos en los inodoros seguían su recorrido por las cloacas hasta los desagües en el Rió de la Plata, ¡qué barbaridad!, pensaba.

Cuando llegábamos y entrabamos al patio de la escuela, mi padre tenía una gran cara de felicidad por haberme “explicado” en forma tan detallada ese asunto.

En ese momento, cuando llegábamos a la escuela, se agachaba hasta mi altura para hablarme en voz más baja, por suerte para mí, y ese día -ahora lo recuerdo bien- me susurró al oído: “Esta ciudad, va a reventar y se va a llenar de mierda, o sea, que otro día o mañana, continuamos hablando del estado de las cloacas y las cañerías”. Y dándome un fuerte beso en la mejilla se despedía en el patio de la escuela y se iba a trabajar.

Así era mi padre, y no de otra manera, como solía decir.

Pa’ los tomates

Pa’ los tomates.

© Alejandro Abate. Buenos Aires. Octubre de 2013.

Tomates

 Hace dos semanas, la señora Francisca salió de su casa rumbo al mercado. Como al mediodía iba a ir a almorzar con ella uno de sus nietos cuando salía de la escuela, había pensado prepararle unos tallarines con su siempre bienvenida salsa casera.

Cuando llegó al mercado se dirigió al puesto de frutas y verduras de Don Alfonso. Como era temprano, había muy poca gente y ni bien se enfrentó con las estanterías donde se exponían las verduras, vio que el cartel de los precios para los tomates estaba borrado. Por lo general, Don Alfonso, como hacen todos los verduleros, escribía el precio con tiza blanca en una pequeña pizarra improvisada.

-¿A cuánto están los tomates? –le preguntó Francisca a Don Alfonso, señalando con su bolsa el cartel donde faltaba el precio.
-Y… depende de cuánto quiera llevar –apunto el verdulero.
-Yo le pregunté por el precio, no por lo que quiero llevar –replicó la señora Francisca mirando a Don Alfonso a los ojos. -¿Cuál es el precio por kilo, Don Alfonso?
-Bueno, usted sabe que subieron por el tema del clima. Hizo mucho frío este invierno –dijo el hombre resistiéndose a darle el precio.
-Don Alfonso… vamos… nos conocemos hace bastante. ¡Dígame de una vez por todas! –volvió a insistir Doña Francisca.
-Los perita están a cuarenta y cinco pesos, y los redondos….-Doña Francisca no le dejó seguir hablando.
-Usted me vio la cara. ¿Cómo a cuarenta y cinco, si la semana pasada los tenía como caros a veintidós?-
-¡Por eso le decía! Es que por el tema del clima han aumentado bastante –dijo el verdulero como explicando la teoría económica.
-¿Bastante…? –interrumpió Francisca otra vez. – ¡Están a más del doble! –dijo. –Mejor deme un kilo de papas blancas…. Guárdese los tomates, o si no, haga una buena salsa y métala en frascos de vidrio, porque a ese precio nadie le va a comprar nada.

Una vez que le despacharon las papas, Francisca volvió hacia su casa pensando en cambiar el menú.

Ayer, Doña Francisca volvió al mercado y vio que en la mayoría de los puestos el tomate había bajado de precio. En algunos puestos estaba a diecinueve pesos, y en los mejores a veintidós.

Igual se encaminó como siempre hacia el puesto de Don Alfonso.

-Hola Francisca –la saludó el verdulero cuando ella se paró frente a su puesto –vio que bajaron los tomates. Los tengo a dieciocho pesos –dijo el hombre en voz alta para que los que pasaran por ahí también lo escucharan.
-Mire qué bien –dijo Doña Francisca con asombro. –Bueno, deme entonces cinco tomates perita.

El hombre empezó a meter rápido los tomates en una bolsita plástica.

-¿A ver? –dijo Francisca al ver el estado de los tomates que el verdulero le metía en la bolsa – ¡pero esos tomates están muy feos, Don Alfonso!
-Señora, yo le dije que hubo problemas con las cosechas por el clima –dijo el hombre.
-Bueno –habló Francisca, tranquila –entonces, guárdeselos… son los mismos que me quiso vender hace dos semanas. Le dije que hiciera una salsa. –y ahí mismo dio media vuelta y se fue. Ya no quería tomates.

Otra vez Francisca volvió a su casa pensando en cambiar el menú… y en voz alta se dijo a sí misma:

-¡Le tendría que haber dicho que se los metiera en el culo!