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Nunca más voy a volver a repetir

Nuca más voy a volver a repetir. Bueno, lo cierto es que no estoy muy seguro de esa  afirmación negativa. No hacer más algo. Yo no lo puedo asegurar, porque yo, como dice uno de mis pocos amigos, es que me estoy mirando el ombligo todo el día.

Me miro el ombligo. Sí.

Hablo fuerte. La naturaleza me ha dotado de una voz sonora, grave, y que se escucha muy bien hasta cuando emito algún susurro. Me gusta escuchar mi voz. Me escucho cuando hablo, y la sonoridad de mi voz es muy grata de escuchar.

Ese mismo amigo, me repite hasta el cansancio que yo no escucho a los demás, sino que sólo a mí mismo. Y bueno, qué culpa tengo yo si los demás hablan bajo, o dicen cosas que no se les entiende. Me aburren. Por eso es que me escucho a mí mismo y me importa un bledo lo que los demás intentan decir. En definitiva, es un problema de dicción. No abren bien la boca como yo. No articulan bien lo que van diciendo, más allá que a mí me importe o no.

También está el tema de mi figura.

Mi madre siempre me dice y me repite que yo tengo muy buena figura. Soy alto, delgado, tengo ojos claros y el pelo castaño claro. Mi piel, ni bien me expongo un poco al sol, se torna de un color cobrizo. No paso por esa forma indefinida entre estar rojo como un tomate y luego con la piel descascarándose. No. Yo tomo un bronceado parejo y me dura todo el verano.  En resumen, soy un tipo muy atractivo. Yo lo constato muchas veces al día en los espejos todo cuerpo que tengo en mi casa.

Pero, como decía al principio, debería ir deponiendo en forma paulatina esta actitud que a los demás parece molestarle tanto. Al principio, ni bien me conocen y toman contacto conmigo, se fascinan. Me doy cuenta que les impacto enseguida. Sobre todo a las mujeres. Se acercan, tratan de hablarme y de contarme sus cosas. Cuando se dan cuenta que yo sólo hablo de mí y de lo que me pasa, se van alejando. No tan poco a poco como cuando se acercan. Dejan de hablarme, y ya no escuchan mi voz. Se lo pierden.

Por suerte aún me queda mi amigo. Él hace mucho que no me escucha, pero lo disimulamos bastante bien. Me deja hablar y que le cuente mis historias del pasado, y ya no me pregunta sobre ningún detalle. Él hace ya mucho que no me habla nada de él. O sea que no tengo que hacer ningún esfuerzo disimulando que lo escucho. Ambos lo hacemos. Es que a mí me gusta mirarme el ombligo.

Ahora me está doliendo el estómago. Me duele de una forma rara, de afuera hacia adentro.

Yo siempre publico en mis grupos de Whatsapp todo lo que me duele y todo lo que me dicen los médicos a los que siempre voy. En resumen: voy al urólogo, al dermatólogo, obviamente al psicólogo, al nutricionista y al proctólogo, obvio.

Y publico y comento con mis otros contactos de los grupos,  los remedios que me dan, los resultados de los análisis de sangre, y el tipo de drogas que incluyen los medicamentos y para qué sirven.

Vuelvo ahora a pensar que debería cambiar. Inclusive para mi bien. Pues los otros, se van a ir cansando de mí.

Pero todo es muy difícil. Para colmo ahora con tantas redes sociales que hay. Yo me anoto en todas. Como dije antes, al principio se enganchan conmigo y comentan mis publicaciones. Después, sólo ponen una tilde o esos dibujitos de caritas.

Y luego, ya dejan de entrar en mis redes.

Me gusta hablar de mí, y no me interesa lo de los demás. Debería dejar de hacerlo. Pero me es muy difícil. Por eso es que pienso que nunca más voy a volver a repetir.

Y ahora, me saco una selfie y la publico.

Rauch

©  Alejandro Abate. 2022

                Muchas veces cuando Rauch sube y se echa en el sillón mientras ellos se disponen a ver algo en televisión, Juan lo acaricia. Repasa con su mano la zona de la cicatriz en la pata del perro. Rauch se deja acariciar y lo mira como sólo un perro mira a su mejor amigo. Entonces Juan, no puede menos que recordar.

. . .

Eran algo más de las cuatro de la tarde y la ruta Treinta estaba bastante despejada. Juan y Mariana iban a pasar unos días a Tandil con los padres de ella. Se acercaban a la población de Chapaleoufú y las máquinas de asfalto sobre las banquinas generaban la idea de Hombres Trabajando. Antes del cartel de Zona Urbanizada, Juan ya había disminuido la velocidad a menos de cincuenta kilómetros por hora. Cuando apartó la vista del tablero vio de pronto un perro que se cruzaba por delante apareciendo detrás de una máquina vial. A pesar de clavar los frenos, y por el sordo golpe que sintió en el fuselaje del auto, se dio cuenta que lo había atropellado.

Mariana gritó algo que Juan no llegó a escuchar. Puso el balizador y abriendo la puerta bajó. Caminó hacia el frente del auto agarrándose la cabeza. Ella vio que se quedó parado mirando hacia abajo haciéndole señas para que bajara ella también.

El perro estaba tirando en el asfalto, tiritando intentaba pararse y gemía al moverse. Se acercaron y Juan vio que tenía un raspón en el hocico y que una de sus patas traseras estaba también lastimada. Mariana empezó a acariciarlo diciéndole pobrecito, ya te vamos a sacar de aquí. Miró a Juan y le dijo que era mejor que lo corriesen hacia la banquina. Entre los dos lo tomaron por debajo de las patas delanteras, lo alzaron y lo corrieron hacia el pasto que crecía al borde de la ruta. Mariana se quedó con el perro y Juan entonces movió el auto fuera de la calzada unos metros más adelante.

Era un perro de tamaño mediano, de pelo amarillento y corto. Aunque no parecía muy lastimado, cuando intentaba pararse, había algo en su pata lastimada que no se lo permitía.

–Hay que hacer algo –dijo Mariana. Pero Juan no estaba convencido. Miraba el reloj, miraba hacia el auto y hacia el campo a los costados. El lugar no estaba muy poblado, pero había algunas casas y galpones en la calle que hacía de colectora de la Treinta.

–Dejémoslo aquí –dijo entonces. Mariana lo miró de esa forma que sólo Juan conocía.

– ¡No¡ -gritó Mariana –¡ayudame a ponerlo en el asiento de atrás que si vos no querés, yo me encargo de llevarlo a algún lugar para que lo revisen! –Mariana tenía ese tono de voz inconfundible para Juan.

-¡Bueno, vamos! –respondió él y fue hacia el auto para abrir la puerta trasera. De un bolso que también estaba en el asiento, revolviendo sacó una toalla y la extendió sobre el tapizado. Cuando volvía hacia Mariana y el perro, vio que ella ya lo había alzado dirigiéndose hacia el auto. Entre los dos lo apoyaron con suavidad sobre la toalla. El perro tiritaba y seguía gimiendo.

–Dejame manejar a mí y vos mirá en Google la dirección de alguna veterinaria en Rauch –dijo Mariana –Aquí en Chapaleoufú no debe haber nada –sentenció

Salieron y Mariana cruzó el pueblo a bastante velocidad. Faltaban sólo treinta  kilómetros para Rauch, y el perro parecía estar más tranquilo. Iba lamiéndose la herida de la pata.

-En la calle Moreno al quinientos de Rauch hay una veterinaria abierta –dijo Juan mirando la pantalla del celular.

En sólo veinte minutos llegaron a la Veterinaria. Estacionaron en la puerta. Eran algo más de las cinco de la tarde y por la calle desierta aún iluminaba el sol de la tarde. Juan envolvió al perro con la toalla y alzándolo entraron a la veterinaria.

Los atendió una señora de pelo oscuro. Les pidió que apoyaran el perro en una camilla y les dijo que ya volvía con su marido. Volvieron enseguida y el veterinario, un hombre de mediana edad les pidió que se apartaran. Agarró al perro del collar y le examinó la pata lastimada. El perro dejaba que lo tocaran mansamente, como si entendiera que lo estaban ayudando. Luego de observarlo, el veterinario dijo que era mejor sacar una radiografía. Trajo entonces un aparato portátil y pidiéndole a Mariana que la ayudase a sostener el perro procedió a hacerle la placa.

Llevó el aparato al cuarto por donde había venido, y a los pocos minutos volvió con la radiografía y dijo que por suerte no tenía fractura.

–Puede sí tener algún desgarro muscular o un golpe interno –dijo, acariciando la cabeza del perro.

–Voy igual a desinfectarle la herida y vendarlo –siguió hablando el veterinario  –así le ayuda a inmovilizar la pata. Convendría tener al animal en observación por lo menos por esta noche. Podría manifestar algún otro síntoma en las siguientes horas –agregó

Cuando terminó de vendar al animal, se dirigió al mostrador y les dio dos frascos y un gotero.

–Tienen que darle veinte gotas de cada uno de estos frasquitos dos o tres veces por el resto de la tarde. Son un analgésico y un antibiótico. Por las dudas, remarcó el hombre. Vamos a darle ahora una primera dosis.

Entre los tres, pudieron abrirle la boca al perro y darle las gotas. Se lamió el hocico, se mostró dócil y hasta empezó a mover la cola. Se notaba que era un perro cariñoso.

También se dieron cuenta que en el collar tenía prendida una chapita con un número telefónico.

–No es de aquí de Rauch –dijo la mujer del veterinario. –No me parece –aseguró el marido.

Entre una y otra cosa se habían hecho como las siete y media de la tarde. Juan pagó y Mariana alzó nuevamente el perro y el veterinario los acompañó hasta el auto y les ayudó a meterlo en el asiento de atrás. Luego les recomendó que no dejen de observar su comportamiento.

–Por las dudas –volvió a repetir.

Subieron al auto y arrancaron. A las pocas cuadras, Juan detuvo el auto y se miraron a la cara.

-¿Y ahora qué hacemos? –se preguntaron los dos.

