Una voz interior, apagándose

©   Alejandro Abate (1985-2015)

Un día tomé la decisión de no ir más. No fue premeditado, estaba cansado y eso me pareció suficiente.

Hombre en la ventanaFue en invierno. Una mañana después de escuchar el despertador, pensé que sería bueno quedarme un rato más en la cama. Pensé en los colectivos; en las colas a la intemperie; en el subterráneo; en las estúpidas conversaciones por los teléfonos móviles que me veía obligado a escuchar. Cavilé en los confusos itinerarios matinales y en esa fría desorientación que me hacía detener en una esquina cualquiera y preguntarme qué estaba haciendo.

Recordé una vez más que en el lugar a donde yo iba, los depósitos de los baños estaban tapados, apenas si corría un poco de agua y las manchas y grafitis en los excusados me parecían atroces. Era un horror irreproducible.

Me convencí: apagué el velador y tapándome hasta las orejas, seguí durmiendo sin ningún remordimiento.

Muchas veces había premeditado no ir por un día o dos. Me limitaba a llamar por teléfono y decir que no me sentía bien y que prefería quedarme en casa para reponerme.

Pasaba el primer día eufórico y realizaba grandes adelantos en mis inventos. En aquel tiempo mis actividades creativas se ceñían a desarmar cajones de manzanas que apilaba en el balcón. A hacer eso, lo llamaba mis inventos.

Al segundo día de ausencia, mi euforia disminuía y empezaban las inquietudes, pensando que era injusto, ¡oh ingenuo! que otro, tuviese que cargar con lo que yo no estaba haciendo aparte de lo que ya a él le tocaba. Al interpretarlo de ese modo, dejaba los cajones, el martillo y casi sin afeitarme corría hacia allá y decía que ya me sentía mejor y que por eso había vuelto.

En esta oportunidad fue distinto.

Ellos me habían cansado. Durante mucho tiempo traté de integrarme, y callado como siempre fui, no daba opiniones ni pareceres. Mi aspecto  era muy raro, (lo sé). A mis espaldas me tomaban el pelo. Cuando se atrevían a hacerlo de frente, yo respondía con una sonrisa indiferente. Esto,  les molestaba aún más. Entiendo que me toleraban y hasta podría decir que también me querían. Además, siempre les fui bastante útil y nunca les causé grandes problemas. Para ser justo: era buena gente, demasiado idiotas, por cierto, pero tenían la inmensa suerte de no saberlo.  Por eso eran felices, porque su ambiente era el de la felicidad,  insulsa,  pero felicidad al fin. Si no fui más, no fue por ellos: había muchas cosas en mí que me llevaron a tomar esa decisión.

Hablo de ellos en pasado, debería  hacerlo en presente, porque es probable que en este momento deben estar allá: pisoteándose, como acostumbraban hacer.

Cuando me desperté casi al mediodía, era un día de sol. Traté de aprovecharlo. Salí a caminar, algo que había dejado de hacer. Salí sin temor a ser visto: la ciudad es grande, pero siempre hay alguien que nos ve. Esta vez fue diferente. Salí y me mostré tal cual era y no como querían que fuese. En aquel lugar yo había tomado el hábito de disimular. Era el Gran Simulador. Me amoldaba a los demás, siempre. Nunca a mí mismo. Y aunque no me salía muy bien, lo mío era una actuación.

El día fue pasando y a medida que el sol desaparecía, mis pasos me llevaron por barrios que ya había olvidado. Crucé por parques y plazas; anduve por avenidas anchas y arboladas, lugares que casi no recordaba. Aquella vez la ciudad era para mí desconocida. Algo en mi interior fue cambiando.

Mi madre y mi hermana venían a verme preocupadas. Consideraban que mi actitud no era más que una rebeldía pasajera, que pronto se me pasaría y que al volver allá todo tornaría a la normalidad. Les explicaba que no. Que nunca volvería, que mis días ahora eran distintos: plenos. Discutíamos. Sin entenderlo, tanto una como la otra lloraban y se iban dejándome dinero. El mío ya se había acabado.

Los de allá, no sé cómo dieron con una de ellas y por su intermedio trataron de persuadirme con argumentos que yo no pude ni me interesó entender. Nada lograron. Mi decisión era irrevocable. Hasta uno de ellos se acercó hasta aquí y sostuvo un largo monólogo hablándome de mi estado (había dejado de afeitarme y esas cosas). Argumentó algo en relación a La Sociedad de la que todos formábamos parte y de Las Misiones y Los Lugares que cada uno debía cumplir y ocupar en la vida. Qué misiones, qué lugares, preguntaba yo sin poder entender a qué cosas él denominaba de esa forma. Lo insulté y lo eche de mi casa. Se retiró dando un portazo, vociferando por los pasillos que me arrepentiría.

A los pocos días llegó el primer telegrama que hablaba de no sé qué justificaciones y qué cosas sin aviso. El segundo no lo abrí, ni el tercero, si es que lo hubo.

Desde aquella entrevista noté que algo se iba rompiendo dentro de mí. Era algo que no tenía nada que ver con el arrepentimiento y la duda, pero que igual me apretaba en el pecho. Las horas cada vez se hicieron más largas y quizás a causa de mi debilidad dejé las largas caminatas y las fui cambiando por las prolongadas siestas. Duermo mucho. Tanto, que hasta he perdido la noción del tiempo.

Fui dejando los inventos y poco a poco cualquier otra actividad que no fuese la necesaria. Voy perdiendo el empuje inicial, y siento que la mañana en que decidí no ir más, es algo lejano.

A veces oigo que desde afuera golpean y que tiran papeles por debajo de la puerta. Ahí están, amontonándose. No me interesan, son parte de otro mundo. En otras oportunidades los siento dar fuertes gritos. Creo que me insultan y amenazan, al rato me acostumbro y no los escucho más.

Oigo por momentos un murmullo, casi inaudible: es mi voz que me dice algo que quizás no pueda o no quiera entender. Es como una voz interior, apagándose.

Paso largas horas frente a esta ventana. Miro el mundo sin verlo: ya no me pertenece. Pienso que éste fue mi destino. Quise hacer algo para recobrar mí mundo, pero el mundo es uno e indivisible: se está o no se está. No pude hacerlo. Tal vez no tuve la fuerza suficiente. Sólo me falta esperar mirando hacia afuera. Por la luz y la oscuridad que se repiten en forma empecinada, veo que van pasando las horas. Sé que algún día derribarán la puerta y me encontrarán aquí, sentado y esperando.

A lo mejor, alguno de los que entre aquí, pegará un grito y se tapará la cara con las manos para no ver. Después, cuando todo pase y hayan removido y limpiado este lugar, harán fuerza para olvidar.


(Este relato formó parte del concurso literario del Centro Cultural Julio Cortázar, y obtuvo una mención. Noviembre de 2015.

N. del A.

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