Rauch

©  Alejandro Abate. 2022

                Muchas veces cuando Rauch sube y se echa en el sillón mientras ellos se disponen a ver algo en televisión, Juan lo acaricia. Repasa con su mano la zona de la cicatriz en la pata del perro. Rauch se deja acariciar y lo mira como sólo un perro mira a su mejor amigo. Entonces Juan, no puede menos que recordar.

. . .

Eran algo más de las cuatro de la tarde y la ruta Treinta estaba bastante despejada. Juan y Mariana iban a pasar unos días a Tandil con los padres de ella. Se acercaban a la población de Chapaleoufú y las máquinas de asfalto sobre las banquinas generaban la idea de Hombres Trabajando. Antes del cartel de Zona Urbanizada, Juan ya había disminuido la velocidad a menos de cincuenta kilómetros por hora. Cuando apartó la vista del tablero vio de pronto un perro que se cruzaba por delante apareciendo detrás de una máquina vial. A pesar de clavar los frenos, y por el sordo golpe que sintió en el fuselaje del auto, se dio cuenta que lo había atropellado.

Mariana gritó algo que Juan no llegó a escuchar. Puso el balizador y abriendo la puerta bajó. Caminó hacia el frente del auto agarrándose la cabeza. Ella vio que se quedó parado mirando hacia abajo haciéndole señas para que bajara ella también.

El perro estaba tirando en el asfalto, tiritando intentaba pararse y gemía al moverse. Se acercaron y Juan vio que tenía un raspón en el hocico y que una de sus patas traseras estaba también lastimada. Mariana empezó a acariciarlo diciéndole pobrecito, ya te vamos a sacar de aquí. Miró a Juan y le dijo que era mejor que lo corriesen hacia la banquina. Entre los dos lo tomaron por debajo de las patas delanteras, lo alzaron y lo corrieron hacia el pasto que crecía al borde de la ruta. Mariana se quedó con el perro y Juan entonces movió el auto fuera de la calzada unos metros más adelante.

Era un perro de tamaño mediano, de pelo amarillento y corto. Aunque no parecía muy lastimado, cuando intentaba pararse, había algo en su pata lastimada que no se lo permitía.

–Hay que hacer algo –dijo Mariana. Pero Juan no estaba convencido. Miraba el reloj, miraba hacia el auto y hacia el campo a los costados. El lugar no estaba muy poblado, pero había algunas casas y galpones en la calle que hacía de colectora de la Treinta.

–Dejémoslo aquí –dijo entonces. Mariana lo miró de esa forma que sólo Juan conocía.

– ¡No¡ -gritó Mariana –¡ayudame a ponerlo en el asiento de atrás que si vos no querés, yo me encargo de llevarlo a algún lugar para que lo revisen! –Mariana tenía ese tono de voz inconfundible para Juan.

-¡Bueno, vamos! –respondió él y fue hacia el auto para abrir la puerta trasera. De un bolso que también estaba en el asiento, revolviendo sacó una toalla y la extendió sobre el tapizado. Cuando volvía hacia Mariana y el perro, vio que ella ya lo había alzado dirigiéndose hacia el auto. Entre los dos lo apoyaron con suavidad sobre la toalla. El perro tiritaba y seguía gimiendo.

–Dejame manejar a mí y vos mirá en Google la dirección de alguna veterinaria en Rauch –dijo Mariana –Aquí en Chapaleoufú no debe haber nada –sentenció

Salieron y Mariana cruzó el pueblo a bastante velocidad. Faltaban sólo treinta  kilómetros para Rauch, y el perro parecía estar más tranquilo. Iba lamiéndose la herida de la pata.

-En la calle Moreno al quinientos de Rauch hay una veterinaria abierta –dijo Juan mirando la pantalla del celular.

En sólo veinte minutos llegaron a la Veterinaria. Estacionaron en la puerta. Eran algo más de las cinco de la tarde y por la calle desierta aún iluminaba el sol de la tarde. Juan envolvió al perro con la toalla y alzándolo entraron a la veterinaria.

Los atendió una señora de pelo oscuro. Les pidió que apoyaran el perro en una camilla y les dijo que ya volvía con su marido. Volvieron enseguida y el veterinario, un hombre de mediana edad les pidió que se apartaran. Agarró al perro del collar y le examinó la pata lastimada. El perro dejaba que lo tocaran mansamente, como si entendiera que lo estaban ayudando. Luego de observarlo, el veterinario dijo que era mejor sacar una radiografía. Trajo entonces un aparato portátil y pidiéndole a Mariana que la ayudase a sostener el perro procedió a hacerle la placa.