Juan arrancó como para buscar la salida del pueblo hacia la ruta. Ya estaba anocheciendo y a ninguno de los dos les gustaba conducir de noche.

–Busquemos un lugar para cenar y dormir –dijo Mariana –no quiero llegar a Tandil tan tarde. De paso controlamos cómo va el perrito.

Recostado en el asiento trasero, el perro se lamía la venda. Juan le chistó, y el perro lo miró y bajó las orejas, poniendo cara de yo no fui.

A Juan se le ocurrió que podrían llamar al teléfono que estaba en la chapita del collar. Estacionó cerca de la esquina y dándose vuelta y acariciando al perro, le dictó el número a Mariana para que lo marcase. Llamaron, una, dos, tres veces. Pero nadie atendía. Le cambiaron al número el once por la característica del lugar y ahí sí atendió un hombre de voz cascada.

–Buenas noches señor, –dijo Juan –encontramos cerca de Rauch un perrito que tiene una identificación con este número de teléfono. Del otro lado del teléfono Juan escuchaba al hombre que balbuceaba algo  ­–Ahhh sí… pero ese perro se me escapó hace unos cuantos días. Es de mi hija, pero ella ahora no está, viajó, y yo no lo quiero. Es muy cachorro y lo único que nos trajo es problemas –y luego cortó.

Juan llamó otra vez pero nadie atendió. Se miraron entre ellos. Luego resolvieron buscar algo para pasar la noche. Cuando iban para la veterinaria, habían visto unos carteles donde decía Alojamiento. Se dirigieron hasta ahí.

Se instalaron en una hostería que aceptaba mascotas. Cuando fueron a bajar el perro, notaron que ya se había parado sobre sus cuatro patas. Juan se sacó el cinturón e improvisó una correa. Rengueando, el perro iba junto a ellos y sus bolsos. En la puerta del cuarto, Mariana le sacó la chapita del collar y la tiró entre los yuyos.

Comieron ahí mismo y le pidieron al dueño de la hostería algo para el perro. Les trajo un rejunte de carne asada que el perro devoró.

Por la noche, cuando dormían, Juan notó que el perro se había subido a la cama y le lamió la mano con suavidad.

A la mañana siguiente se levantaron temprano, guardaron los bolsos en el baúl y salieron a la ruta hacia Tandil.

El perro iba con ellos sentado en el asiento de atrás. Con las orejas paradas, miraba hacia adelante a través del parabrisas.

Hasta el próximo adiós

© Alejandro Abate. Mayo. 2021

Hacía mucho tiempo que no iba a verla. Era un día nublado, pero igual se decidió y salió temprano. El trayecto era corto y tardo cerca de media hora.

Bajó del colectivo y caminando con su bastón, no demoró más que unos minutos hasta llegar. Por suerte no se sentía cansado.

Ella siempre estaba igual. Seguramente enseguida notaría que cada vez él estaba más encorvado. Se había dejado la barba y también se dio cuenta con sólo mirarlo.

No hablaron mucho. Él le contó, con un murmullo casi inaudible, algo sobre las plantas y el pasillo del fondo. Le describió la floración de la Santa Rita. Ella siempre sonreía tras el vidrio, su semblante en la eterna juventud.

Se sentó cerca, y permanecieron un buen rato, callados, sólo mirándose. Ya se habían dicho todo y era poco lo que podían agregarle a su larga historia. Entonces el silencio decía mucho más que las palabras.

Después se levantó con movimientos lentos. Caminaba despacio y se le notaba la renguera.  Le hizo chau con la mano. Hasta la próxima, pensó y agarró por la diagonal que llevaba hacia la salida de Jorge Newbery.

– ¡Pronto nos veremos! -dijo en voz alta, apenas dándose vuelta hacia ella, y siguió su marcha.

Sol en la ventana

© Alejandro Abate. 2021

Desde el lugar donde se encontraba su cama, veía sólo una parate del ventanal. Una mampara le ocultaba el resto. Por la mañana temprano, había notado hace ya unos días que el sol se colaba por el único vidrio que no era esmerilado. Eso le hacía bien. Desde que le habían retirado el oxígeno se dio cuenta que estaba más tiempo despierto.

Se le había ocurrido que, si deslizaba un poco la cabeza sobre la almohada, podía divisar un rato más de sol. También podía pedir que corrieran la cama hacia la derecha, pero tanto los médicos como las enfermeras, sobre todo las enfermeras, sólo se detenían un instante al lado de su cama, miraban el aparato para medir el oxígeno que tenía prensado en el pulgar derecho, y se retiraban enseguida. Está todo bien, apenas decían. No se atrevía entonces a pedirles eso.

En esa sala había cuatro camas, todas con sus instrumentos sobre la cabecera y a los costados los tubos de oxígeno. La cama de él ya no tenía el cilindro todo despintado y con las mangueras colgando.

A la mañana siguiente, juntó coraje y se animó a hablarle al médico que hacía la ronda matinal. Con el leve hilo de voz que le salía, le pidió al médico si podían moverlo hacia la derecha. El doctor, como única respuesta le hizo un gesto con la mano y le volvió a decir, como lo hacían las enfermeras, que estaba mejorando y se fue hacia otra cama.

Pasó el resto de la tarde, entre dormido y lúcido, sin distinguir bien cuál era el momento del sueño o de la lucidez. Le habían sacado su teléfono móvil y no tenía ni idea en qué día de la semana estaba.

Algunas veces creyó ver a su hija que se asomaba detrás de la mampara que le tapaba la mitad del ventanal, pero no estaba seguro si es que lo había soñado.

Ese mismo día le dieron en la cena un trozo de pollo hervido con un puré de calabaza. Le habían cambiado la dieta por algo más sustancioso de lo que recordaba que venían dándole. Se sintió bien.

En medio de la noche, con la sala en penumbras, se dio cuenta que estaban moviendo a alguien. No quiso mirar, sin embargo, percibió que la camilla estaba toda cubierta. Luego se durmió profundamente.

Se despertó con el sol en la cara y aunque lo encandilaba sintió una gran placidez. Alguien había movido su cama.

Al rato vino el médico del día anterior, y le comentó que lo notaba mucho mejor. Le hizo un guiño y le levantó el pulgar.

   –En un instante te hacemos el PCR –dijo–.  Y si todo está bien –continuó– mañana ya te podrías levantar.

Homicidio culposo agravado

© 2014-2021 – Alejandro Abate.

Tenía una forma imprecisa y desigual. Mirándola bien, parecía un rectángulo con los ángulos redondeados. Era la misma mancha que lo seguía desde la tarde, cuando lo habían trasladado a esa celda. Un cuarto más bien bajo, con una bombita que colgaba del cielo raso, sólo con dos cables sucios de moscas y el portalámparas. También había dos literas, un lavamanos y un inodoro inmundo, y las rejas de pared a pared.

Antes de estar ahí, desde la mañana temprano, y una vez terminado el juicio oral, lo habían alojado en una habitación del Juzgado que tenía ventanas con rejas hacia la calle Tucumán y que para nada parecía una cárcel.

En cambio, esta celda tenía olor a aire viciado y escrementos.

Estaba sólo. El otro camastro, estaba sin colchón, y en los pocos estantes que había no se veía rastro alguno de otro preso. Sólo la mancha de forma extraña en la pared.

Llegada la noche, una vez que los guardias dejaron de merodear por los pasillos, se acercó a la mancha y lo primero que hizo fue pasarle la palma de la mano. Casi en forma instintiva, acercó la nariz y la olió: no reconoció ningún olor.

Luego pasó la mano otra vez y la dejó un instante apoyada: en forma rotunda, la mancha no era de humedad. De eso estaba seguro. Tampoco parecía una mancha hecha por alguna salpicadura de algún líquido. Si la miraba desde distintos ángulos, la mancha cambiaba de formato. Había algo en su contextura que le daba la sensación que no se había producido desde afuera, sino todo lo contrario.

Como las angustias y las tristezas por las injusticias: salían desde dentro y rara vez se manifestaban hacia el exterior. La mancha, no obstante, era desde el interior. Como si dentro de la pared, surgiese “algo” que le daba ese aspecto. Pero no era una mancha de humedad.

Cuando apagaron las luces desde el tablero general, se acostó, y en la penumbra de la celda aún podía seguir viendo los contornos cambiantes de la mancha. Tardó en dormirse, y varias veces se despertó en la noche reconociendo la extraña forma sobre la pared. No sabía bien cómo, pero había algo en esa forma que lo acongojaba. ¿Había tenido un sueño, o era un recuerdo de alguna realidad? Estaba ahí, como él, pero quizá “no debía estar”. Pero seguía en la oscuridad en medio de la pared.

A la mañana del tercer día vinieron dos guardias acompañando a un tipo, y se detuvieron delante de su reja:

-Tenés compañía- dijo uno de los guardias abriendo las cerraduras y empujando al nuevo preso dentro de la celda.

El sujeto entró y se sentó en la otra litera. Traía un bolso todo raído del cuál empezó a sacar algunas prendas y a acomodarlas. Otro guardia trajo una colchoneta y unas mantas. Se las alcanzaron al nuevo haciéndolas pasar por entre los barrotes.

Él se quedó en silencio, sentado en su camastro.

Un rato después de que se fueron los guardias, le preguntó al “nuevo” su nombre:

-Me dicen el Oscuro- dijo en voz baja. Su mote lo identificaba muy bien, pensó. Luego se quedaron callados. El nuevo quedó del lado de la pared donde estaba la mancha.

Por hablar de algo en una situación tan incómoda como esa, tenía ganas de preguntarle a qué le hacía acordar esa mancha en la pared. Pero no quería importunarlo. Su experiencia, le decía que en esos casos era mejor hablar poco, poco y claro. Con mensajes certeros y que no lo llevasen a la obligación de contar su historia personal y por qué había terminado ahí.

Pasaron un largo rato en silencio. El Oscuro acomodó la colchoneta y después se tiró en el camastro, con los brazos cruzados. Miraba hacia arriba. La mancha quedaba a un costado de su cuerpo, sobre la cama que ocupaba en la pared lateral izquierda.

