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En recuerdo de mi padre (*)

© Alejandro Abate. 1980.

Mediodía: Recreo. Dejo las planillas sobre el escritorio y bajo. Es mi hora de almorzar. En la calle, la gente, la soledad del anonimato. Muchas caras, pocos destinos.

En Cangallo y Maipú decido entrar al mismo Grill de siempre: por lo menos los mozos me conocen y me atienden bien.

Me siento en la barra y pido un especial de jamón y queso, con Coca Cola, por supuesto. Hace años que reniego de este tipo de almuerzos. Pero, cuando llega la hora de comer, no se me ocurre nada distinto. Acordes con mi trabajo los sándwiches de jamón y queso son como un complemento más, al igual que la corbata y el subterráneo.

Estoy comiendo.

A mi lado, un muchacho y una nena, me llaman especialmente la atención. Comen sándwiches de hamburguesas con queso y toman algo así como una naranjada.

Mientras mastico lo mío, los observo. Él debe tener cerca de treinta años. La nena, seguro su hija, no llega aún a los siete.

Morochos los dos, frente ancha, ojos verdes y rasgados, pómulos salientes y el pelo renegrido. No son de este lugar, algo no rutinario los ha traído hasta el centro. Algún trámite, posiblemente, quizá a la dependencia del Registro Civil que funciona aquí enfrente.

No es común para ellos comer en un sitio como este. Se les nota en la forma que tienen al mirar todo lo que los rodea. Los veo mientras como y comprendo que de alguna forma, algo misterioso y profundo me une a ellos. Quién sabe por qué. A lo mejor es esa manera anónima de permanecer en los lugares públicos. Esa actitud contemplativa. No lo sé. Ellos están ahí, comunicándome algo. Son un poco increíbles; desentonan, y por eso es que los miro. Por momentos él mira a su hija y agachándose hasta su altura le dice algo que, por el sórdido ruido de platos y voces no puedo distinguir bien. Deben comentarse algo sobre el sabor de los sándwiches. La nena ahora estira su manito hasta el mostrador, toma su vaso y haciendo equilibrio lo lleva hasta su boca y bebe. Desde arriba, su padre le sonríe como aprobándola y toma a su vez de su vaso.

Distraigo mi vista un momento y los vuelvo a observar. No sé por qué, pero me hace bien verlos. Como si me fuesen devolviendo algo que quizá perdí hace ya mucho. Desde su piel morena y su sencillez, un mundo limpio los separa de éste.

Demoro lo más posible mi bebida para poder estar un poco más observándolos.

En este momento, el muchacho paga su consumición. La nena se ha separado un poco de la barra y así puedo verla de frente. Su piel oscura contrasta con el vestidito blanco: simplemente es bonita.

Pago apurado para poder salir tras ellos con el fin de verlos un poco aún.

En la calle, tomados de la mano, los veo cruzar Cangallo y tomar por Maipú. Desde la esquina los sigo con la mirada todo lo que me es posible. Ellos siguen su camino. Los voy perdiendo de vista poco a poco entre la gente. Parado en la esquina comprendo que nunca más los veré. El tiempo irá borrando sus imágenes en mi memoria.

Verlos, saber de ellos, me retrotrajeron por un momento a aquel lejano e irrecuperable país: la infancia. Me han dejado la imagen del chico que alguna vez fui, cuando en mi niñez en Bánfield, un domingo de sol, salimos con mi padre a andar en bicicleta, y Puma, nuestro perro, con su lengua afuera nos seguía detrás.

Junio de 2020

 (*) En recuerdo de mi padre, que hace ya mucho no está en este mundo.

Relaciones laborales

Relaciones laborales.

(Un rincón de recuerdos de hace más de cuarenta años)

                                                                                            © Alejandro Abate. Diciembre, 2019

Conocí a Carolina Gómez, cuando trabajaba en la administración de una importante cadena de supermercados, en una de sus sucursales en el barrio de Floresta. Hace ya muchos años. Carolina vino a reemplazar a uno de los jefes del área administrativa que había pedido un traslado. Me acuerdo como si fuera hoy que la vi venir un mediodía a hacerse cargo de la administración. La acompañaba el supervisor y entraron tras los mostradores del área de venta de muebles.

