El botón de arriba

El botón de arriba                                                                                   

© Alejandro Abate, Abril 2015 / Abril 2022.

Hacía rato que había oscurecido y en la confitería habían encendido las luces difusas. Los mozos iban y venían con bandejas y se escuchaba el ruido de las maquinas exprés y de las moledoras de café.

Él estaba solo en una de las mesas contiguas a las ventanas, y la mujer permanecía sentada en otra mesa en diagonal a la suya. No necesitaban más que levantar la vista un poco para mirarse de cuerpo entero. Ella vestía elegante, pero en forma poco discreta.

Calzaba una pollera ceñida a su cintura y a sus muslos, que sin ser corta, en la posición de sentada, se alzaba un poco y dejaba ver bien sus piernas. El hombre la había visto sentarse a esa mesa y llamar al mozo.

Estaba maquillada y su pelo castaño parecía recién retocado. Tenía además unos zapatos negros de taco alto y cruzaba las piernas bastante seguido. Completando su atuendo, la mujer llevaba  puesta una blusa color bordó brillante y su voluminoso busto se insinuaba como al descuido tras el botón superior que estaba a punto de desprenderse o estallar. Al hombre, le costaba mucho no estar mirando en forma constante el movimiento de ese botón y lo que insinuaba.

El baño estaba cerca, y cada vez que abrían y cerraban la puerta, se filtraba un olor desagradable, mezcla de orines y desodorante de ambientes.

Era  la primera vez que veía a esa mujer en la confitería. El mozo llegó con una bandeja y apoyó una copa con un trago de esos que vienen con una rodaja  de naranja en el borde. La mujer comenzó a tomar de la copa a pequeños sorbos. De reojo miraba al hombre y era evidente que se daba cuenta que él también la miraba.

Para disimular un poco esa  evidencia, el hombre llamó al mozo y cuando éste se acercó, tratando de alzar un poco la voz como para que la mujer escuchase, pidió:

–Mozo, ¿me podría traer el mismo trago que le trajo a la señorita de enfrente? – dijo señalando la mesa donde estaba sentada la mujer. El mozo miró hacia la mesa de la mujer y dijo que de inmediato se lo servía. Ella sonrió a su vez y levantó su copa en forma de brindis y después le dio un trago más largo. Él se quedó mirando como distraído a la altura de la copa, y los ojos se le iban solos hacia el botón flojo. Empezó a entusiasmarse.

Cuando el mozo trajo y depositó el trago sobre la mesa y se retiró, él levantó la copa en dirección a la mujer y le devolvió el gesto del brindis. Ella se limitó a sonreír y mirarlo a los ojos.

El hombre  se sentía triunfal. Le subió la autoestima y se miraba en el reflejo del vidrio de las ventanas

Las luces del ambiente eran tenues, pero no lo suficiente como para que el hombre no viese bien el brillo de los ojos de la mujer cuando le dirigía la mirada. No podía dejar de imaginarse la turgencia que se movía tras la blusa bordó. Está sin corpiño,  pensó el hombre mientras saboreaba su copa. Era necesario actuar pronto. Pronto y en forma precisa.

Casi sin calcular bien lo que estaba haciendo, se atrevió y levantándose de su silla, bordeó la mesa y acercándose a la de ella le dijo que ya  que estaban tomando el mismo trago, y si a ella no le molestaba, podrían sentarse en una misma mesa, y sin esperar respuesta de la mujer agregó:

– ¿O prefiere que nos cambiemos a otra? –la mujer hizo un gesto de negación con la mano, luego tomó su copa, su teléfono celular y su cartera y levantándose le dijo que no hacía falta, que le gustaba más la mesa que él ocupaba. –Es un poco más íntima, ¿no? –dijo la mujer dirigiéndose hacia la mesa que ocupaba el hombre.

Cuando estuvieron sentados,  él percibió la fragancia floral del perfume de la mujer y aventuró: –Armani Code, ¿no es así?  –ella levantó la mano y le dijo que se veía que conocía de marcas. Sonrieron.

Después de intercambiar datos y nombres, ella le contó que vivía a sólo media cuadra de la confitería y que no era habitual que tomara algo ahí. Charlaron un rato más y él ofreció si quería otro trago o quizá tomar un café.

-No estaría nada mal un café –dijo la mujer y apoyando un dedo sobre los labios agregó: –pero también podríamos tomarlo en mi casa. El hombre sonrió otra vez y dijo que le parecía muy bien. Empezó a impacientarse y a simultáneamente a sentirse cada vez más seguro de sí mismo.

Entonces ella, en forma disimulada, rozó con sus dedos el botón de la blusa como queriendo abrocharlo. Él acompañó con los ojos el movimiento de su mano y sin ningún pudor le dijo que lo dejase así como estaba, que le quedaba bien.

–Así ¿Cómo? –preguntó la mujer.

–Así. Casi por desprenderse está mucho más interesante –acotó él con algo de picardía.

–Quizá a este botón le haga falta alguna ayuda. ¿No le parece?  –sugirió ella. Cuando dijo esto, la mujer apartó su mano de la blusa y se irguió un poco sobre la mesa. Eso acentuó aún más el volumen de su busto. Él no pudo menos que quedarse callado y mirando. Esa era su oportunidad de avanzar.

En voz más baja pero con claridad le dijo que podían ir hasta su casa a tomar el café, como ella había propuesto, e intentarlo con el botón…

–Con todos los botones, si fuese necesario –interrumpió la mujer. Y de inmediato agregó:

– ¡Bueno, vamos!, pero te va a salir dos mil quinientos pesos.

Después se acomodó en la silla apoyándose bien sobre el respaldo. Él se quedó mirándola. Su cara iba desde la decepción a la incredulidad.

Inmediatamente se levantó de la silla y le dijo a la mujer que iba al baño y enseguida volvía. Sin cuidarse mucho de ser visto por ella, salió a la calle por una de las puertas laterales.

Deja un comentario