Llegó la noche y después de las viandas y las recorridas de los guardias, apagaron las luces como cada anochecer.

Al otro día hablaron un poco más, pero sólo sobre las costumbres del penal; de los celadores; del patio y de las comidas. Él dijo que el “rancho” no era de lo mejor, pero que tampoco estaba tan mal. Le contó que desde que estaba ahí sólo había pasado por una única razia.

El Oscuro, lo miraba y apenas contestaba con monosílabos. Hizo algunas preguntas, pero como acotaciones. No daba mucha información sobre sí mismo. Tanto uno como el otro, se cuidaban mucho de no dejar filtrar en la conversación algún “dato” revelador.

Así siguieron durante varios días.

Hasta que una tarde, él se animó y empezó a hablar un poco más de sí mismo. Le contó, en forma difusa, cómo había terminado en la cárcel: Por culpa de un inconsciente, él pagaba en forma injusta. Lo de siempre. Ese sentimiento de impotencia frente al encierro. A la falta de esperanza. Le habló del juicio oral, de los agravantes y los atenuantes, la posibilidad de apelar, etcétera.

El Oscuro asentía con atención, sin hacer comentarios.

El monólogo siguió un rato más. Hasta que en un momento confesó que se sentía como esa mancha ahí en el muro, dijo apuntando la cara hacia la mancha.

El tipo lo miró asombrado y él le señaló la forma que veía sobre la pared arriba de la cama, y le siguió la mirada mientras el otro observaba el muro de arriba hacia abajo, buscando.

El Oscuro entonces, volvió la mirada hacia él:

–Yo no veo ninguna mancha –dijo.

Continuidad del recuerdo

® Alejandro Abate.

Muchos años después de la guerra, Thiago, logró volver a Josefov, aquel suburbio de Praga donde había pasado su adolescencia. Las casas reformadas y reconstruidas, le resultaban irreconocibles. La guerra y el nazismo, no sólo habían cometido ese acto inhumano con sus familiares y amigos, sino que también había cambiado el semblante de aquel pequeño rincón del mundo.

Anduvo despacio las calles, con las manos en los bolsillos de la gabardina. Las calzadas nevadas, le trajeron al recuerdo aquel cruel invierno de 1942.

La plaza, como siempre sucede, le pareció mucho más pequeña de lo que él evocaba. Por fin, en una de las calles laterales, divisó el edificio de las columnas circulares y el frontispicio triangular: la vieja Academia de Música. Fue ahí que sintió una especie de congoja. Los recuerdos se le fueron ordenando en su mente.

Todo aquello lo conducía a Tamara, su profesora de música. Muchas veces la traía a su memoria a través de los años.

Aún siendo su profesora, sus edades eran parejas. Su figura menuda y su sencillez al vestir, le traían esa universal sensación que deja el amor cuando se va definiendo: Tamara, con su lazo celeste, del cual colgaban aquella hermosa estrella de David y las llaves de la puerta central de la academia. ¡Cuántos años habían pasado!

Una vez más revisó los detalles de su relación con Tamara, ese sentimiento de paz y amor en silencio. Nunca se habían confesado sus emociones. Sólo esas miradas de lucidez que se cruzan dos personas cuando llevan un sentimiento mutuo.

Con fidelidad, recordó esa forma que tenía ella cuando le marcaba el tono de la música que le iba transmitiendo y lo miraba con sus grandes ojos grises, casi sonrojándose. Con el candor de la primera juventud.

Le vino a la memoria entonces aquel horroroso día que en medio de una clase, los soldados alemanes entraron tirando la puerta abajo en medio de un gran escándalo de golpes y gritos. Pateando taburetes y sillas,  sujetaron a Tamara delante de las narices de sus propios alumnos. Él en ese momento estaba desenfundando el fagot y había dejado la funda en el suelo. Entonces vio cómo a sólo cinco pasos de donde se hallaba parado, los nazis le habían hecho sacar el abrigo a Tamara y luego, con violencia, le desgarraron de un tirón los botones de su blusa y le  arrancaron el lazo arrojándolo al suelo junto con las llaves y la insignia, para después, a los gritos, retirarse arrastrándola  a empujones y cogida de los cabellos. La confusión y el horror, no le permitieron ni a él ni a sus compañeros poder reaccionar.

Él pudo escapar por los fondos de la academia con algunos otros más. Luego supo que los nazis habían vuelto para terminar de destrozar el salón y llevarse a los que habían quedado tratando de protegerse.

Nunca más se supo de ella. No se le conocía pariente alguno. Como de tantos otros que desaparecieron en aquel holocausto.

Thiago caminó hasta la puerta del edificio. Había unos albañiles que estaban cerca de la entrada trabajando en las tareas de reconstrucción. Los llamó. Cuando se acercaron a la puerta, les explicó que él conocía el edificio desde antes de la guerra cuando había sido alumno de la academia. Les preguntó si podía entrar con la excusa de ver cómo iban las refacciones. En forma amable, los obreros le dijeron que sí y le abrieron el portón principal para que pasara hacia las salas en las que se haría la  reparación.

Todo estaba igual a pesar del tiempo transcurrido: aquel inconfundible olor a madera, los rayos de luz que entraban oblicuos por la ventana iluminando el piano y el resto de los viejos instrumentos.

Caminó por el hall principal, y luego se dirigió hacia el salón donde había tomado aquellas clases. Reparó en una estantería donde sobresalía algo: era el mismo fagot que él había tocado durante aquellos años, cuando Tamara le enseñaba sus secretos. Ahí estaba, olvidado junto a violines y chelos, todos cubiertos por un manto de polvo y olvido.

Con lentitud Thiago se acercó al instrumento y acarició los metales herrumbrosos como si la helada textura le trajera un recuerdo muy presente aún.

Entonces vio en el suelo la funda arrugada y repleta  de hollín, sobre la que descansaba el lazo celeste de Tamara, deshilachado y desteñido a través de los años. La insignia con la estrella de David y su esfera rojiza, aún mantenía ese brillo ni bien pasó su pulgar para quitarle el polvo. Hizo un ovillo con todo y lo guardó en su bolsillo.

Cerró con fuerza sus ojos para impedir que la humedad denotara su llanto.

Luego, retirándose  de aquel lugar, agradeció a los albañiles por la amabilidad, salió hacia la calle y se alejó entre los transeúntes.

Relaciones laborales

Relaciones laborales.

(Un rincón de recuerdos de hace más de cuarenta años)

                                                                                            © Alejandro Abate. Diciembre, 2019

Conocí a Carolina Gómez, cuando trabajaba en la administración de una importante cadena de supermercados, en una de sus sucursales en el barrio de Floresta. Hace ya muchos años. Carolina vino a reemplazar a uno de los jefes del área administrativa que había pedido un traslado. Me acuerdo como si fuera hoy que la vi venir un mediodía a hacerse cargo de la administración. La acompañaba el supervisor y entraron tras los mostradores del área de venta de muebles.

En aquel entonces, yo apenas contaba con veintitrés años de edad, tenía una novia alternativa a la que no quería mucho y me movía en un Citroën 2CV, con el cual transitaba por todos lados.

Carolina aún no había llegado a los treinta y cinco años y no registraba relación alguna con nadie, según me dijo después. Vivía con su madre y no aparentaba tener ninguna necesidad matrimonial, me expresó en conversaciones posteriores.

Era levemente renga, y lo bueno de eso, era que ella no sentía ninguna vergüenza de serlo, así que caminaba con ese breve altibajo, que en forma simpática, hacía que sus pelos flotaran en un vaivén del aire al caminar.

El supervisor nos la presentó sin muchos preámbulos. Ella se sentó luego de las presentaciones en el escritorio del jefe y nos empezó a pedir los libros de operaciones, para ver cómo iban las cosas. Yo le llevé el resumen de recaudaciones, pues ese era mi trabajo. Ella lo miró por arriba de sus lentes y enseguida me preguntó cómo era mi horario. Yo trabajaba ahí, desde hacía unos meses atrás, y había sido trasladado de la sucursal de Álvarez Jonte, y como estaba estudiando la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires, me habían respetado el horario continuo  de once a siete y media, que traía de el otro sitio. No tardamos muchos días en congeniar.

Ahora no puedo recordar a Carolina como una mujer bella. Para nada. Era por cierto, atractiva en un sentido amplio del término. En otras palabras, a mí, me atraía. Era una mujer de estatura normal y algo rellena. No era gorda, en absoluto, y guardaba muy bien sus proporciones. Su busto era importante, así como también su trasero, y tenía una cintura bien marcada. Usaba generalmente unas polleras cortas, que si bien no eran minifaldas, cubrían sus robustas piernas hasta sólo algo más arriba de la rodilla, y al sentarse dejaban apreciar muy bien sus muslos, macizos y torneados. Usaba medias con ligueros, pues muchas veces se veían los atractivos broches que sujetaban las medias. Siempre llevaba zapatos de taco bastante alto, y eso generaba que sus piernas fueran aún más moldeadas y sugestivas.

Su trabajo era de responsabilidad, pues manejábamos un monto de dinero. Yo recaudaba el dinero en efectivo de catorce cajas de supermercado, más dos de la tienda, una de la farmacia, y otra del área de artículos del hogar y mobiliario. Hacía esa recaudación tres veces por día. Más allá de que el que hacía la recaudación era yo, ella estampaba su firma en todos los envíos de dinero para el camión de caudales. A esto se le sumaba el área administrativa, donde se otorgaban más de diez créditos por día. En resumen, repito que su responsabilidad era grande y llevaba ante todo el signo pesos, pero nunca la vi asustada por los papeles que firmaba en esos traslados de grandes sumas de dinero.