En aquel entonces, yo apenas contaba con veintitrés años de edad, tenía una novia alternativa a la que no quería mucho y me movía en un Citroën 2CV, con el cual transitaba por todos lados.

Carolina aún no había llegado a los treinta y cinco años y no registraba relación alguna con nadie, según me dijo después. Vivía con su madre y no aparentaba tener ninguna necesidad matrimonial, me expresó en conversaciones posteriores.

Era levemente renga, y lo bueno de eso, era que ella no sentía ninguna vergüenza de serlo, así que caminaba con ese breve altibajo, que en forma simpática, hacía que sus pelos flotaran en un vaivén del aire al caminar.

El supervisor nos la presentó sin muchos preámbulos. Ella se sentó luego de las presentaciones en el escritorio del jefe y nos empezó a pedir los libros de operaciones, para ver cómo iban las cosas. Yo le llevé el resumen de recaudaciones, pues ese era mi trabajo. Ella lo miró por arriba de sus lentes y enseguida me preguntó cómo era mi horario. Yo trabajaba ahí, desde hacía unos meses atrás, y había sido trasladado de la sucursal de Álvarez Jonte, y como estaba estudiando la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires, me habían respetado el horario continuo  de once a siete y media, que traía de el otro sitio. No tardamos muchos días en congeniar.

Ahora no puedo recordar a Carolina como una mujer bella. Para nada. Era por cierto, atractiva en un sentido amplio del término. En otras palabras, a mí, me atraía. Era una mujer de estatura normal y algo rellena. No era gorda, en absoluto, y guardaba muy bien sus proporciones. Su busto era importante, así como también su trasero, y tenía una cintura bien marcada. Usaba generalmente unas polleras cortas, que si bien no eran minifaldas, cubrían sus robustas piernas hasta sólo algo más arriba de la rodilla, y al sentarse dejaban apreciar muy bien sus muslos, macizos y torneados. Usaba medias con ligueros, pues muchas veces se veían los atractivos broches que sujetaban las medias. Siempre llevaba zapatos de taco bastante alto, y eso generaba que sus piernas fueran aún más moldeadas y sugestivas.

Su trabajo era de responsabilidad, pues manejábamos un monto de dinero. Yo recaudaba el dinero en efectivo de catorce cajas de supermercado, más dos de la tienda, una de la farmacia, y otra del área de artículos del hogar y mobiliario. Hacía esa recaudación tres veces por día. Más allá de que el que hacía la recaudación era yo, ella estampaba su firma en todos los envíos de dinero para el camión de caudales. A esto se le sumaba el área administrativa, donde se otorgaban más de diez créditos por día. En resumen, repito que su responsabilidad era grande y llevaba ante todo el signo pesos, pero nunca la vi asustada por los papeles que firmaba en esos traslados de grandes sumas de dinero.

Era una mujer segura de sí misma. Equilibrada. Al poco tiempo que Carolina se sintió cómoda en su puesto, empezamos a charlar con más frecuencia. Los primeros tiempos, ella iba conociendo todos los trucos y vericuetos que tenía su puesto, y por lo mismo, hablaba poco y prestaba atención a todos los detalles, hasta que llegó un momento en que segura de lo que hacía, se relajó y empezó a intimar con cada uno de los empleados que formábamos el grupo de la administración de aquel Super-Coop.

Por razones naturales de trabajo, con los que más tenía relación era con migo y con la cajera general del área.

El horario de esa sucursal, era el típico horario cortado comercial en la década de los setenta. Esto generaba que mi tiempo laboral, luego del mediodía, era muy tranquilo, pues trabajaba casi en solitario. Carolina, vivía por la zona de Balvanera, y desde Floresta, no le convenía en el horario cortado viajar hasta su casa. Con esto quiero decir que en el silencio del mediodía, muchas veces contaba con la compañía de ella. Estábamos los dos solos en la sucursal con las luces apagadas, y solamente estaban encendidas las luces de mi pequeño despacho contiguo al tesoro, y el de ella, adyacente al mío.

Cuando empezamos a tener más confianza, un día me preguntó si no me molestaba que ella se diera una siestita en las banquetas largas con respaldo que había en mi despacho antes de la puerta del tesoro.

