Las horas marcadas

 

© Alejandro Abate, 2011.

 

Hombres

  Treinta y cuatro años después, todavía se despierta sobresaltado en mitad de la noche. A veces es sólo un sueño; otras, una pesadilla. Pero casi siempre es ese recuerdo. Sabe que recordar es no poder olvidar, y también que preferiría olvidar. La frase le resuena en las sienes, como cuando le metían electricidad y sentía esa horrible presión en la nuca. Soñar es, a veces, un ajuste de cuentas de la memoria.

Sabe que ya no es miedo, y que tampoco es tristeza o resignación. Y lo peor es que sabe que eso va a volver a desvelarlo. Mañana, la semana que viene, dentro de un mes…

Y así siempre.

Se calza las pantuflas a tientas y, en la oscuridad se dirige hacia el baño. Enciende la luz y se mira al espejo: Dios mío, piensa, lo que pueden los años. El reflejo le devuelve una imagen de un hombre envejecido, con el pelo cano y cortado casi al rape, de rostro lamido y pálido. Sale del baño y apaga la luz, luego va a la cocina. Ahí estaba la tarde en que tocaron timbre y tuvo el presentimiento exacto. Sabía que lo iban a ir a buscar, en cualquier momento, en cualquier lugar. El timbre volvió a sonar, y al abrir la puerta, los tipos estaban ahí. Ni siquiera le mostraron credenciales. Quiso ir en busca de un abrigo y uno de ellos, con la diestra en la .45 calzada en el cinturón, le dijo: “No, vení así. Donde vamos no hace frío”, y el otro se rió. Tomó un suéter al pasar, y salieron.

Después del golpe, cuando cayeron uniformados por la Secretaría, él ya sabía que lo iban a ir a buscar. Aquel 25 de marzo, los milicos irrumpieron en su despacho y le propusieron algo que a él le pareció absurdo; lo recuerda como si estuviera pasándole esta noche. La absurda propuesta era que él continuara a sus órdenes, hasta que la situación se regularizara. Quien iba a reemplazarlo necesitaba saber y entender qué era lo que hacía cada empleado en esa dependencia y él, precisamente él, tenía que transmitirles esa información. Dijo que para él la situación no tenía nada de irregular, y que debía consultarlo con sus superiores”. “Ahora, tus superiores somos nosotros”, le aclaró el que llevaba la voz de mando.

Hacía tres años, desde julio del ‘73, que estaba a cargo de la Secretaría, en su despacho del primer piso del edificio de la calle 7. Los primeros días, trató de cumplir el nuevo horario. Pero pasada la primera semana le dijeron que no fuese más, que ni se le ocurriera cambiar de domicilio, que cuando lo necesitaran lo iban a llamar o lo iban a ir a buscar. El momento había llegado.

Ni bien salieron, vio un Peugeot 504 estacionado y con el motor en marcha. Le ordenaron que se tapara la jeta con el pulóver, y lo empujaron al asiento de atrás. “Correte al medio”, le dijo uno, sentándose justo atrás del chofer, y el otro entró por la otra puerta trasera y él quedó apretado entre ambos. Le pidieron que se agachara y metiera la cabeza entre las piernas. Igual, poco y nada le permitía ver el suéter; apenas algunas lucecitas colándose por la gruesa trama.

El auto arrancó despacio, y notó que en la esquina giraba hacia la derecha, como si tomara una diagonal. “¿Dónde vamos?”, preguntó, entre frenadas y vueltas que ahora el Peugeot parecía dar sin ton ni son. “Ya te vas a enterar”, creyó que dijo el que manejaba.

En indeterminado momento, el 504 rodó sobre terreno desparejo, como si entrara y estacionara en algún sitio ignoto; lo notó por las torpes maniobras del conductor. Luego lo agarraron de los brazos y lo arrastraron afuera. “Ahora vamos a subir una escalera, y después te vas a sacar esa tricota de la jeta”, le dijo el que hablaba más que los otros; ya le conocía la voz.

Subieron a los tumbos, e igual preguntó si ya podía destaparse la cara. “Sí, sí”, dijo una voz ronca que nunca había escuchado. Tras adaptarse sus ojos a la fuerte iluminación, vio un ruinoso mostrador, un amarillento almanaque pegado con chinches en una pared, y en el centro, una mesa chueca llena de de carpetas y papeles. Al costado, un hombre de pie con las manos esposadas atrás, y sentado en un sillón giratorio, un gordo de pelo gris en uniforme verde oliva. “¡Ah, así que vos sos el ministro!”, le dijo. “No, soy apenas el secretario”, corrigió. El gordo sonrió y repitió para sí mismo “Ah, secretario, secretario”. Larga pausa, y después: “Bueno, mirá, secretario, necesitamos que, de buena voluntad, nos contés un par de cositas. Una colaboración, ¿entendés?”.

La colaboración consistía en preguntas vinculadas con su cargo y funciones en la Secretaría. Algo sabían, claro, pero no todo, oyó. No obstante, para su sorpresa, otro agregó que igual sabían mucho más de lo que él se imaginaba. “Venimos preparando esto desde hace tres años, ¿sabés, secretario?”, fue la concesiva frase.