Era una mujer segura de sí misma. Equilibrada. Al poco tiempo que Carolina se sintió cómoda en su puesto, empezamos a charlar con más frecuencia. Los primeros tiempos, ella iba conociendo todos los trucos y vericuetos que tenía su puesto, y por lo mismo, hablaba poco y prestaba atención a todos los detalles, hasta que llegó un momento en que segura de lo que hacía, se relajó y empezó a intimar con cada uno de los empleados que formábamos el grupo de la administración de aquel Super-Coop.

Por razones naturales de trabajo, con los que más tenía relación era con migo y con la cajera general del área.

El horario de esa sucursal, era el típico horario cortado comercial en la década de los setenta. Esto generaba que mi tiempo laboral, luego del mediodía, era muy tranquilo, pues trabajaba casi en solitario. Carolina, vivía por la zona de Balvanera, y desde Floresta, no le convenía en el horario cortado viajar hasta su casa. Con esto quiero decir que en el silencio del mediodía, muchas veces contaba con la compañía de ella. Estábamos los dos solos en la sucursal con las luces apagadas, y solamente estaban encendidas las luces de mi pequeño despacho contiguo al tesoro, y el de ella, adyacente al mío.

Cuando empezamos a tener más confianza, un día me preguntó si no me molestaba que ella se diera una siestita en las banquetas largas con respaldo que había en mi despacho antes de la puerta del tesoro.

Yo no tenía ningún problema. Sin mucha vuelta y preámbulo, Carolina se sacaba los zapatos, se tapaba con una manta que teníamos por ahí, y se dormía profundamente por más de una hora y media. Mientras tanto, yo contaba dinero y armaba los fajos para que luego a las dieciocho horas, el camión de caudales viniese a retirar todo. Recuerdo que le ponía una estufa de cuarzo cerca, porque el lugar ese era muy frío. Ella siempre me lo agradecía mucho y me pedía que si no se despertaba a las tres, la llamase, pues a las tres y media se abría otra vez la sucursal.

Pasaron los meses y llegó la época de más calor. Entonces, en vez de la estufa yo le ponía un turbo-ventilador porque el local así como en invierno eran frío, en verano era caluroso. Yo creo que lo del ventilador fue una especie de escusa de mi parte, pues el viento que producía, en forma lenta pero eficaz, le iba levantando poco a poco las polleras del delantal. Carolina en la época estival, usaba el uniforme directamente sobre su ropa interior por lo general de color negra, y bastante diminuta.

Por esa razón, y ante  el panorama que tenía ante mis ojos y a dos metros de distancia me distraía y tenía que recontar los billetes. Mientras que contaba el dinero y armaba los fajos, Carolina dormía.

Algunas veces, cuando ella hacía sus siesta, yo iba hacia la calle, y en la esquina de Avellaneda y Bahía Blanca,  compraba medio kilo de helado. Luego a las tres de la tarde, la despertaba con esa sorpresa. Comíamos los dos del mismo pote, Carolina medio recostada aún, y mientras tanto nos sonreíamos a intervalos de cada cucharada. Ella me decía que yo era el compañero de trabajo ideal.

Así fue que un día, entre cucharada y cucharada, sin mediar palabra alguna y con toda sencillez, nos besamos. El gusto del helado se acentuaba en su boca. A la semana esa práctica se había hecho habitual.

El beso inicial, fue como dije antes, sencillo, sin mucho pensamiento previo, surgió como complemento de la ingesta del helado, y fue fresco y espontáneo, ninguno de los dos hicimos preguntas o comentarios al respecto. Pero no quedó ahí, pues a los pocos días, justo un lunes de calor, yo fui a comprar helado otra vez, y los besos se repitieron, y yo entonces usé las manos y le acaricié los muslos y ella me tomó con sus manos desde el cuello mientras nos explorábamos las bocas. Luego se sentó en una posición más cómoda sobre la banqueta. Fue ahí que le toqué el bajo vientre, la entrepierna y lentamente fui desprendiéndole todo el delantal. Besé sus pechos, con el corpiño puesto y sin mediar muchas palabras, ella se desabrochó el sujetador y tuve la gloria delante de mis ojos y mi boca. Sus pezones se irguieron, acompañados por mis suspiros, los llené de saliva. Cuando me di cuenta, fui bajando por su suave vientre, recorriendo cada centímetro de su piel con mi lengua. Cuando llegué allá abajo, ayudado por Carolina con sus dedos, y liberada la brevedad de su tanga, me dediqué a saborear sus pliegues, húmedos, tibios, y sólo circundados por un escaso y sedoso bello pubiano, mientras ella lanzaba unos sordos gemidos que apenas escuchaba debido a que mis orejas habían quedado atrapadas entre sus firmes muslos. Entonces la saboreé, la ungí con mis labios, exploré como un sabueso sus humedades y orificios.

Fue todo muy natural, sin aviso previo, sin consecuencias ni planteos de por qué y para qué. Hicimos eso y ambos lo disfrutamos a pleno. Luego, percibimos unos lejanos ruidos de cortinas y rápidamente deshicimos y acomodamos aquella escena.

Después de esa calurosa tarde, nuestra relación cambió en forma paulatina. Sin dar a entender a ninguno de los otros compañeros de trabajo sobre nuestra nueva relación, cuando no nos veía nadie nos saludábamos con un beso en los labios y ella en voz baja me decía que para la «siesta» se iba a sacar la ropa interior. Vivíamos ese trabajo como un recreo constante  y lujurioso.

Con la excusa de ir a buscar cambio para las cajeras del supermercado una vez por semana, cuando la administración estaba cerrada al medio día, salíamos en mi auto hasta un hotel alojamiento en el barrio de Liniers, cercano a la terminal de colectivos donde nos proveíamos de cambio de billetes chicos como de monedas. Nadie controlaba nuestros horarios, y Carolina, se cuidaba mucho de avisarle al encargado del supermercado sobre estas comisiones. No fuera que a alguien se le ocurriese preguntar dónde estábamos.

Ella, era una mujer muy equilibrada, muy medida. Nunca en nuestros encuentros, le escuché decir palabras cariñosas especialmente en determinados momentos. Se manejaba más por gestos, gemidos y suspiros, que por la verbalización de ese tipo de actividad. Ni antes, ni durante ni después. Rara vez, hacíamos comentarios de nuestros acoples. Se daban, fluían, sin ningún anuncio. Yo la despertaba, o directamente ella se «preparaba» y yo, iba como un autómata, como un lacayo que acataba sus instintos.

Las escapadas a «buscar cambio», las habíamos ideado por un tema de comodidad y la obvia necesidad de una cama. Pues en la banqueta, el tema no llegaba siempre a su totalidad, sin que eso, implicase reclamo o queja. Para nada. Pero eran la esencia de lo que fue esa relación. Guardo en mis recuerdos eróticos, aquella banqueta de cuerina con respaldo.

Lo que no estoy comentando aquí, era cuáles eran nuestros sentimientos mutuos, aparte de nuestro «entusiasmo», si se entiende.

No es que ninguno de los dos, fuese indiferente hacia el otro en los momentos que no estábamos «actuando», para nada. Quizá todo lo contrario. Lo nuestro era -para ser más exactos- una relación laboral con ese «ingrediente», y éramos muy conscientes de eso, ambos.

Inclusive, hablábamos poco y nada de nuestros proyectos para el futuro inmediato.

Quiero decir: yo tenía veintitrés años, estudiaba literatura en la UBA, vivía aún con mis padres, y tenia una actitud de militancia política  y universitaria típica de ese entonces. El regreso de Perón pocos años atrás, a los de mi generación, nos había dado una buena cantidad de aspiraciones, y en ese momento, atravesábamos los primeros años de la dictadura cívico militar y guardábamos el mayor silencio sobre nuestro pasado inmediato, por razones desde ya obvias.

Carolina, era hija única y ya algo mayor y abnegada, de una madre viuda hacía pocos años, a la cual el duelo por la muerte de su fiel esposo, le duraba más de lo debido, y esa única hija, era la tabla de salvación ad-infinitum de esa madre, y Carolina los sabía y lo toleraba hasta con cierta resignación y gusto, según ella brevemente me contó.

Todo eso, lo sabíamos el uno del otro, pero sólo como una enunciación, alguna  cosa que se había dicho una alguna vez, y luego quedaba ahí, en el muto conocimiento, pero no en la indagación de cuál era el futuro tanto inmediato, como a más largo plazo.

Algunas veces, después de nuestros encuentro en la banqueta, o luego de que salíamos del hotel de Liniers, yo en el auto mientras conducía le hablaba mí, de quién era yo, o quien yo creía que era. Con mis veintitrés años de estudiante de la Universidad de Buenos Aires, con mi anterior y ya callada militancia en grupos de aquella izquierda peronista luego de mayo del ’73. Carolina, me escuchaba como quien mira una telenovela. Sin tomarse los cosas muy en serio. Sacándole la parte que a ella le podía interesar de mi persona, de mi historia inmediata y de mi actitud frente a ese momento histórico, no encontraba otra respuesta en ella.

Corría aquel violento año 1976, con la dictadura empezando a mansalva con su tarea de limpieza. Carolina me escuchaba y luego de que yo hablara, me besaba y acariciaba la cabeza como se hace con un chico travieso. Pero realmente no me tomaba en serio. Y yo lo sabía. No tenía una actitud maternal para con migo, no; pero nuestra diferencia de edades y generacional, se hacía muy evidente.

Lo sabía pero no decía ni hacía nada como para que eso cambiara. Pues yo bien intuía que no iba a cambiar.

Y así pasó aquel año y empezó el próximo. En 1977 la situación social se había puesto más densa.

Debo agregar con mucho pesar, que en el mes de febrero, falleció mi hermano mayor, de sólo veintiocho años de edad, en unas circunstancias sórdidas, confusas y yo empecé a desmoronarme.

Cuando luego del duelo volví al trabajo, Carolina me recibió con un beso en la mejilla y con ese frío y descomprometido «lo siento». Pero no me habló especialmente nada al respecto. Quizá lo haya hecho por respeto, o porque no había nada más que agregar. El horror de la muerte de mi hermano, era suficiente como para adicionarle alguna cosa más.