Llevó el aparato al cuarto por donde había venido, y a los pocos minutos volvió con la radiografía y dijo que por suerte no tenía fractura.

–Puede sí tener algún desgarro muscular o un golpe interno –dijo, acariciando la cabeza del perro.

–Voy igual a desinfectarle la herida y vendarlo –siguió hablando el veterinario  –así le ayuda a inmovilizar la pata. Convendría tener al animal en observación por lo menos por esta noche. Podría manifestar algún otro síntoma en las siguientes horas –agregó

Cuando terminó de vendar al animal, se dirigió al mostrador y les dio dos frascos y un gotero.

–Tienen que darle veinte gotas de cada uno de estos frasquitos dos o tres veces por el resto de la tarde. Son un analgésico y un antibiótico. Por las dudas, remarcó el hombre. Vamos a darle ahora una primera dosis.

Entre los tres, pudieron abrirle la boca al perro y darle las gotas. Se lamió el hocico, se mostró dócil y hasta empezó a mover la cola. Se notaba que era un perro cariñoso.

También se dieron cuenta que en el collar tenía prendida una chapita con un número telefónico.

–No es de aquí de Rauch –dijo la mujer del veterinario. –No me parece –aseguró el marido.

Entre una y otra cosa se habían hecho como las siete y media de la tarde. Juan pagó y Mariana alzó nuevamente el perro y el veterinario los acompañó hasta el auto y les ayudó a meterlo en el asiento de atrás. Luego les recomendó que no dejen de observar su comportamiento.

–Por las dudas –volvió a repetir.

Subieron al auto y arrancaron. A las pocas cuadras, Juan detuvo el auto y se miraron a la cara.

-¿Y ahora qué hacemos? –se preguntaron los dos.

Juan arrancó como para buscar la salida del pueblo hacia la ruta. Ya estaba anocheciendo y a ninguno de los dos les gustaba conducir de noche.

–Busquemos un lugar para cenar y dormir –dijo Mariana –no quiero llegar a Tandil tan tarde. De paso controlamos cómo va el perrito.

Recostado en el asiento trasero, el perro se lamía la venda. Juan le chistó, y el perro lo miró y bajó las orejas, poniendo cara de yo no fui.

A Juan se le ocurrió que podrían llamar al teléfono que estaba en la chapita del collar. Estacionó cerca de la esquina y dándose vuelta y acariciando al perro, le dictó el número a Mariana para que lo marcase. Llamaron, una, dos, tres veces. Pero nadie atendía. Le cambiaron al número el once por la característica del lugar y ahí sí atendió un hombre de voz cascada.

–Buenas noches señor, –dijo Juan –encontramos cerca de Rauch un perrito que tiene una identificación con este número de teléfono. Del otro lado del teléfono Juan escuchaba al hombre que balbuceaba algo  ­–Ahhh sí… pero ese perro se me escapó hace unos cuantos días. Es de mi hija, pero ella ahora no está, viajó, y yo no lo quiero. Es muy cachorro y lo único que nos trajo es problemas –y luego cortó.

Juan llamó otra vez pero nadie atendió. Se miraron entre ellos. Luego resolvieron buscar algo para pasar la noche. Cuando iban para la veterinaria, habían visto unos carteles donde decía Alojamiento. Se dirigieron hasta ahí.

Se instalaron en una hostería que aceptaba mascotas. Cuando fueron a bajar el perro, notaron que ya se había parado sobre sus cuatro patas. Juan se sacó el cinturón e improvisó una correa. Rengueando, el perro iba junto a ellos y sus bolsos. En la puerta del cuarto, Mariana le sacó la chapita del collar y la tiró entre los yuyos.

Comieron ahí mismo y le pidieron al dueño de la hostería algo para el perro. Les trajo un rejunte de carne asada que el perro devoró.

Por la noche, cuando dormían, Juan notó que el perro se había subido a la cama y le lamió la mano con suavidad.

A la mañana siguiente se levantaron temprano, guardaron los bolsos en el baúl y salieron a la ruta hacia Tandil.

El perro iba con ellos sentado en el asiento de atrás. Con las orejas paradas, miraba hacia adelante a través del parabrisas.

Deja un comentario