Alguna vez, esta ciudad va a reventar…

© Alejandro Abate. Junio 2016.

 

A veces pienso en mi padre. En muchas oportunidades, voy sentado en un colectivo o en un vagón de subte y lo recuerdo. Lo que memorizo, no es muy lejano, pero igual es una añoranza, como una semblanza de los años pasados. Me miro las manos como si estuviese observando en una pantalla: veo a mí padre llevándome tomado de la mano camino hacia la escuela.

Hombre y niño de la manoCuando no hacía mucho frío, íbamos caminando por la avenida. Desde mis apenas siete u ocho años recuerdo que le pedía que hablásemos de algo para que el camino se hiciera menos aburrido. Entonces, él pensaba un rato y como si fuera ya una utilizada y vieja broma me decía: “Qué tal si hablamos de la capa de ozono”. Ya me había explicado qué era la capa de ozono, y aunque no lo entendía bien, el tema me fascinaba lo mismo. Luego, en forma invariable, de lo que terminábamos hablando, no era de la capa de ozono en sí misma, sino de la ausencia de ella y del porqué de tal ausencia y de sus graves consecuencias.

“El agujero de ozono”, decía de pronto mi padre. “Las causas. El daño que le producen a la humanidad”, repetía en voz alta. La anécdota que ya me había contado acerca de los flatos de las vacas me había dado mucha gracia. A esa edad, lo que yo no entendía muy bien, era lo de los gases de efecto invernadero. Mi padre me lo había explicado muchas veces pero yo no lo comprendía del todo.

La conversación, mientras caminábamos por las veredas recién baldeadas, siempre desembocaba también en el tema de la densidad de población.

“La densidad de población”, repetía como si fuese una sentencia. Ahora lo recuerdo así, con esos términos que fui aprendiendo con los años, pero que en aquel entonces a mí, me daban una extraña sensación.

Para demostrármelo, mi padre iba contando la cantidad de edificios por cuadra. En ese entonces, el barrio, ya era un cien por ciento urbano y muy comercial. Las casas de una o dos plantas, eran una extraña excepción. Lo normal eran los edificios de más de diez plantas y ya empezaban a aparecer las torres de más de veinte pisos, con grandes entradas para autos y palieres suntuosos.  Mi padre me decía que en esas calles no hacía muchos años atrás, en vez de esa cantidad de edificios, había hermosas casas. “Es por eso que ahora vemos tanta gente caminando por la calle, aún tan temprano”, me comentaba. Y ahí mismo arremetía con aquello de que la ciudad, algún día iba a reventar.

“¿Cómo que va a reventar?”, le preguntaba. Él, como si fuera la cosa más natural del mundo, me explicaba que en una manzana, ahora vivían diez veces más personas de las que vivían hacía más o menos veinte o treinta años atrás. “Es como que ya no cabe más gente en esta ciudad”, decía, jactándose de estar seguro de lo que enunciaba. “La cantidad de gente, cada vez se multiplica más y más. “¿O no te das cuenta?”, decía con toda naturalidad.

 “Por ejemplo: Imagínate que en esta manzana, vivían promedio de tres a cuatro personas por casa. ¿Sí?”, y que en cada cuadra de las cuatro que conforman la manzana hubiese de doce a quince casas por cuadra, bien”, seguía con su cálculo: “eso daría más de cincuenta personas por cuadra, ¿me seguís?” continuaba. “Eso quiere decir que más o menos por manzana había, digamos doscientas personas, ¿no es así?”. Yo asentía, caminando de su mano y fascinado por el desarrollo del cálculo y tratando de no perderme detalle alguno.

En la escuela, estábamos aprendiendo a multiplicar por algo más de dos cifras. Igual le pedía que me ayudase a hacer los cálculos de la cantidad de gente.

Él hacía una pausa y luego continuaba: “Si considerásemos que todas esas casas ahora se han convertido en edificios de departamentos, y que como habíamos visto antes, el número de plantas superaba los diez y hasta doce pisos”, el cálculo se convertía en algo  mucho más complejo. “Entonces, para redondear, dónde antes vivían doscientas personas, ahora viven aproximadamente casi mil”. “¿Mil personas por cuadra?”, preguntaba yo con tono de incredulidad. “Pues claro que sí”, decía él. Multiplica la cantidad por cuatro: cuatro mil por manzana. O sino de dónde crees que sale tanta gente. Mira la boca del subterráneo, y las colas que hay en las paradas de los colectivos. Cada vez hay más gente, y va a haber mucha más”.

Luego se quedaba callado por un rato. Yo sabía bien que cuando él se quedaba callado era porque estaba pensando algo para seguir contándome.

La pausa que se tomaba, muchas veces duraba cerca de una cuadra. Luego seguía con el cálculo y me decía: “Ahora vayamos a la  cantidad de baños que hay en este tipo de viviendas”.

