Isabelita, La Pandemia

Isabelita, La Pandemia.

© Alejandro Abate. Julio 2015

Dónde estará La Pandemia ahora. Quién de nosotros fue el último que la vio.

La Pandemia

Isabelita no era una mujer fea, pero para ser justos tampoco era linda. Algo había de desproporción en su imagen. A primera vista, uno pensaba que era demasiado cabezona, o que la sensación que se tenía al ver el tamaño de la cabeza con respecto al resto del cuerpo, se debía a que sus hombros eran estrechos, y por eso su cabeza parecía más grande.

Los que alguna vez la vimos desnuda, y no fuimos pocos los que tuvimos la oportunidad, sabíamos que fea, lo que se dice fea tampoco era.

Poseía una cabellera lacia, con una ondulación en sus mechas y una pequeña comba hacia afuera. Esto hacía que sus hombros, al estar cubiertos por el pelo, quedaban algo ocultos y así no se notaba su estrechez.

Por ser una mujer joven, su delantera tenía la tendencia al zangoloteo. Sus tetas eran abiertas y erguidas, y su firmeza dependía del tipo de sostén que utilizara, siempre  que los usara.

Cuando caminaba desnuda, sus pechos se movían hacia afuera también. Tenía una belleza centrífuga. Emanaba cierta sensualidad.

Sus piernas, de muslos bien torneados y robustos, no daban sensación de gordura. La hacían sólida y bien parada sobre sí misma. Tenía un aire seguro al caminar. Y lo hacía con elegancia, moviendo en forma acompasada sus nalgas voluminosas.

La piel era de matiz oscuro, cetrino, suave y pareja. Sobre todo, la ausencia de bello axilar y púbico, era como un valor agregado. Sin imperfecciones: toda  tersura.

El rostro moreno y de pómulos aindiados, se iluminaba con unos ojos gris-verdosos vivaces,  y una boca sensual y carnosa. Tenía un tic: se humedecía los labios con la lengua en forma constante y se detenía en ambas comisuras.

Nosotros la identificábamos con el apodo de “La Pandemia”. Quizá, no era exacto este sustantivo como mote para saber de quién estábamos hablando. Si le habíamos dado ese sobrenombre, era en relación al contagio que se daba al apreciar su extraña belleza. Nos contagiábamos el gusto por mirarla, por saber algo más de ella. Su amor, era eso, contagioso y pandémico, se esparcía como una endemia.

Isabelita, desconocía por completo el nombre que le dábamos para referirnos a ella. Vivíamos en un pueblo fronterizo, y siempre estaban circulando nuevos vecinos, en tanto que otros, así como llegaban también desaparecían.

Cuando algún cartero o mensajero preguntaba por Isabel Rodríguez, salvo sus amistades más cercanas, nadie la reconocía por ese nombre. Ella era “Isabelita” o directamente “La Pandemia”. Los que éramos más grandes, y habíamos conocido a Isabelita algunos años atrás, sabíamos bien de esa suerte de “infección” que nos invadía. El hijo del almacenero, fue el primero que la conoció bien. Quiero decir, fue el primero que la vio desnuda y que tuvo “algo” con ella. Hasta que se corrió la voz de cómo era La Pandemia, pasaron unos meses. Después, todos fuimos conociéndola mejor.

En honor a la verdad ella no era una chica rápida que cambiara de amor muy seguido. No, para nada. También se enamoraba. Era directa y no daba muchas vueltas con las cosas. Si uno le caía bien, ella actuaba. Aceleraba los trámites. No hacía falta que le hicieran mucha corte. Se las ingeniaba para que el asunto terminase rápido y en la cama. No es que fuese promiscua, nada de eso: era práctica, nada más.

No había ni uno de nosotros que en su momento, cuando nos había tocado el turno, no nos hubiésemos enamorado de ella. Pues ese conjunto de contradicciones respecto de su cuerpo y su extraña belleza, se hacían notar enseguida. Desde su especial perfume, Isabelita usaba una fragancia desconocida, hasta sus vestimentas sencillas y ligeras, atraían de por sí. Llamaban la atención. Parecía que nunca tenía frío. Pues no era mucha la ropa que se ponía encima, y por consiguiente, también era rápida para quedar desnuda por completo. Eso sí: con mucha discreción, clase y estilo.

No teníamos muy preciso dónde era el sitio en que vivía. Aparecía por la pensión bien temprano, como si trabajase ahí de doméstica o algo así, y al final del día, desaparecía sin que nos diésemos cuenta. Cuando pasaba la noche con alguno de nosotros, se levantaba antes de que nos despertáramos y se esfumaba.

Así fue que un día se evaporó. Al principio, creímos que era en forma pasajera, que estaba ocupada con alguno de nosotros, y que ese amor incondicional, estuviese durando un poco más de lo habitual, como había ocurrido ya en algunas oportunidades. Pasaron los días y las semanas y ahí, poco a poco, entendimos que ya no volveríamos a verla más.

Ahora, muchas tardes, en rueda de amigos y confidentes, contamos las historias que tuvimos con ella. Nos lamentamos, y apenas mirándonos, casi sin hablar, nos preguntamos: Dónde estará La Pandemia.

 

 

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