Nuestros encuentros se reanudaron poco tiempo después, pero hubo algo que hizo que se interrumpieran casi de un momento a otro.

Las veces que yo intenté reanudar esa relación tomándola con un poco más de continuidad, Carolina se mostró distante y argumentó que estábamos entrando en una situación difícil, diciéndome que el supervisor la estaba presionando a rendir más responsabilidades. Me hizo notar que quizá el tipo sospechaba algo y le había pedido que tuviese más atención con las tareas y el personal. Eso me contó.

Fue así que a la semana siguiente, y de un día para el otro, trasladaron a Carolina a otra sucursal. Ella me lo dijo la última tarde que estuvimos trabajando juntos, pero sin ninguna muestra de pena o tristeza porque ya no nos veríamos todos los días, y a mí me quedó la duda si no había sido ella misma la que había pedido ese traslado.

Casi de un día para el otro, se terminó aquella no tan estrecha relación para ella, y dónde yo me encontré vacío de un momento para el otro.

Justo se dio que en el mes de marzo, a mí me tocaban unos días de vacaciones que debía completar del período anual anterior y aproveché para ir a visitar a Carolina a donde la había trasladado, en la otra punta de la ciudad. Igual,  con la excusa del nuevo lugar donde trabajaba de sub encargada, apenas si pudimos hablar cinco minutos. Le ofrecí esperarla en un bar a la salida de su horario, pero ella me dijo que tenía que hacer. Cuando me fui a despedir con un beso, ella me paró y me dijo aquella frase que aún, luego de más de cuarenta y ocho años, me suena en la cabeza: «Dejémoslo ya aquí. Nada dura para siempre».

Se dio media vuelta y se fue dejándome a mí con el corazón en ascuas.

Muchas veces cuando reviso mis relaciones afectivas a través de los años, vuelvo a aquella historia inconclusa, que duró un tiempo considerable, pero totalmente efímero para una de las partes. La mía.

Tardé unos cuantos mese en «reponerme» de aquella situación en la que me vi, como dije antes, de un momento a otro vacío. Sin mi «par». Pues ella se había convertido en eso. En un par que yo tenía para poder seguir adelante. Recuerdo muy claramente que iba a trabajar casi contento, porque «sabía» que en ese espacio laboral estaba ella, con sus ojos claros, con su pelo lacio y movedizo, con esa renguera de la cual yo, para qué negarlo, me había enamorado. Luego de la muerte tan horrorosa de mi hermano mayor, yo quedé sensibilizado, como es de suponer. Y fue ahí donde me di cuenta que el tema era unilateral. Ella no sentía lo mismo que yo sentía por ella, más allá de todo el atractivo sensual y sexual que teníamos, y que a mí se me fue transformando en «otra cosa«.

Años después, cuando yo ya había dejado mis estudios de Literatura en la Universidad, empecé a frecuentar los muy de moda talleres literarios a finales de la década de los setenta e inicios de los ochenta. Fue ahí que conocí a un escritor y su obra. No importa aquí recordar qué escritor. El caso es que, en una de sus novelas, un personaje reflexiona sobre una relación muy particular entre un hombre y mujer, en el cual el denominador común era precisamente todo lo contrario: sus diferencias. Sin embargo, el personaje varón, se refiere en forma evocativa a esa relación ya perdida, y dice una frase que a mí me vino como anillo al dedo como para enmarcarla en mi relación con Carolina:

«No había sido amor, pero, se le parecía bastante».

                                                                                  Alejandro Abate. Diciembre 2019

Confesiones

(El narrador omnisciente)

© Alejandro Abate. Junio, 2019

Al despertarse recordó el sueño que había tenido. Más o menos era el mismo que hacía unos días atrás. Sintió que era imprescindible hablar con Estaban. No podía dejar pasar más tiempo. Cuanto antes lo hiciera, mejor.

A Estaban lo conocía desde la época de la escuela secundaria, en el barrio de Villa Devoto, cuando ambos iban al quinto año en el turno noche de la escuela Dr. José Peralta que quedaba en la calle Pedro Lozano. Salían de la escuela a eso de las once de la noche e iban caminando por Mercedes hacia Nagoya. Esteban siempre tomaba el ciento nueve. A él no le convenía porque si lo tomaba, eran sólo por cinco cuadras. O sea que algunas veces se quedaba esperando con Esteban hasta que viniese el colectivo, y él luego seguía caminando por Mercedes hasta su casa.

No podía esperar más. Tenía que hablar con Esteban, sino, iba a correr riesgo la amistad de tantos años. Sobre todo en estos últimos tiempos que sus mujeres se habían hecho muy amigas también.

Desayunó con su mujer en silencio y sin dejar de pensar que ni bien llegara al trabajo lo llamaría para encontrarse a comer. Sus trabajos estaban cerca y tenían más de treinta minutos para hablar tranquilos.

Cuando salió antes de cerrar la puerta, su mujer le preguntó si le pasaba algo, que lo notaba raro.

-No, no, es que estoy un poco cansado porque no dormí muy bien -dijo él, apenas la saludó con un beso en la mejilla y se apresuró a salir para tomar el ascensor. Ella no tenía ni la menor idea de lo que le pasaba.

Él conocía a Esteban, y tenía una noción bastante certera de cómo iba a reaccionar. Muchas veces hasta se entendían con gestos. O por lo menos no les hacía falta mucho rodeo para abordar algún tema delicado como éste. Pero este tema era inesperado.

Al llegar al estudio y acomodar todo sobre la mesa de trabajo, sacó el teléfono celular de su bolsillo y buscón en los contactos, pero al segundo se arrepintió y guardó el teléfono. Sentía algo parecido al miedo, a la falta de seguridad. ¿Cómo le caería esto a Esteban? Estaba seguro que bien, no. Tampoco sabía si le caería mal, pero bien, doblemente seguro que no.

Estuvo un rato mirando unos papeles sobre la mesa, unos planos que le habían dejado el día anterior. No podía concentrarse, miraba sin ver. Hasta que sin mucha vuelta, tomó otra vez el móvil de su bolsillo y viendo que el contacto seguía ahí, oprimió la teclita de teléfono y apenas llamó dos veces que Esteban atendió

-¡Qué haces tan temprano, estas en el trabajo ya? -inquirió Esteban.

-Sí, llegué hace un rato -y sin esperar la respuesta le dijo -Teba, nos encontramos a eso de la una en Micus, comemos algo rápido que tengo que contarte algo. El que llega primero elige mesa.

-¿Contarme algo? Bueno, dale, pero mejor a la una y media, ¿está bien?, tengo que terminar algo y no sé si me va a dar el tiempo.-

-Dale -dijo él… y sin más cortaron los dos.

Pasó el resto de la mañana bastante tranquilo. Se distrajo con los planos nuevos y algunos llamadas a los clientes, pero ni bien se acercaba el mediodía empezó a sentir ese cosquilleo característico a la altura del estómago.

Esteban era un buen tipo, sencillo, sincero, sin muchas vueltas. Siempre decía lo que pensaba aunque no le callera bien al «otro». Y para él, esto era una cosa muy admirable. A él, le costaba mucho más sacar para afuera lo que lo preocupaba o angustiaba. Pero esto era tan distinto, que le costaba hasta encontrar las palabras para empezar la conversación. Aún no tenía ni el «discurso» preparado. Lo más probable fuese que lo hiciera como lo gustaba a Esteban: largar todo en pocas palabras. Para no confundir, ni hacer pensar el por qué y el para qué de las cosas.

Entre pensamiento y llamadas, se hicieron las doce treinta del mediodía.

Empezó por mirar otra vez el celular para fijarse si no había ningún mensaje modificatorio. Muchas veces el trabajo de Esteban, requería algún pequeño atraso o anticipación a la hora acordada. Pero esta vez, no había ningún aviso.

A las trece y veinte minutos, se puso el saco, apagó la computadora, y salió con el tiempo exacto para caminar las tres cuadras hasta Micus, la confitería donde se encontraban habitualmente.

A penas llegó a la esquina, vio que Estaban ya había ocupado la mesa que daba a la ventana de la ochava.

Cruzó la calle y entró.

-Cómo anda mi amigazo? -se levantó Esteban para saludarlo con un abrazo. Era común que se saludaran así hace muchos años.

-Bien, bien -dijo él pensando que en un rato no iba a ser lo mismo.

A esa hora, el bar estaba casi repleto de gente que salía de los trabajos para almorzar. Los mozos apresuraban los pedidos, y el ambiente era de bullicio: conversaciones en voz alta, murmullos, ruido de platos y copas, y como era infaltable, una pantalla de televisión sintonizada en el canal Todo Noticias.

Los dos se sentaron casi al mismo tiempo que llegara la camarera y le preguntara si quería lo de siempre. El dijo que prefería tomar agua mineral en vez del porrón que pedían habitualmente.

Al rato trajeron el pedido, y con ambas copas en cada mano, se dijeron ¡Salud!

Entonces él empezó a hablar. Ante los cambios de cara que iba mostrando Esteban, él le hizo un gesto como de que lo dejara seguir, que luego lo escucharía. Habló más de diez minutos seguidos sin probar bocado ni tomar nada del agua que le habían servido. Esteban lo escuchaba atento y respetando lo que le había pedido con el gesto, apenas desviando un poco la vista hacia su plato, lo miraba a él a los ojos. Al final de la conversación, bajó la mirada y luego hizo un gesto como de no entender. Subió los hombros varias veces y después se restregó los ojos. Luego dijo algo sin mirar mucho a su amigo. Habló de un tirón, y se veía que él lo escuchaba muy atento. En algún momento él quiso tomarle el brazo, pero Esteban lo retiró con un gesto brusco.

Desde la ventana del bar, se los podía ver cómo ahora los dos terminaban de comer ya sin hablar. Mirando cada uno hacia sus platos.

Pasaron así un largo rato hasta que él llamó a la moza para que les trajera la cuenta. El quiso pagar y en esta oportunidad, Esteban no dijo nada. Solamente dijo que estaba bien.