A mí el tema me empezaba a interesar cada vez más. “Estábamos entonces con los baños”, seguía. “Yo creo que en este tipo de viviendas modernas hay más de un inodoro por vivienda. ¿Cuántos inodoros hay en nuestro departamento, hijo?”, me preguntaba de repente. “Tres”, le respondía. “Muy bien, muy bien”, continuaba él. “Es probable que en algunas viviendas, haya dos y en otras haya inclusive cuatro baños. Ahora vayamos a otro paso”, y ahí me preguntaba: “¿Cuántas veces vas al baño por día?”. Yo dudaba un poco porque el tema me empezaba a dar un poco de vergüenza  Luego le contestaba que a veces ibas hasta dos veces por día. “Está bien, está muy bien”, aprobaba mi padre, “Eso es lo mejor”,  y me explicaba que era saludable ir por lo menos dos veces al baño por día: “¡No es necesario guardar nada de eso!”, casi gritaba él.

Ahora tengo un recuerdo borroso de algunos momentos, de todos modos rememoro con mucha nitidez algunas cosas. Por ejemplo que mi padre, no hablaba despacio. Nunca. Su tono de voz era alto. No es que gritara, pero tengo en la memoria su voz fuerte, su tono era sonoro y se escuchaba bien en cualquier sitio. Esto, por lo general a mi me daba un poco de pudor, pues lo que hablábamos en esas caminatas, era probable que lo escuchasen también otras personas que iban caminando por ahí. Como la conversación era algo extraña, hubiese sido mejor que fuera un poco más privada. De sobra sé cómo era  mi padre.  Era así, y no de otra manera, como siempre acostumbraba repetir para cualquier cosa.

Luego, venían las explicaciones más complejas. Me hablaba de la cantidad de caca que más o menos una persona normal hacía cada vez que iba al baño. “Calcula: ¿cuánta caca haces promedio?”. Yo, algo más ruborizado le decía, “bastante”, por decir algo. “Bastante no es una cantidad exacta”, decía él, aguantando la risa. “Yo creo que un chico como vos debe hacer medio kilo de caca cuando se sienta ahí, ¿no es cierto?”. Yo lo miraba con cierta picardía. “Bien, bien”, repetía muy sonriente” “Llevemos todo este promedio a lo que a nosotros nos interesa: Si una persona va a hacer caca dos veces por día y caga cerca de  quinientos gramos de caca por vez, eso quiere decir que hace un kilo de caca por día. Bien, bien…”, yo, a esa altura de la conversación, no podía aguantar las carcajadas.

Cuando llegaba a esa conclusión, como había hecho antes, se tomaba unos minutos para seguir con la explicación y demostrarme el por qué la ciudad iba a reventar alguna vez. Luego proseguía con el cálculo: “Si una persona hace más o menos un kilo de caca por día, y en una casa viven también promedio cuatro personas, cada casa produce entonces cuatro kilos de mierda. Por día”, agregaba.

Al escucharlo hablar así y en su peculiar tono de voz, ya empezaba a sentir vergüenza. Verdadera vergüenza. “Bien”,  continuaba con una sonrisa en el rostro: “¿Cuánto era el promedio de personas que vivían en una manzana?”, volvía a consultarme sobre los números que habíamos hecho unas dos cuadras atrás. “No me acuerdo bien”, decía yo, “creo que mil personas por manzana”… dudando. “No, no eran mil, sino que cuatro veces más”, corregía: “o no recuerdas que habíamos establecido que una manzana está compuesta por cuatro cuadras… o sea que son cuatro mil por manzana”, eso, me dejaba pensando.

Venía el último tramo del camino a la escuela y en ese último recorrido, él finalizaría su explicación del porqué la ciudad algún día reventaría.  “Pues bien niñito”, me decía, llegando a la puerta de la escuela: “Por manzana la producción de caca promedio es dieciséis toneladas, o sea ¡diez y seis mil kilos de mierda por día!”.  De sólo pensarlo, la cantidad me  producía un poco de asco. Para colmo, como él seguía vociferando,  ya no le seguía preguntando más. ¡Pero diez y seis toneladas de caca me parecía una cifra extraordinaria!

Sabía, porque mi padre en alguna otra caminata ya me lo había explicado, que los excrementos vertidos en los inodoros seguían su recorrido por las cloacas hasta los desagües en el Rió de la Plata, ¡qué barbaridad!, pensaba.

Cuando llegábamos y entrabamos al patio de la escuela, mi padre tenía una gran cara de felicidad por haberme “explicado” en forma tan detallada ese asunto.

En ese momento, cuando llegábamos a la escuela, se agachaba hasta mi altura para hablarme en voz más baja, por suerte para mí, y ese día -ahora lo recuerdo bien- me susurró al oído: “Esta ciudad, va a reventar y se va a llenar de mierda, o sea, que otro día o mañana, continuamos hablando del estado de las cloacas y las cañerías”. Y dándome un fuerte beso en la mejilla se despedía en el patio de la escuela y se iba a trabajar.

Así era mi padre, y no de otra manera, como solía decir.

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