Y lo llevaron por un sombrío pasillo que desembocaba en una estrecha galería, donde doblaron a la derecha y lo metieron en una habitación muy baja, donde ya había dos detenidos. Ni un banco en que sentarse; esos hombres, en el suelo. Uno aparentemente dormido, con magullones en el mentón y la barba crecida. El otro, al verlo entrar, escondió la cara; sintió que lo conocía de algún lado. “Tirate por ay”, ironizó uno de sus captores. “Después te traemos el menú”, y hubo risas.

Las primeras mañanas fueron así: tras dormir en el suelo, los llevaban a un galpón donde les daban agua y un cacho de pan; no era duro, parecía del día y no venía en rebanadas, como los envasados, sino en pedazos desiguales, como cortados a mano. Él no tenía hambre, pero lo comía. Luego lo conducían a la oficina central, lo sentaban en una silla metálica y lo interrogaban sobre los acuerdos, las licitaciones, los permisos, esa carta que habían encontrado en uno de sus cajones, y sobre dónde creía él que había ido a parar el ministro…

Sus respuestas eran cortas: que todo estaba en los informes; que cómo iba a saber qué había hecho tal o cual después de hacerse cargo ustedes; que las licitaciones y los acuerdos figuraban en los registros institucionales; que las contrataciones se habían hecho bajo reglas establecidas, etc. Por momentos, el interrogatorio era suspendido por algún llamado telefónico, que el interrogador contestaba con monosílabos e interjecciones.

En una semana, fin de los interrogatorios. Lo que él contestaba no les caía bien. Y una mañana lo arrastraron a donde él ni se imaginaba. Le ordenaron desnudarse y echarse sobre la parrilla; una cama con elástico de alambre tejido y oxidado. Se resistió, mirándolos con desprecio. Ahí recibió la primera trompada; cayó de espaldas sobre la parrilla, y enseguida le amarraron pies y manos. Y llegaron otras preguntas, dolorosos silencios, corriente eléctrica en las ingles y las pantorrillas, y más preguntas, más corriente, más silencios. El cuestionario era absurdo, incoherente, irreal: él no sabía nada de todo eso.

Las sesiones tardaban de treinta a cuarenta minutos. Alguna vez, oyó a uno de sus verdugos decir que un médico les había recomendado “hasta ahí”. Y volvía al calabozo trastabillando, y los otros le preguntaban cómo estaba. Trataba de no contarles nada. Ellos ya habían recibido suficiente parrilla, y apenas si los dejaban descansar. Otro temor era que uno de los dos fuese un botón de los milicos; hubo casos así, de detenidos que, por exceso de tortura, terminaron delatando a sus pares.

Al llegar el frío más crudo del invierno, las sesiones fueron de mañana y tarde. Tenía partes de la piel en llagas, y sus compañeros le dijeron que tratara de no tocarse las heridas, para no infectárselas. Les habían tirado unas mantas, y de noche dormían juntos, para darse calor. Eran los tres del mismo Ministerio y, a él, ellos lo conocían; él a ellos, no.

A los tres o cuatro meses, un coronel le comunicó que iba a ser trasladado. “Vamos a ver si en el nuevo hogar te tratan mejor y nos contás algo útil”, le dijo con sorna.

Pero no lo trasladarían a él solo, sino también a los otros. Al mediodía, vieron entrar en el patio una camioneta descascarada, en pésimo estado; una De Soto que ya tendría por lo bajo veinte años. La caja trasera estaba llena de lonas y sogas. Los hicieron subir y sentarse en el mugriento piso de chapa, de espaldas contra un solo lateral. Después los cubrieron con una lona que ataron cuidadosamente, para que no los viesen desde afuera. Y arrancaron despacito.

El lugar donde los llevaron le pareció conocido. Los hicieron bajar y los condujeron a celdas con algo más de confort; un lavamanos y un inodoro, ¿tal vez una cárcel común? Y adiós a la parrilla. Pero no a los interrogatorios. Recibieron ropa y toallas limpias, para que mejorasen su aspecto, dijo un milico petiso, alcanzándoles un peine y una hojita de afeitar.

Después vino lo más duro. Muchas veces se olvidaban de ellos; casi no les llevaban comida ni nada caliente. Algunas mañanas venía un soldado e insistía en que ya los iban a liberar; ninguno de los tres le creía.

Recuerda cuando les dieron la Gillette de prisioneros. ¿No pensaron que alguno de ellos habría fantaseado con cortarse las muñecas y chau? Sí, tal vez lo habían pensado y lo habían hecho adrede, para ahorrarse el trabajo de… No puede sacarse ese fotograma de la cabeza. Probó con somníferos y relajantes, pero nada. Los simulacros siguen ahí.

