En recuerdo de mi padre (*)

© Alejandro Abate. 1980.

Mediodía: Recreo. Dejo las planillas sobre el escritorio y bajo. Es mi hora de almorzar. En la calle, la gente, la soledad del anonimato. Muchas caras, pocos destinos.

En Cangallo y Maipú decido entrar al mismo Grill de siempre: por lo menos los mozos me conocen y me atienden bien.

Me siento en la barra y pido un especial de jamón y queso, con Coca Cola, por supuesto. Hace años que reniego de este tipo de almuerzos. Pero, cuando llega la hora de comer, no se me ocurre nada distinto. Acordes con mi trabajo los sándwiches de jamón y queso son como un complemento más, al igual que la corbata y el subterráneo.

Estoy comiendo.

A mi lado, un muchacho y una nena, me llaman especialmente la atención. Comen sándwiches de hamburguesas con queso y toman algo así como una naranjada.

Mientras mastico lo mío, los observo. Él debe tener cerca de treinta años. La nena, seguro su hija, no llega aún a los siete.

Morochos los dos, frente ancha, ojos verdes y rasgados, pómulos salientes y el pelo renegrido. No son de este lugar, algo no rutinario los ha traído hasta el centro. Algún trámite, posiblemente, quizá a la dependencia del Registro Civil que funciona aquí enfrente.

No es común para ellos comer en un sitio como este. Se les nota en la forma que tienen al mirar todo lo que los rodea. Los veo mientras como y comprendo que de alguna forma, algo misterioso y profundo me une a ellos. Quién sabe por qué. A lo mejor es esa manera anónima de permanecer en los lugares públicos. Esa actitud contemplativa. No lo sé. Ellos están ahí, comunicándome algo. Son un poco increíbles; desentonan, y por eso es que los miro. Por momentos él mira a su hija y agachándose hasta su altura le dice algo que, por el sórdido ruido de platos y voces no puedo distinguir bien. Deben comentarse algo sobre el sabor de los sándwiches. La nena ahora estira su manito hasta el mostrador, toma su vaso y haciendo equilibrio lo lleva hasta su boca y bebe. Desde arriba, su padre le sonríe como aprobándola y toma a su vez de su vaso.

Distraigo mi vista un momento y los vuelvo a observar. No sé por qué, pero me hace bien verlos. Como si me fuesen devolviendo algo que quizá perdí hace ya mucho. Desde su piel morena y su sencillez, un mundo limpio los separa de éste.

Demoro lo más posible mi bebida para poder estar un poco más observándolos.

En este momento, el muchacho paga su consumición. La nena se ha separado un poco de la barra y así puedo verla de frente. Su piel oscura contrasta con el vestidito blanco: simplemente es bonita.

Pago apurado para poder salir tras ellos con el fin de verlos un poco aún.

En la calle, tomados de la mano, los veo cruzar Cangallo y tomar por Maipú. Desde la esquina los sigo con la mirada todo lo que me es posible. Ellos siguen su camino. Los voy perdiendo de vista poco a poco entre la gente. Parado en la esquina comprendo que nunca más los veré. El tiempo irá borrando sus imágenes en mi memoria.

Verlos, saber de ellos, me retrotrajeron por un momento a aquel lejano e irrecuperable país: la infancia. Me han dejado la imagen del chico que alguna vez fui, cuando en mi niñez en Bánfield, un domingo de sol, salimos con mi padre a andar en bicicleta, y Puma, nuestro perro, con su lengua afuera nos seguía detrás.

Junio de 2020

 (*) En recuerdo de mi padre, que hace ya mucho no está en este mundo.

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