Raros en la biblioteca

Raros en la biblioteca. Crónica. (*)

(C) Alejandro Abate. 2017

La entrada a la biblioteca, está justo saliendo del tramo de la escalera. En el primer dintel y curva de la misma, hay un cartel colgado de la pared con una flecha indicativa que dice en letras de imprenta BIBLIOTECA, seguido de una flecha. La puerta es de doble hoja, de madera enchapada, y en la parte que se abre, hay otro cartel que dice otra vez “Biblioteca”, y el horario: “9 a 20 hs”. Ni bien se abre la puerta, el que entra choca con el mostrador de atención al público: una larga mesa de fórmica blanca, cubierta con un vidrio, dónde los que fuimos pasando por esta dependencia, hemos puesto fotos históricas de la biblioteca, estampitas, letreros de ayuda-memoria, fotos de nietos, hijos y mascotas, vírgenes de Luján, y postales de viajes. Yo puse una foto de Cortázar donde está encendiendo un cigarrillo. Creo que es la más famosa de Sara Facio. En ese mostrador estoy yo, sentado frente a una computadora.

En el mundo hay gente rara. Hay gente rara que viene a la biblioteca y se mezcla con las demás. Hace mucho que  a mí  se me  ocurrió llevar un registro de los raros que pasan por aquí. Hablo de raros en serio, no sólo aquellos que siempre que  piden un  libro, se sientan  y se duermen, apoyando una mejilla sobre él como almohada,  o los que comen a bocaditos, escondidos, el sándwich que tienen sobre la falda. También anoto en un cuaderno a otro tipo de  raros y lo guardo en un cajón con llave. Lo guardo así porque cuando lo dejaba sobre el mostrador, al otro día encontraba anotaciones, dibujos obscenos y tachaduras sobre mis notas.  Los hacían los del turno de la tarde, para burlarse de mi iniciativa y  además, una vez encontré una nota escrita con marcador rojo, que decía que yo mismo era el más raro que cualquier otro raro que pudiese venir aquí a la biblioteca.  Igual ya no pueden anotar nada de eso, porque ahora pasé todas estas anotaciones a un archivo de texto que lo guardo con clave, y sólo yo lo puedo abrir. El cuaderno lo tiré al tacho de basura. Estaba todo arruinado.

Entre mis raros hay de todo y para servirse con cucharón:

Un raro,  muy alto y desgarbado,  que antes de sentarse a una mesa, da dos vueltas  enteras a la sala de lectura mirando las paredes. Una de las paredes tiene  una cuadro con la foto en sepia del que dicen fue el fundador de la biblioteca. La primera vez que lo vi me pareció normal que se detuviera  a  mirarlo, pero después observé que se detenía una y otra vez y que  también  lo hacía frente a las otras paredes donde no hay cuadros ni nada. Ahí me di cuenta que lo que examina no es lo que hubiese colgado en las paredes, sino que las  mismas paredes.

Hay otro  raro, con barbita y  anteojos a lo Woody Allen,  que cada vez que viene, me pregunta dónde puede sentarse. La primera vez que me preguntó le respondí: “en la silla que gustes”, haciendo un amplio gesto circular  con mi brazo, para señalarle  la cantidad de sillas libres en la gran mesa de lectura que hay en la sala. Yo creí que le daba respuesta de una vez y para siempre,  pero no es así, porque cada vez que viene sigue preguntando lo mismo, y a estas alturas de la insistencia, yo pienso que debe ser un interrogante ontológico,  que va mucho más allá de preguntar por un asiento concreto. Tal vez  alguna cuestión interrogable  referente al lugar que cada uno ocupa en esta vida, a la que yo, con mi   limitada  respuesta, nunca pueda satisfacer. ¡Vaya uno a saber!

Hay una rara también. Se tiñe el pelo y las cejas de un negro renegrido,  se pinta los labios de rojo, y usa  polleras de colores rarísimos y largas hasta el suelo. Es la que siempre pide libros de historia de la moda, pero lo raro viene después: se sienta  con su  libro, comienza a leer (o más bien  a observar los dibujos y las fotos), y al minuto se cambia los zapatos. Saca de su bolso un par de zapatos y sin dejar de leer se los cambia maniobrando bajo la mesa. Guarda los que tenía puestos. Al rato, repite: abre el  bolso, saca el par de zapatos que  había guardado, se quita los puestos y se cambia. Conté hasta siete cambios en una sola mañana de lectura.

Los más raros de todos, sin minimizar a los anteriores,  son los raros que usan las computadoras. Hay una chica que sólo se sienta en la  tercera computadora.  He notado que se queda haciendo  tiempo y  merodea por el catálogo de fichas que aún conservamos. Luego hojea distraída los diccionarios  o se concentra en su celular. Supuse que esperaba a alguien más, hasta que me di cuenta que ella espera que se desocupe la PC número tres. Cuando la tres está desocupa, ella vuela y se instala en esa. Las computadoras son todas iguales y están configuradas de manera que no se puede más que usar  Google y el catálogo en línea, pero no es posible abrir ni una red social o gestor de correo, ni ver ningún archivo o carpeta internos de la máquina. Aunque las computadoras estén todas libres, ella no se sienta en ninguna, sólo lo hace en la tercera.

Hay también otros que más que raros, no tienen idea cómo usar una computadora. Sobre todo la gente mayor. Usan el fichero manual aún sabiendo que esté desactualizado.

Días atrás, me ha pasado algo con uno de los más raros que tengo registrado: todos los jueves viene un hombre algo mayor a pedirme siempre el mismo libro. No se trata de un libro de esos que el común de la gente define como de entretenimiento o divulgación, no: me pide Introducción a la Física I y II, de Alberto Maiztegui y Jorge Alberto Sábato. Como dije antes, ya es un hombre  grande, o sea que no está estudiando alguna carrera afín al tema. Esa situación me generó bastante curiosidad, hasta que hace dos jueves, no pude más y le pregunté por qué motivo siempre leía el mismo libro. Entonces con una inmensa cara de tristeza me dijo:

Éste es el libro que llevaba mi hija el día que una bala perdida, en medio de un tiroteo entre delincuentes y policías la mató en pleno micro centro, hace ya más de siete años«.

Vagamente recuerdo el suceso y le digo: «Bueno, discúlpeme«. El hombre, con una leve sonrisa, se levantó y me devolvió el libo. Luego me fui a sentar a mi escritorio totalmente avergonzado.

Han pasado dos jueves y el hombre aún no ha vuelto. Quizá si yo no le hubiese preguntado, él seguiría viniendo a conectarse con su hija mediante el libro.

Por eso, he decidido borrar el archivo, siento que también yo soy muy raro,  al  llevar un registro como éste.

(*) Agradezco a Isabel Garin, Directora de la Biblioteca de la Facultad de Medicina, quien me contó parte de esta crónica.

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