Yo no tenía ningún problema. Sin mucha vuelta y preámbulo, Carolina se sacaba los zapatos, se tapaba con una manta que teníamos por ahí, y se dormía profundamente por más de una hora y media. Mientras tanto, yo contaba dinero y armaba los fajos para que luego a las dieciocho horas, el camión de caudales viniese a retirar todo. Recuerdo que le ponía una estufa de cuarzo cerca, porque el lugar ese era muy frío. Ella siempre me lo agradecía mucho y me pedía que si no se despertaba a las tres, la llamase, pues a las tres y media se abría otra vez la sucursal.

Pasaron los meses y llegó la época de más calor. Entonces, en vez de la estufa yo le ponía un turbo-ventilador porque el local así como en invierno eran frío, en verano era caluroso. Yo creo que lo del ventilador fue una especie de escusa de mi parte, pues el viento que producía, en forma lenta pero eficaz, le iba levantando poco a poco las polleras del delantal. Carolina en la época estival, usaba el uniforme directamente sobre su ropa interior por lo general de color negra, y bastante diminuta.

Por esa razón, y ante  el panorama que tenía ante mis ojos y a dos metros de distancia me distraía y tenía que recontar los billetes. Mientras que contaba el dinero y armaba los fajos, Carolina dormía.

Algunas veces, cuando ella hacía sus siesta, yo iba hacia la calle, y en la esquina de Avellaneda y Bahía Blanca,  compraba medio kilo de helado. Luego a las tres de la tarde, la despertaba con esa sorpresa. Comíamos los dos del mismo pote, Carolina medio recostada aún, y mientras tanto nos sonreíamos a intervalos de cada cucharada. Ella me decía que yo era el compañero de trabajo ideal.

Así fue que un día, entre cucharada y cucharada, sin mediar palabra alguna y con toda sencillez, nos besamos. El gusto del helado se acentuaba en su boca. A la semana esa práctica se había hecho habitual.

El beso inicial, fue como dije antes, sencillo, sin mucho pensamiento previo, surgió como complemento de la ingesta del helado, y fue fresco y espontáneo, ninguno de los dos hicimos preguntas o comentarios al respecto. Pero no quedó ahí, pues a los pocos días, justo un lunes de calor, yo fui a comprar helado otra vez, y los besos se repitieron, y yo entonces usé las manos y le acaricié los muslos y ella me tomó con sus manos desde el cuello mientras nos explorábamos las bocas. Luego se sentó en una posición más cómoda sobre la banqueta. Fue ahí que le toqué el bajo vientre, la entrepierna y lentamente fui desprendiéndole todo el delantal. Besé sus pechos, con el corpiño puesto y sin mediar muchas palabras, ella se desabrochó el sujetador y tuve la gloria delante de mis ojos y mi boca. Sus pezones se irguieron, acompañados por mis suspiros, los llené de saliva. Cuando me di cuenta, fui bajando por su suave vientre, recorriendo cada centímetro de su piel con mi lengua. Cuando llegué allá abajo, ayudado por Carolina con sus dedos, y liberada la brevedad de su tanga, me dediqué a saborear sus pliegues, húmedos, tibios, y sólo circundados por un escaso y sedoso bello pubiano, mientras ella lanzaba unos sordos gemidos que apenas escuchaba debido a que mis orejas habían quedado atrapadas entre sus firmes muslos. Entonces la saboreé, la ungí con mis labios, exploré como un sabueso sus humedades y orificios.

Fue todo muy natural, sin aviso previo, sin consecuencias ni planteos de por qué y para qué. Hicimos eso y ambos lo disfrutamos a pleno. Luego, percibimos unos lejanos ruidos de cortinas y rápidamente deshicimos y acomodamos aquella escena.

Después de esa calurosa tarde, nuestra relación cambió en forma paulatina. Sin dar a entender a ninguno de los otros compañeros de trabajo sobre nuestra nueva relación, cuando no nos veía nadie nos saludábamos con un beso en los labios y ella en voz baja me decía que para la «siesta» se iba a sacar la ropa interior. Vivíamos ese trabajo como un recreo constante  y lujurioso.

Con la excusa de ir a buscar cambio para las cajeras del supermercado una vez por semana, cuando la administración estaba cerrada al medio día, salíamos en mi auto hasta un hotel alojamiento en el barrio de Liniers, cercano a la terminal de colectivos donde nos proveíamos de cambio de billetes chicos como de monedas. Nadie controlaba nuestros horarios, y Carolina, se cuidaba mucho de avisarle al encargado del supermercado sobre estas comisiones. No fuera que a alguien se le ocurriese preguntar dónde estábamos.