Se levantaron de la mesa y salieron hacia la calle.

-Bueno…No sé, te llamo más tarde -dijo Esteban cortante. No parecía enojado, sino que muy sorprendido. Se dio vuelta sin saludar, y empezó a caminar hacia el lado de su trabajo.

-Hasta luego, -apenas dijo él, -y tomó en sentido contrario.

Mientras caminaba hacia el estudio, tenía la sensación de que Esteban había escuchado todo, como si algo sospechase, a pesar de parecer impresionado. Pensó que en cualquier momento lo llamaba para decirle algo más… Reaccionar rápido, no era el estilo de Esteban.

Sin embargo, no lo llamó ni al rato, ni en el resto de la tarde. Lo más probable es que lo hiciera mañana o la semana que viene. Él guardaría silencio esperando. No le contaría nada a nadie.

El hecho real es que nadie sabe nada de todo esto. Nadie ha podido escuchar lo que hablaron en el bar. Nadie conoce nada de lo que se ha dicho durante ese almuerzo.

En rigor de verdad, nadie lo que se dice nadie, no. Como siempre sucede en estos casos, debemos considerar una excepción:  

Yo, lo sé…por cierto. Yo sé todo, cómo y qué se contó en ese bar y no hace falta que nadie me diga nada.

A Isidoro Blastein, con el afecto de un alumno y fiel lector.

Yeso. Un cuento casi a dos manos.

Yeso

Finales de Diciembre de 2018

-Un tropezón no es nada -dijo en forma de chiste malo la primer persona que se acercó para ayudarla a levantarse.

Se había caído estúpidamente. Trastabilló con alguna irregularidad en la vereda y de golpe ya estaba en el suelo. Se había salvado de no romperse la cara por unos centímetros. Entre la gente que la ayudó a levantarse había un  tipo que dijo ser médico. El hombre dirigió la operación de levantarla entre los dos primeras personas que se acercaron ni bien cayó.

Cuando estuvo de pie, el que dijo que era médico; le preguntó si se sentía bien. Ella estaba un poco aturdida por el susto pero no sentía ninguna sensación de mareo.

-Me duele mucho la mano que apoyé primero -le dijo al médico. El tipo mientras la acompañaban a sentarse en una silla que habían sacado de un negocio, le fue tocando suavemente la muñeca y le dijo que a él le parecía que no estuviese quebrado nada, pero que lo mejor era hacerse una radiografía lo antes posible.

Cuando estuvo sentada, le trajeron también un vaso de agua, y cuando buscó con la vista al Doctor, ya no lo vio más. Seguro que se había ido para no tener ningún problema, pensó.

La mujer que la había asistido después de la caída, le preguntó si quería que llamase a alguien. Lo hizo sacando su móvil de la cartera.

-No gracias, no se moleste, ya llamo a mi marido. No vivo muy lejos -dijo sacando con la mano sana el celular de su bolso.

Cuando el marido atendió, como era de esperar, se puso ansioso y se le trababa la voz:

-Cómo te caíste… te lastimaste algo más que la mano. Cómo están tus piernas -vociferaba por el teléfono.

-No, no te preocupes, no tengo más que la mano izquierda un poco hinchada. Vení con el auto que encima estoy muy cansada. No te hagas mucho problema y acordate de encerrar a los chicos cuando abrís el portón a ver si se escapan… Dale, te espero tranquila, no corras que no es tan grave.

Desde que había tenido aquel desgraciado accidente unos años atrás, cada vez que a ella le dolía algo, su marido lo relacionaba con ese hecho. Ella lo entendía, porque de alguna manera le pasaba lo mismo.

La mujer que la acompañaba mientras llegase su marido, le preguntó si creía poder pararse, a ver cómo andaba. Ella dijo que se sentía bien, y para comprobarlo se paró y le dijo a la mujer que podía retirarse si lo necesitaba, -enseguida viene mi marido a buscarme.

-Bueno, me voy, porque se me está haciendo tarde para ir a buscar los chicos a la escuela. Espero que ande bien y que no sea nada lo de su mano.

Ella le agradeció mucho y hasta se dieron un beso al despedirse.

-Mire, -le dijo ella a la mujer cando se estaba yendo -ya llegó mi marido, muchas gracias otra vez y le señaló el Peugeot que estaba estacionando.  Sin hacerse mucho problema, agarro la silla que le habían alcanzado desde el negocio, y dando unos pasos la dejó en la puerta saludando a los dueños. Les hizo adiós con la mano derecha y fue hasta el auto. El marido que ya había bajado, le abrió la puerta y rápido volvió al sitio del conductor. Cuando estuvo sentado le preguntó cómo era que se había caído.

-Me caí… me tropecé como le puede pasar a cualquiera en estas veredas de mierda. Me caí y ya está. Vamos a la clínica… no perdamos tiempo con preguntas. ¡Qué le vamos a hacer!

Cuando al rato después de estacionar en la puerta de la Clínica, por suerte al entrar a la guardia de traumatología, como no había nadie, los atendieron enseguida.

La traumatóloga era una mujer joven. No pasaba de los treinta años. Ella pensó que le hubiese gustado que la viese alguien con algo más de experiencia. Pero ni bien la médica comenzó a hablar y a tocarle la muñeca izquierda, se dio cuenta que la trataba con seriedad y profesionalidad. No hablaba mucho. En cierto momento le hizo presión en el área cercana al dedo pulgar, y ella sintió un dolor bastante agudo.

-Duele, ¿no? -preguntó la doctora

-Sí, bastante.

-Bueno, es lo de práctica. Primero hacemos la radiografía, y luego seguro que nos vemos en la sala de yesos. Tiene una fractura simple de muñeca, pero fractura al fin. Escribió algo en un recetario de la clínica,  y le dijo que se dirigieran al tercer piso, que ahí la iban a estar esperando.

-Le van a dar la radiografía enseguida. O sea que me la trae. Toque la puerta si estoy atendiendo que interrumpo y la vemos igual.

Al rato de hacer la radiografía y esperar afuera para que se la dieran, y ya con un dolor insoportable y el sobre de la radiografía, volvieron al consultorio de la traumatóloga.

La doctora los hizo entrar sin hacerlos esperar mucho. Abrió el sobre, miró el informe y después prendió el aparato para ver las radiografías. Le enseño a ella y a su marido señalándole con el dedo:

-Ve, aquí está la fractura. -y guardando la placa en el sobre les dijo que la esperasen en el consultorio  contiguo al de ella. Los hizo salir por la puerta, y ni bien salieron y se dirigieron al otro consultorio, sin dejar de ver que en la puerta decía «Sala de Yesos», vieron a la doctora. Al entrar casi sin darse cuenta ella se puso a pensar con no poca tristeza en su accidente anterior. Otra vez un maldito yeso, pensó.

No tardaron mucho en hacerlo. Por suerte, el yeso ocupaba desde la muñeca, hasta la punta de los dedos.

-Durante el día de hoy, no mueva mucho los dedos -dijo la médica, y agregó:

-Véngame a ver la semana que viene. Al ser la fractura muy chica, creo que en treinta o cuarenta días lo podemos retirar y luego seguir con una venda.

Les dió un beso a ambos y les deseó felices fiestas.

Cuando caminaban por el pasillo de salida de la clínica, ella iba pensando que precisamente con ese yeso, sus fiestas no serían muy felices.

Cuando llegaron a la casa y el marido metió el auto en el garaje, paró el motor y le dijo a ella que lo esperase a que él la ayudara a bajar. Ni bien dio vuelta por delante del auto, ella ya había abierto la puerta…

Entraron al living, y ella dijo que prefería sentarse un rato en el escritorio. Él le dijo que se daba un baño rápido, porque con los nervios que había pasado con este tema, se sentía muy transpirado.

-No tardo nada -dijo él, -quedate tranquila ahí que enseguida vuelvo y te preparo un té y comemos algo si querés -eran cerca de las dos de la tarde y ella no sentía ningún hambre.

-Está bien- dijo ella, -abrile la puerta a los chicos que hace calor y en el patio ya está dando el sol.

-Sí, ya voy, pero que no te molesten.

-No me molestan -dijo ella cortante. Estaba como enojada con el mundo. Se miró la mano y se dio cuenta que durante los cuarenta días que tendría esa porquería que le aprisionaba la mano, no iba a poder hacer gran cosa.

Cuando llegó Negrita(*) y subió sus patas delanteras a la falda de ella, empezó a olisquear el yeso que aún estaba fresco. Ella le acarició la cabeza enrulada y se acordó de Livia(**).

Tigre(*)ya estaba refregándose y maullando entre sus piernas. Desplazó a Negrita y se sentó en sus faldas, mirándola a los ojos como hacen los gatos.

Ella no pudo menos que también acordarse de Ulises(**) y de su otra vuelta del sanatorio.

Tanto la perra como el gato, se dieron cuenta que a ella se le escapaban las lágrimas.

NOTA DEL AUTOR

(*) Negrita y Tigre son nombres inventados de las mascotas de «ella».

(**) Livia y Ulises son dos mascotas que ya no están por aquí, pero sí estuvieron cuando «ella» había tenido ese horrible accidente unos años atrás.

(Para más datos, leer en este mismo blog, el cuento «Greta y yo».)

Victoria E. Martínez: Pensamiento  – Alejandro Abate. Escritura.

Zapeando con Edward

© Alejandro Abate.

Nicky Hopkins golpeaba las teclas de una forma poco usual, porque Charlie le marcaba el compás cada vez más rápido. Se miraban entre las mamparas y no dejaban de sonreírse. Cuando por la puerta del costado del estudio, aparecieron Mick Jagger y Ry Cooder (**), Nicky se levantó del taburete y se alejó unos pasos de su instrumento -un Steinway con la tapa abierta- y  encendiendo un cigarrillo miró hacia el lado de los recién aparecidos. Ry preguntó entonces a quién se le había ocurrido ensayar en ese sitio del Olympia, habiendo otros sitios en Londres mejores para hacerlo. Nadie contestó ni prestó mucha atención a la consulta. Charlie convidó cigarrillos, y todos se acercaron a las ventanas para fumar.