Los sacaban a un patio de baldosas grises y un gran paredón agujereado por claros impactos de bala. El revoque roto dejaba ver los ladrillos. Los ponían de cara al muro y, ojos vendados, les ordenaban contar hasta diez, muy despacio, a tres voces. Y ellos oían cómo alistaban los fusiles, entre carcajadas e insultos, gritándoles: “¡Recen para que nos falle la puntería, perejiles!”. Los disparos eran aterradores; pedazos de pared saltaban a su alrededor tres, diez, cien veces. Quedaban temblorosos y sordos, y cuando les mandaban levantar los casquillos del piso, apenas si oían voces y risas.

Al segundo invierno, ya en el ‘78, un oficial les anunció que los iban a liberar, previo traslado a una comisaría dependiente del Poder Ejecutivo. A la mañana siguiente, les llevaron ropa de calle y les dijeron que se afeitaran y bañaran, y que luego pasaría un peluquero a mejorarles la facha. No hubo tal. Les dijeron que a la tarde iba a pasar una comisión de Derechos Humanos y que debían verse presentables.

La comisión pasó delante de su celda, pero, inexplicablemente, siguió de largo. Entonces los sacaron de nuevo al patio, y otra vez el muro y los fusiles. Ya no parecía un simulacro, pero lo fue. Uno de sus compañeros se desmayó de miedo, y se lo llevaron a la rastra. Nunca más supieron de él; tampoco preguntaron.

A los dieciocho meses, una mañana de octubre, llegó un conscripto, esta vez no uniformado, y les preguntó si se acordaban de cuáles eran sus pilchas del día en que los levantaron, sacando ropas de un gran bolso y tirándolas sobre un colchón infecto. Él dijo que ese pulóver era suyo. Su compañero de calabozo reconoció sus pantalones, y una camisa arrugada. “Vístanse lo mejor que puedan, que parece que hoy los largan”, dijo el soldado.

Al rato cayó uno que la iba de comandante, también sin uniforme. “Lávense la jeta, que se van”. Tampoco le creyeron. Pero en pocas horas entraron dos soldados, les devolvieron sus documentos de identidad y les dijeron que iban a salir a la calle de a uno, y que así iban a subir a una furgoneta blanca estacionada en la vereda de enfrente. Salieron por un pasillo lateral y, cegados por el resplandor, subieron por la puerta trasera abierta del vehículo, ya en marcha. Se acodaron en el asiento de atrás, y uno de los que iba adelante destrabó el seguro de una pistola y les apuntó a la cara, primero a uno, luego al otro, y les dijo que ése era el final; que los iban a acribillar y a tirar en un puto descampado de Berazategui, cerquita del río. Él se calló, pero su compañero gritó: “¡Y bueno, carajo, háganlo de una puta vez!”. Los de adelante reventaban de risa.

La furgoneta avanzó por una calle paralela a las vías del tren. Como la parte trasera tenía las ventanillas pintadas, no podían distinguir a dónde iban. Intuían que estaban por Quilmes o Berisso. Los milicos miraban sus relojes, como esperando una hora predeterminada.

Debían ser las cinco o seis de la tarde: el sol ya caía. El acompañante del chofer sacó cintas negras de la guantera, miró al que manejaba y, como aprobando un gesto invisible, se dio vuelta y les tiró una cinta a cada uno. “Pónganse los tabiques, que ya se van a bajar”, dijo, sin entusiasmo. Obedecieron. Él tuvo que ayudar a su compañero a calzarse la venda en los ojos. Después se puso la suya, y tembló ante el chasquido metálico de un cargador al entrar en la culata de un arma corta. Más risotadas.

La camioneta paró y sonó el vozarrón del conductor: “Bueno, ahora salen por la derecha y se quedan quietitos… hasta que nos hayamos ido. Si los vemos sacarse los tabiques antes de tiempo, los cagamos a tiros al toque, ¿entendido?”.

Como estaba del lado derecho, tanteó la manija y la puerta cedió. Bajó despacito, hasta sentir piso firme. Después lo hizo su ya casi ex compañero. Escucharon el motor acelerando, y también esas despreciables risas dentro del vehículo. Y rebotaron disparos contra el pavimento, muy cerca de sus pies; tal vez la últimas balas de ese maldito cargador.

Pasado el susto, la camioneta arrancó lentamente y partió con violencia, hasta que el motor se apagó poco a poco a la distancia.

Esperaron un rato y se quitaron las vendas. Sí, estaban en una calle desierta que corría junto a los rieles. El sol poniente no les permitía ver bien. Caminaron hasta que encontraron gente. En una esquina, una señora mayor, como esperando a alguien. Le preguntaron cuál era la estación más próxima. “Berazategui. Faltarán como… diez cuadras”, respondió la abuela. Se lo agradecieron. Era evidente que ella los miraba con desconfianza. Habían podido lavarse y afeitarse, pero su aspecto no era nada agradable: ropas arrugadas, pelos hasta los hombros, lividez casi cadavérica, ojeras. Siguieron adelante; estaban vivos.

Treinta y cuatro años después, se siente con el alma en paz. Pero sabe que hoy, que esta misma noche, que mañana o el mes que viene, va a volver a soñar con eso; que volverá a despertarse en medio de la noche y a escuchar los balazos contra el muro o sobre el pavimento.

Y así siempre.

A A.L. con afecto y respeto.

 

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