Trapos (T.O.C.)

Trapos (T.O.C.) (*)

Mujer en el espejo

 No, no estaba conforme. Mientras esperaba el colectivo, aprovechó para mirarse una vez más en el reflejo de la vidriera de la casa de muebles. Volvería a cambiarse de ropa.

Ya era la segunda vez que entraba a su casa en el transcurso de los últimos veinte minutos. La primera vez, el encargado, la miró con esa especie de entendimiento condescendiente cuando uno vuelve a entrar a su edificio a los cinco minutos de haber salido. Ella hizo un gesto como de que se había olvidado algo.
-No se haga problema, Mercedes –dijo al verla entrar el encargado –deje la puerta abierta del ascensor así no se retrasa más. Si entra y sale, no pasa nada.
Ella le sonrió en forma forzada y se metió en el ascensor, y mientras subía, se miraba en el triple juego de espejos:
–No –pensó: –esta pollera definitivamente no me queda bien con estos zapatos.
Cuando volvió a salir, con otros zapatos y cartera distintos, el encargado por suerte estaba distraído hablando con el viejo del séptimo, y no notó nada raro. Pero ahora que iba a volver a entrar por tercera vez a cambiarse, lo más probable es que cuando saliese de nuevo, el encargado le notaría algo distinto.
–Bueno, –se dijo, –al fin y al cabo, ¿a él qué le importa? –entonces, abrió la puerta del edificio y lo volvió a encontrar:
–Hoy parece que es el día de los olvidadizos –dijo el portero desplegando una sonrisa dudosa.
–Sí –dijo ella –la verdad es que me voy a cambiar porque me parece que cuando más tarde vuelva, va a refrescar.
El tipo la miró sin contestar y siguió barriendo.
Desde la mañana, cuando se levantó, con el apuro de no llegar tarde, se había parado en pijamas frente al placard, fue sacando distintas combinaciones de prendas como para elegir alguna. Apoyándolas sobre la cama, empezó a probárselas y a mirarse en el espejo detrás de la puerta del dormitorio. Iba y venía desde las gavetas hacia el espejo.
–¿Qué estás haciendo? –refunfuñó su marido aún dentro de la cama, tapado casi hasta los ojos.
–Nada. Seguí durmiendo y dejame tranquila –apuntó ella en voz muy baja.
–Ya no puedo –dijo él –si todos los días hacés lo mismo. ¡Por qué no elegís la ropa que te vas a poner por la noche, así no das tanta vuelta! –el hombre la miraba no con sorpresa, sino que con el ceño fruncido. Parecía molesto.
– ¡Vos no entendés! –dijo Mercedes probándose una blusa blanca, -a ver, decime: ¿cómo me quedaría esta con la falda color bordó?
–Bien. Todo te queda bien, Merchu. A ver, decime: por qué siempre das tanta vuelta para vestirte, ¿me podés explicar?
–Es que no quiero repetir los colores, y también, yo soy muy cuidadosa para combinarlos. No hago como vos, que te ponés cualquier corbata con cualquier color de camisa –dijo ella sin mirarlo.
–¡Bahhh! –contestó él de mala gana, y volvió a darse vuelta sobre la cama.
Ella ahora había abierto el cajón de la cómoda buscando algo que le parecía que lo había guardado ahí. La puerta del placard permanecía aún abierta y el gato se metió adentro. Cuando el marido se dio cuenta, se levantó de la cama y sin ponerse las pantuflas empezó a buscarlo entre los zapatos.
–¡Salí de ahí, Manolo! –dijo casi a los gritos, –Che, fijate bien lo que hacés. Mirá que éste se queda ahí durmiendo y después cuando yo me voy y cierro todo lo que vos dejás abierto, si queda encerrado adentro, hace un despelote bárbaro. ¡Pobre animal!
Mercedes seguía buscando dentro del cajón de la cómoda. Ya había sacado media docena de pañuelos de cuello que reposaban sobre la cama. Su marido quiso volver a acostarse, pues para él era temprano, pero el desparramo de ropa sobre el acolchado, le hizo cambiar de idea. Agarró a su vez su ropa interior de los cajones que le tocaban a él, y se metió en el baño para darse una ducha.
Cuando ella estuvo sola, se sacó la pollera bordó, y se puso el pantalón negro acampanado. Le pareció que con la blusa blanca, ese pantalón no iba. Fue otra vez hacia el armario y sacó el trajecito color beige.