El piano de media cola descansaba en el ángulo más luminoso del salón. Por los vidrios ya no tan transparentes, se filtraba una pequeña claridad que caía sobre la tapa del piano y alguno de los amplificadores desparramados en el espacio adyacente.

Cuando todos dejaron de fumar y de tomar whisky siendo las cuatro de la tarde, volvieron a ocupar sus puestos e intentaron seguir con los temas que se habían propuesto.  Por fin Bill Wyman llegó, emulando a Keith en la falta de puntualidad  y se calzó el bajo sobre su chaleco de pana, un Erick Baker de diapasón largo. Luego ya todos ubicados con sus instrumentos y micrófonos listos, dieron por empezada la ronda.

En forma prolija y lenta, Nicky Hopkins marcaba los bajos desde el piano, que a su vez mantenía la melodía del tema. Bill y Charlie lo seguían y Ry Cooder hizo sonar su semi-acústica  Gibson de doce cuerdas, su compañera inseparable desde algunos años atrás.

De cualquier forma, se notaba que algo desde afuera distraía a los músicos.

Tras las ventanas, la pérgola del patio interior, aún mostraba el esplendor de antaño. Un enjambre de pájaros desconocidos, trinaban en forma  monótona sobre un viejo jazmín ya seco.

Hasta que de repente, Charlie Watts empezó otra vez marcando el compas en forma lenta y contundente con el pedal del bombo de la Gretch y Mick Jagger inició con las primeras estrofas y los cuatro músicos irrumpieron, en acorde y al unísono, con aquel viejo blues de Elmore James: «It’s horme too.»

——

Notas del Autor:

(*) Este relato corresponde a una de las sesiones de ensayo y grabación de los Rolling Stones, en los viejos estudios Olympia de Londres, en mayo de 1969, cuando Keith Richards se tomó un respiro mientras grababan las sesiones del album “Let it bleed”. Edward, era el seudónimo de Nicky Hopkins, el pianista que muchas veces fue considerado como el “sexto Stone”. En el año 1971 cuando los Rolling Stones estrenaban su sello (Rolling Stones Records) sacaron el disco «Jammng with Edward» con un resumen de esos ensayos.

(**) Ry Cooder, es un guitarritas y compositor que ya había trabajado con los Stones, y luego, en el año 1971 intervino en la grabación del disco “Stiky Fingers” en la banda “Sister Morphin”.

Pastillas

Pastillas
© Alejandro Abate. 2018
Antes de levantarse, como tenía en la mesa de luz un blíster abierto, tomó la primer pastilla del día con el agua que le sobraba aún en el vaso que había utilizado la noche anterior para los comprimidos de la noche.
Una vez bañado y ya en la cocina, se preparó un desayuno y fue a buscar el resto de las cajas de remedios que aún le faltaba tomar. Como todos los días, tuvo que luchar con los blíster. Muchas veces al querer sacar uno de los comprimidos, de la presión que hacía del lado trasero del contenedor, resultaba que la pastilla en cuestión se le fraccionaba sola. Obviamente le pasaba eso cuando la pastilla no era para fraccionar. En otras oportunidades también salían despedidas del contenedor y se le caían al piso. La buscaba con la linterna, y no paraba hasta encontrarla.
Los blíster cumplían a la perfección con la vieja ley de Murphy. Para guardarlos otra vez en la caja, había que hacer malabarismos, pues el papel de las indicaciones doblado en ocho pliegues, impedía que el pack plateado entrara completo en la caja. Era una tarea que había que hacer con mucha tranquilidad y a esa hora, la tranquilidad no era lo que le sobraba.
Debía aguardar un buen rato y tomar la última pastilla dándole un tiempo a las tres anteriores a que se procesesaran en su organismo. Pensó que era probable que ese combo en su estomago, se dividiría de acuerdo a la utilidad que cada una de ellas producía en su organismo: una se absorbería por la superficie del estómago, otra pasaría al intestino, otra se iría hacia el hígado, y la última iría al torrente sanguíneo para que recorriese todo su cuerpo. Cuando pensó en la frase «torrente sanguíneo» le dio como una rara impresión. Pensó en un caño que desembocaba en una calle y vertía cantidades de sangre a chorros y convertía la acera en un charco de sangre.
Trató de alejar esa desagradable imagen porque le producía impresión. También pensó que ya las pastillas le estarían haciendo efectos, porque no se sentía como antes de las pastillas por la mañana. Era evidente que ya estaba mejor. Estar mejor era una suma de sensaciones que le servían para poder pensar más claramente. Ya no sentía los temores de antes. Podía caminar varias cuadras sin sentirse desorientado ni tampoco desprotegido. Percibía poco a poco, que las paredes de los edificios, oficiaban también como habían oficiado al principio las paredes de su casa.
La burbuja se iba rompiendo.
El médico le había dicho cuando le empezó a recetar las primeras pastillas, que el tratamiento podía durar de seis a ocho meses, y que quizá podía prolongarse al año. También le recomendó que si por cualquier motivo veía que se iba quedando con los medicamentos contados, que se comunique con él lo más rápido posible que de alguna manera arreglarían para que se haga de la recetas y los adquiera enseguida. Recordó que le había preguntado al Doctor por qué motivo debía hacerlo con tanta urgencia. El médico le explicó que todos esos remedios que tomaba, si por alguna circunstancia los dejaba de tomar, generaban un síndrome de abstinencia. La frase esa, tampoco le gustó mucho y pensó en los alcohólicos o en los drogadictos.
Eso hizo que su rigurosidad con los remedios fuera extrema. Los guardaba en los dos cajones de su mesa de luz y también se había comprado una cajita que en los comercios denominaban «pastilleros». Muchas veces, al fraccionarlos o alojarlos completos en el pastillero, le entraba la duda si debía o no partirlos. Entonces miraba las instrucciones que el médico le había dejado anotadas claramente en un recetario que guardaba en la mesa de luz junto con las cajas de los remedios.
En algunas oportunidades, cuando sacaba los comprimidos del blíster, sentía que ya se había tomado una de las pastillas y dudaba. Eso le producía un sentimiento ambiguo: si se había olvidado de tomarla y se la tomaba, suponía que la estaba tomando dos veces, y temía por los «efectos». De hecho, nunca leía ningún prospecto de medicamentos, y menos el capítulo a «efectos colaterales». Cuando adquiría alguno de los medicamentos, ni bien llegaba a su casa, abría las cajas y sacaba el papel con las indicaciones y lo tiraba a la basura.
Una de las pastillas, que tomaba tanto por la mañana como por la noche, debía tomarla además por la tarde y muchas veces, al sentirse bien, se olvidaba de ingerirla y cuando debía tomar la de la noche, dudaba si tomar una dosis extra para compensar la que había olvidado por la tarde.
Todas estas dudas y olvidos, los consultaba por teléfono con el médico. El hombre no le daba mucha importancia y siempre le recordaba no dejar de tomar alguna medicación bajo ninguna circunstancia.
Estaba bien y seguiría tomando sus pastillas. Todo iría mejorando.
Una noche, antes de tomar la pastilla para dormir, salió de la cama y se vistió nuevamente. Puso en una mochila todas las cajas de pastillas que debía tomar, colocó algunas ropas, agarró dinero que tenía guardado. Una extraña sensación lo invadía.
Buscó los documentos y la llave del auto, bajó a la cochera, puso en marcha el auto que por suerte arrancó, pues hacía dos meses que no lo usaba. Abrió el portón automático, puso primera y salió. Hacía mucho que no conducía pero se sentía bien, con una sensación de alegría.
Tomo por la Avenida San Juan… cruzó la Nueve de Julio, y al llegar a Paseo Colón, dobló a la derecha hacia la Avenida Juan de Garay. Como ésta última tenía semáforo para girar a la izquierda, espero con paciencia que se pusiera en verde. Mientras esperaba, revisó otra vez el contenido de la mochila, se palpó el bolsillo izquierdo del pantalón para asegurarse que llevaba el celular guardado. El semáforo se puso en verde y dobló a la izquierda por Juan de Garay hasta el fondo. Media cuadra antes, vio la rampa de subida hacia el comienzo de la autopista Buenos Aires-La Plata. Nunca había conducido por ese sitio, pero no tuvo ningún temor.
Siguió por el carril derecho, y empezó a ver al costado la Usina del Arte, las barracas del puerto. Luego giró la vista hacia la izquierda y contemplo el Riachuelo y su desembocadura en el Río de la Plata.
Sin ir muy rápido, enseguida vino el Peaje de Dock Sud. Dirigió el auto a la única cabina que estaba habilitada, y pagó con un billete de cien pesos y colocó el cambio junto con el ticket en el asiento del acompañante. Ni siquiera contó el vuelto.
Prosiguió la marcha por la autopista que se encontraba vacía. Solo pasó dos camiones sin ningún inconveniente. Vio cómo el reloj cuenta kilómetros iba subiendo de velocidad: sesenta, ochenta, cien, ciento veinte. Sentía las manos firmes sobre el volante e iba muy tranquilo. Cuando llegó al peaje de Hudson no había ningún auto por la autopista. Eran las doce y treinta de la madrugada. Apuntó la trompa del auto hacia uno de los pasajes de las cabinas y aceleró. Casi ni se dio cuenta cómo la barrera voló por los aires sin tocar el parabrisas.
Siguió subiendo de velocidad por la mano izquierda. Se sentía muy bien.
Cien, ciento veinte, ciento treinta, ciento cincuenta. El auto marchaba sin ningún problema.
Continuó acelerando…

Revancha

©. Alejandro Abate. 2006/2016

Ha llevado los platos con restos de comida  hacia la mesada de la cocina y los ha depositado en la ya alta pila semanal. En  algún momento los lavará. Después al regresar  a la mesa y sentarse, se ha puesto a pensar que aún tenía algo de hambre. Por eso ha corrido los libros y los diarios que conviven sobre la mesa y atrajo la fuente de la fruta.