Ella, era una mujer muy equilibrada, muy medida. Nunca en nuestros encuentros, le escuché decir palabras cariñosas especialmente en determinados momentos. Se manejaba más por gestos, gemidos y suspiros, que por la verbalización de ese tipo de actividad. Ni antes, ni durante ni después. Rara vez, hacíamos comentarios de nuestros acoples. Se daban, fluían, sin ningún anuncio. Yo la despertaba, o directamente ella se «preparaba» y yo, iba como un autómata, como un lacayo que acataba sus instintos.

Las escapadas a «buscar cambio», las habíamos ideado por un tema de comodidad y la obvia necesidad de una cama. Pues en la banqueta, el tema no llegaba siempre a su totalidad, sin que eso, implicase reclamo o queja. Para nada. Pero eran la esencia de lo que fue esa relación. Guardo en mis recuerdos eróticos, aquella banqueta de cuerina con respaldo.

Lo que no estoy comentando aquí, era cuáles eran nuestros sentimientos mutuos, aparte de nuestro «entusiasmo», si se entiende.

No es que ninguno de los dos, fuese indiferente hacia el otro en los momentos que no estábamos «actuando», para nada. Quizá todo lo contrario. Lo nuestro era -para ser más exactos- una relación laboral con ese «ingrediente», y éramos muy conscientes de eso, ambos.

Inclusive, hablábamos poco y nada de nuestros proyectos para el futuro inmediato.

Quiero decir: yo tenía veintitrés años, estudiaba literatura en la UBA, vivía aún con mis padres, y tenia una actitud de militancia política  y universitaria típica de ese entonces. El regreso de Perón pocos años atrás, a los de mi generación, nos había dado una buena cantidad de aspiraciones, y en ese momento, atravesábamos los primeros años de la dictadura cívico militar y guardábamos el mayor silencio sobre nuestro pasado inmediato, por razones desde ya obvias.

Carolina, era hija única y ya algo mayor y abnegada, de una madre viuda hacía pocos años, a la cual el duelo por la muerte de su fiel esposo, le duraba más de lo debido, y esa única hija, era la tabla de salvación ad-infinitum de esa madre, y Carolina los sabía y lo toleraba hasta con cierta resignación y gusto, según ella brevemente me contó.

Todo eso, lo sabíamos el uno del otro, pero sólo como una enunciación, alguna  cosa que se había dicho una alguna vez, y luego quedaba ahí, en el muto conocimiento, pero no en la indagación de cuál era el futuro tanto inmediato, como a más largo plazo.

Algunas veces, después de nuestros encuentro en la banqueta, o luego de que salíamos del hotel de Liniers, yo en el auto mientras conducía le hablaba mí, de quién era yo, o quien yo creía que era. Con mis veintitrés años de estudiante de la Universidad de Buenos Aires, con mi anterior y ya callada militancia en grupos de aquella izquierda peronista luego de mayo del ’73. Carolina, me escuchaba como quien mira una telenovela. Sin tomarse los cosas muy en serio. Sacándole la parte que a ella le podía interesar de mi persona, de mi historia inmediata y de mi actitud frente a ese momento histórico, no encontraba otra respuesta en ella.

Corría aquel violento año 1976, con la dictadura empezando a mansalva con su tarea de limpieza. Carolina me escuchaba y luego de que yo hablara, me besaba y acariciaba la cabeza como se hace con un chico travieso. Pero realmente no me tomaba en serio. Y yo lo sabía. No tenía una actitud maternal para con migo, no; pero nuestra diferencia de edades y generacional, se hacía muy evidente.

Lo sabía pero no decía ni hacía nada como para que eso cambiara. Pues yo bien intuía que no iba a cambiar.

Y así pasó aquel año y empezó el próximo. En 1977 la situación social se había puesto más densa.

Debo agregar con mucho pesar, que en el mes de febrero, falleció mi hermano mayor, de sólo veintiocho años de edad, en unas circunstancias sórdidas, confusas y yo empecé a desmoronarme.