–Pero con esta blusa no me va a ir bien –se dijo a sí misma mirándose al espejo por milésima vez. Volvió hacia el ropero y buscó la camisa de seda natural. Cuando la encontró, le pareció que estaba arrugada. Pensó en plancharla, pero al mirar el reloj luminoso sobre la mesa de luz, se dio cuenta que se le hacía muy tarde. Por otro lado, si se ponía esa blusa tendría que cambiarse el corpiño, puesto que la blusa era bastante translúcida y no le gustaba que contrastase con el color del sostén. Cuando escuchó el sonido de la ducha en el baño pensó que había dejado los lentes de ver de lejos apoyados sobre el borde del espejo. Si entraba a buscarlos, con el vapor que hacía su marido cada vez que se bañaba, se le iba a arruinar el maquillaje.
Guardó la camisa de seda, se puso la blusa blanca de nuevo, y pensó que los pantalones no le ajustaban bien. Se decidió por la falda azul marino. Cuando se la estaba poniendo notó que el color de los zapatos no pegaba con el de la pollera.
– ¡Mierda! –dijo en voz baja, –bien sabía yo que estos zapatos color guinda no combinaban con cualquier color. Y menos con el azul.
Se agachó en la parte baja del guardarropa, y tratando de que Manuel no se colara otra vez, buscó las botitas negras. Manuel olía el cuero mientras ella se abrochaba las botas.
– ¡Salí de aquí! –le dijo al gato que ya enfilaba para el placard.
–El negro sí que va con todo –pensó en voz alta entre tanto se sentaba en la cama mirándose el calzado. Una vez lista, reparó que la malla metálica del reloj no quedaba bien con ese tipo de camisa. Buscó en la mesa de luz, el reloj Cartier, que tenía malla de cuero negro. Pero era de un cuero brillante, mientras que el cuero de las botas era bastante opaco.
Se puso el reloj, se miró una vez más al espejo y fue de nuevo hasta el lugar donde guardaba los zapatos.
En la parte baja del placard, había más o menos entre veinte y veinticinco pares de calzado, desde botas hasta ojotas, acomodados en dos hileras desde el fondo del armario hacia la parte delantera. El olor a desodorante de calzado inundaba esa parte del guardarropa. Ella también era muy cuidadosa con ese detalle.
Se agachó, buscó unos zapatos altos de charol, y sentada en la cama se los calzó. Miró la malla del reloj, y le pareció bastante a tono. Por lo menos, los dos eran brillantes.
El marido aún continuaba bajo la ducha. Entreabrió la puerta rápido, para que el vapor no la inundara:
–Ya me voy. Estoy algo retrasada –dijo.
– ¿Pero cómo? –gritó el hombre desde atrás de la mampara: – ¿no te habías ido ya?
Ella cerró la puerta sin contestar y después salió al palier. Esperó el ascensor, y una vez dentro mientras bajaba, trató de mirar hacia abajo para no verse reflejada en los espejos. Le fue imposible. Miró la hora una vez más:
–Las nueve y veinte –murmuró. –Ya me voy, ya me estoy yendo –repetía para sí misma.
Esa había sido la segunda vez que había vuelto. Por eso ahora, ya le daba un poco de vergüenza volver a entrar y que el portero le dijese algo. Pero tuvo suerte que el hombre se había metido dentro del sótano a buscar algo y por eso no la vio.
Cuando entró ya por tercera vez a su departamento, su marido ya estaba vestido.
– ¿Qué hacés vos todavía aquí. No te habías ido ya? –dijo el hombre sorprendido, –ya no vas a llegar ni con un táxi de contramano.
–Mirá, querido –dijo ella pasando hacia el dormitorio, –no tengo ningún problema en llegar un poco más tarde. Entendé que hoy hay reunión de directorio y no puedo ir vestida así nomás! Por otro lado, la reunión es cerca del mediodía, así que no hay tanto apuro. ¡Dejame que me vista como a mí me parece! –lo dijo haciendo gestos con los dos brazos juntos.
– ¡Chiflada! Si estás de punta en blanco, ¿o te vas a cambiar otra vez? –el hombre la miraba de arriba hacia abajo.
–Sí, sabés que soy muy exigente con la elegancia –replicó ella sacándose la ropa.
– ¿Exigente? –ironizó él, – ¡exigente, no: sos es una loca, una obsesiva! –dijo el marido y poniéndose el saco se fue dando un portazo.
Ella quedó dudando frente al placard, aún sin decidirse entre todo lo que había allí colgado.

© Alejandro Abate. Agosto 2014

(*) T.O.C.: Trastorno obsesivo compulsivo.

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