Homicidio culposo agravado

© 2014-2021 – Alejandro Abate.

Tenía una forma imprecisa y desigual. Mirándola bien, parecía un rectángulo con los ángulos redondeados. Era la misma mancha que lo seguía desde la tarde, cuando lo habían trasladado a esa celda. Un cuarto más bien bajo, con una bombita que colgaba del cielo raso, sólo con dos cables sucios de moscas y el portalámparas. También había dos literas, un lavamanos y un inodoro inmundo, y las rejas de pared a pared.

Antes de estar ahí, desde la mañana temprano, y una vez terminado el juicio oral, lo habían alojado en una habitación del Juzgado que tenía ventanas con rejas hacia la calle Tucumán y que para nada parecía una cárcel.

En cambio, esta celda tenía olor a aire viciado y escrementos.

Estaba sólo. El otro camastro, estaba sin colchón, y en los pocos estantes que había no se veía rastro alguno de otro preso. Sólo la mancha de forma extraña en la pared.

Llegada la noche, una vez que los guardias dejaron de merodear por los pasillos, se acercó a la mancha y lo primero que hizo fue pasarle la palma de la mano. Casi en forma instintiva, acercó la nariz y la olió: no reconoció ningún olor.

Luego pasó la mano otra vez y la dejó un instante apoyada: en forma rotunda, la mancha no era de humedad. De eso estaba seguro. Tampoco parecía una mancha hecha por alguna salpicadura de algún líquido. Si la miraba desde distintos ángulos, la mancha cambiaba de formato. Había algo en su contextura que le daba la sensación que no se había producido desde afuera, sino todo lo contrario.

Como las angustias y las tristezas por las injusticias: salían desde dentro y rara vez se manifestaban hacia el exterior. La mancha, no obstante, era desde el interior. Como si dentro de la pared, surgiese “algo” que le daba ese aspecto. Pero no era una mancha de humedad.

Cuando apagaron las luces desde el tablero general, se acostó, y en la penumbra de la celda aún podía seguir viendo los contornos cambiantes de la mancha. Tardó en dormirse, y varias veces se despertó en la noche reconociendo la extraña forma sobre la pared. No sabía bien cómo, pero había algo en esa forma que lo acongojaba. ¿Había tenido un sueño, o era un recuerdo de alguna realidad? Estaba ahí, como él, pero quizá “no debía estar”. Pero seguía en la oscuridad en medio de la pared.

A la mañana del tercer día vinieron dos guardias acompañando a un tipo, y se detuvieron delante de su reja:

-Tenés compañía- dijo uno de los guardias abriendo las cerraduras y empujando al nuevo preso dentro de la celda.

El sujeto entró y se sentó en la otra litera. Traía un bolso todo raído del cuál empezó a sacar algunas prendas y a acomodarlas. Otro guardia trajo una colchoneta y unas mantas. Se las alcanzaron al nuevo haciéndolas pasar por entre los barrotes.

Él se quedó en silencio, sentado en su camastro.

Un rato después de que se fueron los guardias, le preguntó al “nuevo” su nombre:

-Me dicen el Oscuro- dijo en voz baja. Su mote lo identificaba muy bien, pensó. Luego se quedaron callados. El nuevo quedó del lado de la pared donde estaba la mancha.

Por hablar de algo en una situación tan incómoda como esa, tenía ganas de preguntarle a qué le hacía acordar esa mancha en la pared. Pero no quería importunarlo. Su experiencia, le decía que en esos casos era mejor hablar poco, poco y claro. Con mensajes certeros y que no lo llevasen a la obligación de contar su historia personal y por qué había terminado ahí.

Pasaron un largo rato en silencio. El Oscuro acomodó la colchoneta y después se tiró en el camastro, con los brazos cruzados. Miraba hacia arriba. La mancha quedaba a un costado de su cuerpo, sobre la cama que ocupaba en la pared lateral izquierda.

Llegó la noche y después de las viandas y las recorridas de los guardias, apagaron las luces como cada anochecer.

Al otro día hablaron un poco más, pero sólo sobre las costumbres del penal; de los celadores; del patio y de las comidas. Él dijo que el “rancho” no era de lo mejor, pero que tampoco estaba tan mal. Le contó que desde que estaba ahí sólo había pasado por una única razia.

El Oscuro, lo miraba y apenas contestaba con monosílabos. Hizo algunas preguntas, pero como acotaciones. No daba mucha información sobre sí mismo. Tanto uno como el otro, se cuidaban mucho de no dejar filtrar en la conversación algún “dato” revelador.

Así siguieron durante varios días.

Hasta que una tarde, él se animó y empezó a hablar un poco más de sí mismo. Le contó, en forma difusa, cómo había terminado en la cárcel: Por culpa de un inconsciente, él pagaba en forma injusta. Lo de siempre. Ese sentimiento de impotencia frente al encierro. A la falta de esperanza. Le habló del juicio oral, de los agravantes y los atenuantes, la posibilidad de apelar, etcétera.

El Oscuro asentía con atención, sin hacer comentarios.

El monólogo siguió un rato más. Hasta que en un momento confesó que se sentía como esa mancha ahí en el muro, dijo apuntando la cara hacia la mancha.

El tipo lo miró asombrado y él le señaló la forma que veía sobre la pared arriba de la cama, y le siguió la mirada mientras el otro observaba el muro de arriba hacia abajo, buscando.

El Oscuro entonces, volvió la mirada hacia él:

–Yo no veo ninguna mancha –dijo.

Deja un comentario