Cuando luego del duelo volví al trabajo, Carolina me recibió con un beso en la mejilla y con ese frío y descomprometido «lo siento». Pero no me habló especialmente nada al respecto. Quizá lo haya hecho por respeto, o porque no había nada más que agregar. El horror de la muerte de mi hermano, era suficiente como para adicionarle alguna cosa más.

Nuestros encuentros se reanudaron poco tiempo después, pero hubo algo que hizo que se interrumpieran casi de un momento a otro.

Las veces que yo intenté reanudar esa relación tomándola con un poco más de continuidad, Carolina se mostró distante y argumentó que estábamos entrando en una situación difícil, diciéndome que el supervisor la estaba presionando a rendir más responsabilidades. Me hizo notar que quizá el tipo sospechaba algo y le había pedido que tuviese más atención con las tareas y el personal. Eso me contó.

Fue así que a la semana siguiente, y de un día para el otro, trasladaron a Carolina a otra sucursal. Ella me lo dijo la última tarde que estuvimos trabajando juntos, pero sin ninguna muestra de pena o tristeza porque ya no nos veríamos todos los días, y a mí me quedó la duda si no había sido ella misma la que había pedido ese traslado.

Casi de un día para el otro, se terminó aquella no tan estrecha relación para ella, y dónde yo me encontré vacío de un momento para el otro.

Justo se dio que en el mes de marzo, a mí me tocaban unos días de vacaciones que debía completar del período anual anterior y aproveché para ir a visitar a Carolina a donde la había trasladado, en la otra punta de la ciudad. Igual,  con la excusa del nuevo lugar donde trabajaba de sub encargada, apenas si pudimos hablar cinco minutos. Le ofrecí esperarla en un bar a la salida de su horario, pero ella me dijo que tenía que hacer. Cuando me fui a despedir con un beso, ella me paró y me dijo aquella frase que aún, luego de más de cuarenta y ocho años, me suena en la cabeza: «Dejémoslo ya aquí. Nada dura para siempre».

Se dio media vuelta y se fue dejándome a mí con el corazón en ascuas.

Muchas veces cuando reviso mis relaciones afectivas a través de los años, vuelvo a aquella historia inconclusa, que duró un tiempo considerable, pero totalmente efímero para una de las partes. La mía.

Tardé unos cuantos mese en «reponerme» de aquella situación en la que me vi, como dije antes, de un momento a otro vacío. Sin mi «par». Pues ella se había convertido en eso. En un par que yo tenía para poder seguir adelante. Recuerdo muy claramente que iba a trabajar casi contento, porque «sabía» que en ese espacio laboral estaba ella, con sus ojos claros, con su pelo lacio y movedizo, con esa renguera de la cual yo, para qué negarlo, me había enamorado. Luego de la muerte tan horrorosa de mi hermano mayor, yo quedé sensibilizado, como es de suponer. Y fue ahí donde me di cuenta que el tema era unilateral. Ella no sentía lo mismo que yo sentía por ella, más allá de todo el atractivo sensual y sexual que teníamos, y que a mí se me fue transformando en «otra cosa«.

Años después, cuando yo ya había dejado mis estudios de Literatura en la Universidad, empecé a frecuentar los muy de moda talleres literarios a finales de la década de los setenta e inicios de los ochenta. Fue ahí que conocí a un escritor y su obra. No importa aquí recordar qué escritor. El caso es que, en una de sus novelas, un personaje reflexiona sobre una relación muy particular entre un hombre y mujer, en el cual el denominador común era precisamente todo lo contrario: sus diferencias. Sin embargo, el personaje varón, se refiere en forma evocativa a esa relación ya perdida, y dice una frase que a mí me vino como anillo al dedo como para enmarcarla en mi relación con Carolina:

«No había sido amor, pero, se le parecía bastante».

                                                                                  Alejandro Abate. Diciembre 2019

Puma sonriendo, en el recuerdo

Puma sonriendo, en el recuerdo.

© Alejandro Abate.2016

Después de más de cincuenta y cinco años, vuelvo a tener siete y aquello es la infancia. Vamos con mis padres y mis hermanos a la casa de San Miguel. Es invierno y por las ventanillas del Ford entran los rayos del sol que me calientan las mejillas. La casa de San Miguel, no pretende  para nada ser una quinta –esto lo veo ahora, en el recuerdo– y en mis siete años, es sólo la casa de fin de semana que mi padre ha comprado hace poco tiempo y los sábados y domingos los pasamos allá.