Ha descartado las manzanas y las peras, pero se puso a observar una fruta de ombligo prominente y de cáscara porosa. Le atrajo mucho el brillo que tenía. La tomó entre sus manos y dándola vuelta entre sus dedos siguió observándola.

Fue hacia el cajón de los cubiertos y eligió una cuchilla de hoja corta pero filosa, como si eligiese una daga para matar.

Volvió otra vez a la mesa y con ahínco tomó la fruta con la mano y haciendo girar el cuchillo en forma lateral,  con la otra mano la fue dando vuelta. Fascinado, vio cómo la víbora anaranjada caía en un solo cuerpo sobre el plato. En la operación, se ha manchado las manos y como pudo, tratando de no  ensuciarse los puños de la camisa, pretendió arremangarlos. Se ha dado cuenta que es casi imposible. Para colmo, un poco de ácido le salpicó los párpados y sintió que poco a poco le fue entrando en los ojos. El ardor le ha hecho lagrimear y empezó a ver la fruta borrosa. De todos modos, la siguió pelando y desgajándola.

Luego, dejando caer el cuchillo sobre la mesa comenzó a apartar los gajos entre sus dedos y con desesperación fue introduciendo los trozos en su boca. Ha comenzado a masticarlos y también se dio cuenta que se ha chorreando el mentón. Algunas gotas le salpicaron el cuello y la pechera de la camisa. Con un gesto de fastidio ha tratado de limpiarse con una servilleta que por milagro está limpia: no ha servido para nada.

Siguió masticando a grandes mordiscos y  el gusto entre sus dientes le ha resultado amargo. Sintió que el zumo bajó por su garganta y continúo el curso hacia su estómago. Hasta que la tragó por completo. Apoyando los codos sobre la mesa, descansó el mentón sobre sus puños cerrados. Sintió los dedos pegajosos. Ahora ya no tiene más hambre. Ha concluido.

Al rato, haciendo arrastrar la silla  hacia atrás en forma brusca, se levantó y bamboleándose por el pasillo se dirigió hacia el baño, donde sin encender la luz y doblando su cuerpo en dos frente al inodoro, ha vomitado.

Revancha Ilustración: Nicolás Abate.

De bateristas y bajistas (una nota biográfica imaginaria)

De bateristas y bajistas: Notas biográficas (imaginarias) de Charles Robert Watts.

© Alejandro Abate. 2015

Bastaría decir que soy Charles Robert Watts y que hace más de cincuenta y dos años  toco la batería con los dinosaurios del rockandroll. Pero creo que eso no es suficiente. Si iniciara este apunte biográfico diciendo que mi nombre es Paul McCartney, creo que con eso alcanzaría para saber quién soy.

charlie-watts-laughing-corbis-640-80-jpgPero no soy Paul McCartney. Mi nombre no es tan popular como el de él, ni mucho menos. Soy sólo Charlie Watts, el baterista de los Rolling Stones.

Pues bien: lo que afirmé más arriba, lo de los cincuenta y dos años, es rotundo y literal. Ni una palabra más, ni una palabra menos: con cincuenta y dos años tocando y más de doscientas giras, debería agregar además, que ya estoy más que cansado de eso.

Aunque debo reconocer que cada vez que Keith telefonea a casa y tiene la suerte de que yo atienda, el corazón me empieza a latir en forma diferente: “Salimos de gira en dos semanas, viejo”, me dice Keith. En forma invariable, le corto el teléfono y entonces él vuelve a llamar a las carcajadas. Luego hablamos en serio.

Y a propósito de esto último, de las llamadas telefónicas y los avisos de reunión: muchas veces vuelvo a pensar en Bill Wyman, y también en Paul.

Antes, a Bill, para anunciar las giras o las reuniones, en vez de llamarlo Keith, lo hacía Mick  y más o menos era lo mismo: “Prepárate, flacucho, que ya estamos de gira” le decía. A lo que Bill se limitaba respondiéndole que estaba Ok, “¿Dónde empezamos esta vez?” preguntaba.

Fue así durante más de treinta años.

Hasta que un día, Bill dijo que no, que no quería ya más Stones. Que se había cansado. De esto ya pasaron más de veintidós años. ¡Mi Dios! ¡Cómo corre el tiempo!

Volvamos a 1993, cuando Bill dijo que lo había pensado muchas veces y que ya aquello no era su proyecto. Luego agregó en los periódicos y en su libro “Stone Alone”, que en realidad nunca había sido su proyecto. En esa oportunidad, Mick lo insultó y como Bill no le respondía, cortó el teléfono y marcó casi llorando el número de Keith en New York: “Bill se baja de la banda”, le dijo.

Fue un gran revuelo. Como todo el mundo sabe, los Rolling Stones llevábamos una treintena de años tocando, y si bien con la muerte de Brian Jones en 1969, las cosas empezaron a cambiar entre nosotros, en general siempre había sido así: Mick y Keith eran el motor, Bill y yo, éramos los soportes, y Mick Taylor y más tarde Ronald Wood, formaban la parte externa o extranjera de la “Mejor y más grande banda de Rock and Roll de todos los tiempos”. Pero cuando Bill Wyman dijo basta, en aquel verano de 1993 hubo un quiebre que de alguna forma aún seguimos sufriendo su grieta.

Bill, no es lo que se dice un virtuoso del bajo, así como yo no lo soy con los tambores. Pero su forma de tocar es sólida y fue una de las marcas registradas de los Stones. Lo mismo dicen Mick y Keith de mí en estos últimos años: ya viejos y reblandecidos, se les ha ocurrido decir también que yo soy el corazón de los Stones. Lo dicen hasta con cierto orgullo y con una “generosidad” que ni ellos se la creen. Sobre todo Keith, que lo remarca muchas veces cuando le preguntan en los reportajes por el “Alma de los Stones”. Él no se cansa de repetirlo: “Charlie Watts es el corazón de los Stones, es nuestra guía”.  ¡Puff, qué carga: yo no lo siento así!

Después de que Bill dijera basta, hubo una reunión de equipo. ¡Con lo que cuesta reunirnos en algún lugar donde podamos llegar a un acuerdo! Aviones, limusinas, caros hoteles, etcétera. Lo que no me gustó, es que para esa ocasión, el equipo estaba formado por Keith, Mick y yo. A Ronald Wood no lo participaron. Cuando yo dije que no me parecía bien esa actitud, los Glimmer Twins (1) insistieron  en que la banda histórica éramos nosotros cuatro, y que el cuarto había amenazado desistir. “Así que lo arreglamos entonces entre nosotros tres”, sentenció Mick Jagger.

Keith Richards hizo una de sus características bromas diciendo que podíamos poner un aviso en el Times: “La banda más longeva de la tierra, necesita bajista, bueno y barato”, escribió en una hoja en blanco de su destartalada agenda. A Mick el chiste no le hizo gracia. Yo sólo sonreí, esperando a ver cómo seguía aquello.

No avanzamos mucho esa vez.

Keith dijo que iba a hablar con alguien, que era muy bueno, pero que de barato no tenía nada. Pensé que lo que él tenía en mente, era ofrecerle el puesto a alguno de los bajistas que había probando para su banda solista: Los Winos. No fue así. También pensé que podía tener en mente a Jeff (2). Pero tampoco fue así, pues Jeff había abandonado el bajo hacía muchos años, y ya era como Eric (3) con la guitarra: ¡un Dios!

Cada uno volvió a su casa sin tener una idea clara de qué íbamos a hacer.

Influenciado por mi hartazgo, pensaba que no estaría nada mal terminar pidiéndole a Bill que recapacitara o  que volviera para hacer la “gran despedida”. Pero tampoco fue así.

A la otra semana Keith nos telefoneo a todos, incluyéndolo a Ronie, convocándonos para que nos reuniésemos una vez más en el sur de Francia, y anunciándonos que él llevaría al “nuevo bajista de los Stones”. Así lo expresó.

Como siempre sucede, nuestro encuentro estuvo lleno de periodistas, fans, familiares y amigos. Un gran desparramo de gente se armó en el estudio. Mick y yo, nos reunimos en uno de los salones a tomar unos tragos y Ronie llegó con su mujer y sus hijas. Preguntó por Keith y nosotros le hicimos un gesto, como diciéndole si no lo conocía. Podía atrasarse horas, y como ya había sucedido en otras oportunidades, también podía demorar su llegada hasta el otro día.

–Siéntate a tomar algo por ahí, y reúne paciencia –concluyó Jagger, –ya sabes cómo es Keith–agregó.

Entre copas y recuerdos, esperamos como cuatro horas y medias hasta que al final vimos por las puertas otro tumulto de gente que se abría paso. Era Keith que venía tomando del brazo al “bajista” que había conseguido. No era necesario verle la cara. Llevaba colgado del hombro su inconfundible Hofner para zurdos, sólo esto lo pintaba de cuerpo entero.

Así fue que en aquel día de febrero de 1994, los Stones nos pusimos a zapear con Paul McCartney tocando el bajo para nosotros. Inclusive en los masters de Voodoo Lounge (4), aunque Paul no figura en los créditos, tocó en cuatro pistas para ese álbum.

Luego de lo de Paul, contratamos un bajista de color (Darryl Jones). Este sí que es un virtuoso. Igual, aún me cuesta seguirlo.

Ahora han pasado veinte años más y aquí estamos, más viejos, cansados, pero seguimos en la ruta: “rodando”. Mick y Keith están preparando ya una gira por Sudamérica.

Después de tantos años, a veces me pregunto: ¿qué habría pasado con nosotros si McCartney se hubiese unido a nuestro lado?

Notas:

(1)          Glimmer Twins. Seudónimo que adoptaron Mick Jagger y Keith Richards para los créditos de la producción de los discos de la Rolling Stones Record, a partir de 1971.

 (2)         Jeff Beck.

(2)          Eric Clapton.

(4)          Voodoo Lounge. Álbum de los Rolling Stones publicado en julio de 1994.