Cuando llegamos, Mamá cocina algo rico, y luego de almorzar, mi padre corta el pasto o arregla algún alambrado y poda los ligustrinos crecidos de una semana a la otra.  Nosotros, los chicos, sacamos  las bicicletas –que  en el recuerdo están todas destartaladas– y paseamos en la tarde por las calles de tierra, inundadas de azahar: todo es luz y descubrimiento. Más tarde, viene  el anochecer con los mosquitos o las luciérnagas, y la oscuridad avanza junto con el grito de nuestra madre:

– ¡Vamos chicos, adentro! –y llega el baño reparado, con la estufa a kerosén y su olor nauseabundo. Rodillas y caras quedan por fin limpias Se hace la hora de la cena, y a continuación de lavar los platos, empiezan los juegos de mesa: la lotería, el ludo y la escoba de quince, en invierno, con un hogar encendido, que papá ha improvisado con unos ladrillos mal apilados y un tubo de zinc, empecinado en llamarla “chimenea”. Hasta que llega la noche con sus ruidos y silencios y el sueño reparador del cansancio en las piernas y los brazos.

El domingo por la mañana, tiene un color especial en el recuerdo. La claridad que se cuelan por las hendijas de las persianas hace que nos despertemos más temprano. Desayunamos mate cocido, sin colar y con los palitos de yerba flotando por la leche. Está todo el sol afuera, esperándonos. No obstante, hay que ir a misa, para cumplir con el requisito que en la semana, en la escuela de curas y monjas, exigirán.  Ninguno de nuestros padres va a acompañarnos. La capilla queda a sólo dos cuadras, hacia el lado de la ruta. Ahí vamos, los tres. Yo, el más chico en el medio de mis dos hermanos mayores caminando por la calle de tierra hacia la aburrida misa.

De pronto, en la zanja a la que aún no le llegan los rayos del sol, vemos algo moviéndose:

– ¡Cuidado! –dice mi hermano mayor –es un perro. Vemos entonces que el animalito está atado de patas y manos con unos hilos. Apenas si se puede mover, pero al acercarnos hacia él, en signo de amistad, baja sus orejas y mueve su cola. Para mí –en mi inocencia infantil– cuando un perro mueve la cola y baja las orejas, es como si sonriera.

– ¡Pobrecito! –decimos los tres al unísono. Como se hace tarde y el certificado de misa, sólo lo dan si uno llega a horario, seguimos caminando muy a nuestro pesar, dejando al perro donde está. Pensando que quizá cuando termine la misa aún siga ahí.

Padre nuestro que estás en los cielos, tralalá, tralalá y tralalá y amén,  hasta que por fin la misa termina y vamos a hacer la cola para los certificados empujándonos entre nosotros y también empujando a los demás, para llegar primeros y poder salir antes. Por fin salimos de la capilla corriendo y para nuestra inmensa alegría, el perro sigue ahí, y vuelve a sonreírme, sólo a mí que lo veo así, y vuelve a mover su cola. Ninguno de los tres nos atrevemos a sacarle los hilos.  Entiendo -ahora en el recuerdo- que los consejos de mamá han dejado huella en nuestras mentes: “No te acerques a los perros si no los conoces, no hables con la gente en la calle, no aceptes nunca un caramelo”.  Así que no habiendo otro remedio volvemos a la casa para contarle a nuestro padre, a ver si quiere ir en ayuda del perro atado de pies y manos.

PumaJadeando, después de haber corrido las dos cuadras llegamos a la casa y mamá nos pregunta con los ojos que por qué tanto alboroto. Le contamos a los gritos los tres juntos, y llegamos hasta donde está papá subido en una escalera y le pedimos que vaya a ver:

– ¡Hay un perro atado de pies y manos en una zanja cerca de la iglesia! –dice mi hermana –no podrías ir a ver de  desatarlo, papá –. Los tres quedamos esperando la respuesta.

Mis padres se miran entre ellos, nos miran a nosotros, y con un dejo de sonrisa y de bondad, papá baja de la escalera preguntando cuán grueso es el hilo que atormenta al perro. Le contamos, y él escoge las tijeras de podar los limoneros y ya estamos los tres hijos corriendo y mi padre detrás.

Cuando nos acercamos al perro, este mueve aún más su cola, y por supuesto baja sus orejas y sonríe, o hace esa especie de mueca con sus orejas caídas y sus ojos dulces, que yo veo como sonrisa y que hoy rememoro a través de los años. Con un corte suave y preciso de tijeras, enseguida el perro queda liberado, y al contrario de lo que creíamos, corretea alrededor de papá, saltándole y lamiéndole las manos en vez de salir corriendo.  Él le habla palabras cariñosas y nos mira, y sonreímos, los cuatro, y por supuesto el perro también. Volvemos entonces hacia la casa y el perro nos sigue detrás, agradecido. Al llegar al portón de rejas, cuando papá abre la hoja de la reja, el perro se adelanta y se mete también. Papá otra vez con su sonrisa bondadosa lo mira, nos mira a nosotros y dice que sí, que entre, que seguro tiene algo de hambre. Dentro de la casa llama a mamá para que saque los restos de comida de la noche anterior.

Nosotros tres vemos fascinados cómo entre los dos le sirven, en una lata de dulce de batatas abierta, los restos de comida y el perro las come moviendo su cola, su cola marrón de cortos pelos amarillentos y el instante se me queda grabado ahora también en el recuerdo.

Después de comerse todo, el perro corre y corre por el fondo de la casa, dando vueltas, dando saltos de contento, con nosotros detrás. Así va pasando la tarde y hay que empezar a guardar todo: bicicletas, máquina de cortar pasto, juguetes, reposeras, pelota de goma, las herramientas de mi padre. Perro mira tranquilo, descansando debajo del limonero. Mi madre también va guardando bolsos y bolsas en el baúl del Ford sin decir nada. Hasta que llega el momento de cerrar la casa, apuntar el Ford hacia el portón de salida, maniobra que papá hace también en silencio. El perro mira y mueve su cola. Entonces mi padre, con su sonrisa de bondad lo llama:

– ¡Subí, dale, antes que me arrepienta! –dice haciéndole gestos, golpeando una de sus manos sobre el muslo derecho. Hasta que por fin el perro se decide a subir al auto y se instala en el asiento trasero, junto a nosotros.

Así partimos, felices con nuestra nueva mascota. Volvemos a nuestra otra casa de la ciudad, donde empezará otra semana más. En el camino, mamá dice que se nota que es aún cachorro. Conjetura que debe tener menos de un año. Papá maneja y asiente. El perro tiene un collar de cuero con una argolla que está brillante. Mi padre piensa que lo han dejado atado esa misma mañana, alguien que no quería tenerlo ya en su casa. Algún alma desaprensiva con los animales, y yo entiendo lo de desaprensivo, entonces lo abrazo y el perro me lame la cara sonriendo, con su lengua húmeda y caliente.

Surge entonces la idea de  que hay que ponerle un nombre: no podemos llamarle así nomás: “perro” como a un perro cualquiera. Barajamos nombres: Colita, Sultán, Capitán, Batuque. Los nombres van y vienen desde el asiento de atrás al de adelante, hasta que yo digo: ‘Puma’. Mamá dice que sí, que su pelo es corto y del color de un puma.

– ¡Pero es un perro! –objeta mi hermano mayor, y agrega que Puma puede ser nombre de gato, por lo felino, pero no de perro. Pero a papá también le gusta:

– El color del pelaje del perro es idéntico al de un puma –dice papá cerrando el tema. El perro mueve la cola, como si entendiese y no habiendo ninguna otra objeción,  el perro pasa a ser Puma, en forma definitiva.

En  la casa de la ciudad, Puma es alojado en el lavadero, el patio y la terraza. O sea que dentro de la casa tiene su paso censurado. Anda por el patio, hace pis y caca en los canteros, sube y baja a la terraza veinte o treinta veces por día. Mi madre cuenta que mientras nosotros estamos en la escuela, Puma se para en dos patas sobre la puerta de la cocina y ladra, ladra y rasguña. Quiere entrar. Ellos consideran que no es conveniente que entre a la casa, que es mejor que se quede afuera. El lavadero es cubierto y le han puesto unas bolsas de arpillera y ahí puede estar calentito si siente frío. Puma ladra y ladra. También en medio de la noche. Durante los primeros días, papá se levanta en pijamas y sale al patio y reta a Puma. Puma se calla un rato y luego sigue ladrando.

Por las mañanas en el desayuno, dejamos entrar a Puma a la cocina y le tiramos restos de tostadas con manteca, y Puma los levanta del piso y los traga en un solo intento. Papá y mamá ríen y reanudan la confianza en que Puma aprenderá poco a poco y dejará de ladrar tanto.

Pasan los días y Puma no aprende. Es un poco testarudo: ladra y por las noches aúlla en la terraza. El broche de oro surge cuando en un descuido de mamá, mientras lava la ropa en la terraza, Puma se mete dentro de la casa y no tiene mejor idea que acostarse sobre un traje de papá recién vuelto de la tintorería, que espera su turno de ser colgado en el ropero. Cuando mi madre lo descubre, toma la escoba y lo saca a los gritos afuera.  Puma sigue sin aprender.

A la mañana siguiente, como mamá ha dejado las sábanas colgadas en la terraza, cuando fue  a buscarlas para ver si ya estaban secas, no las encuentra, sino que ve unos jirones de trapos desparramados por toda la terraza y a Puma jugando, aún con un trozo de tela entre sus colmillos.

Por la tarde, cuando papá vuelve del trabajo, mi madre le cuenta las novedades, y mi padre, muy a su pesar toma la decisión:

–El fin de semana próximo, Puma se quedará en la casa de San Miguel –sentencia. Hay llantos, pedidos, súplicas, pero así como papá es bondadoso, también es certero, categórico y estricto.

Llega el fin de semana y vuelta a salir con el sol en las ventanillas del Ford hacia la casa de San Miguel, en una aparente alegría familiar. Puma se pasa de los asientos traseros a los delanteros, lamiéndonos las caras. Sonriendo para mi, sólo para mí y  sin saber nada de lo que pasará con él.

Pasa el sábado, y no se vuelve a hablar del tema de Puma.  Llega el domingo y por la tarde, cuando ya estamos guardando todo, mis padres llenan varias latas de agua, dejan varios huesos del  asado del medio día en otra lata. Después de cerrar la casa, una vez que todos estamos dentro del auto, papá arrancan, y nosotros, los tres llorando, vemos por la luneta trasera del Ford, cómo Puma se queda observándonos tras las rejas del portón. Vemos también que sale por debajo de las ligustrinas, y empieza a correr detrás del Ford, pero a las dos cuadras, mi padre acelera y Puma queda perdido entre la nube de polvo que el auto levanta.

La semana pasa en forma lenta. Mis hermanos y yo, por la noche,  hablamos entre nosotros sobre Puma, sobre si se habrá quedado en la casa, o si muerto de hambre, al terminarse sus provisiones, salió a vagar por ahí, en busca de algo para comer.  Nuestros padres callan y casi no responden a nuestras preguntas sobre Puma. Evaden el tema. En algún momento, papá habla de la fidelidad de los perros, y deja el tema sin terminar, como dudando de lo que ha dicho.

El sábado por la mañana, el día amanece algo nublado. Mi madre conjetura sobre si ir o no a San Miguel. Igual hay algo en nuestros ojos que le dice que vayamos igual, con o sin sol. Papá también lo prefiere así. Casi no se ha hablado de Puma en el transcurso de la semana, pero todos y cada uno de nosotros, tenemos el pensamiento puesto en San Miguel, en Puma, allá sólo y con hambre.

Es extraño, pero no recuerdo para nada el trayecto del viaje hacia San Miguel. Sin embargo, tengo muy presente en mi memoria el momento en que mi padre toma las dos cuadras de tierra desde la ruta hacia la casa y cuando dirige la trompa del Ford  hacia el portón, vemos que desde el fondo viene Puma corriendo hacia nosotros, saltando y dando vueltas al auto mientras papá maniobra para estacionar.

Puma está flaco y algo lastimado, su pelo marrón quizá no brille tanto, pero su sonrisa es la misma de siempre, y lo siguió siendo durante nueve años más. Después de tantos años, juro que podría recordar esa especie de sonrisa y sus ojos marrones y acaramelados, aunque estuviese en medio de una jauría: Puma sonriendo, en el recuerdo.