Confesiones

(El narrador omnisciente)

© Alejandro Abate. Junio, 2019

Al despertarse recordó el sueño que había tenido. Más o menos era el mismo que hacía unos días atrás. Sintió que era imprescindible hablar con Estaban. No podía dejar pasar más tiempo. Cuanto antes lo hiciera, mejor.

A Estaban lo conocía desde la época de la escuela secundaria, en el barrio de Villa Devoto, cuando ambos iban al quinto año en el turno noche de la escuela Dr. José Peralta que quedaba en la calle Pedro Lozano. Salían de la escuela a eso de las once de la noche e iban caminando por Mercedes hacia Nagoya. Esteban siempre tomaba el ciento nueve. A él no le convenía porque si lo tomaba, eran sólo por cinco cuadras. O sea que algunas veces se quedaba esperando con Esteban hasta que viniese el colectivo, y él luego seguía caminando por Mercedes hasta su casa.

No podía esperar más. Tenía que hablar con Esteban, sino, iba a correr riesgo la amistad de tantos años. Sobre todo en estos últimos tiempos que sus mujeres se habían hecho muy amigas también.

Desayunó con su mujer en silencio y sin dejar de pensar que ni bien llegara al trabajo lo llamaría para encontrarse a comer. Sus trabajos estaban cerca y tenían más de treinta minutos para hablar tranquilos.

Cuando salió antes de cerrar la puerta, su mujer le preguntó si le pasaba algo, que lo notaba raro.

-No, no, es que estoy un poco cansado porque no dormí muy bien -dijo él, apenas la saludó con un beso en la mejilla y se apresuró a salir para tomar el ascensor. Ella no tenía ni la menor idea de lo que le pasaba.

Él conocía a Esteban, y tenía una noción bastante certera de cómo iba a reaccionar. Muchas veces hasta se entendían con gestos. O por lo menos no les hacía falta mucho rodeo para abordar algún tema delicado como éste. Pero este tema era inesperado.

Al llegar al estudio y acomodar todo sobre la mesa de trabajo, sacó el teléfono celular de su bolsillo y buscón en los contactos, pero al segundo se arrepintió y guardó el teléfono. Sentía algo parecido al miedo, a la falta de seguridad. ¿Cómo le caería esto a Esteban? Estaba seguro que bien, no. Tampoco sabía si le caería mal, pero bien, doblemente seguro que no.

Estuvo un rato mirando unos papeles sobre la mesa, unos planos que le habían dejado el día anterior. No podía concentrarse, miraba sin ver. Hasta que sin mucha vuelta, tomó otra vez el móvil de su bolsillo y viendo que el contacto seguía ahí, oprimió la teclita de teléfono y apenas llamó dos veces que Esteban atendió

-¡Qué haces tan temprano, estas en el trabajo ya? -inquirió Esteban.

-Sí, llegué hace un rato -y sin esperar la respuesta le dijo -Teba, nos encontramos a eso de la una en Micus, comemos algo rápido que tengo que contarte algo. El que llega primero elige mesa.

-¿Contarme algo? Bueno, dale, pero mejor a la una y media, ¿está bien?, tengo que terminar algo y no sé si me va a dar el tiempo.-

-Dale -dijo él… y sin más cortaron los dos.

Pasó el resto de la mañana bastante tranquilo. Se distrajo con los planos nuevos y algunos llamadas a los clientes, pero ni bien se acercaba el mediodía empezó a sentir ese cosquilleo característico a la altura del estómago.

Esteban era un buen tipo, sencillo, sincero, sin muchas vueltas. Siempre decía lo que pensaba aunque no le callera bien al «otro». Y para él, esto era una cosa muy admirable. A él, le costaba mucho más sacar para afuera lo que lo preocupaba o angustiaba. Pero esto era tan distinto, que le costaba hasta encontrar las palabras para empezar la conversación. Aún no tenía ni el «discurso» preparado. Lo más probable fuese que lo hiciera como lo gustaba a Esteban: largar todo en pocas palabras. Para no confundir, ni hacer pensar el por qué y el para qué de las cosas.

Entre pensamiento y llamadas, se hicieron las doce treinta del mediodía.

Empezó por mirar otra vez el celular para fijarse si no había ningún mensaje modificatorio. Muchas veces el trabajo de Esteban, requería algún pequeño atraso o anticipación a la hora acordada. Pero esta vez, no había ningún aviso.

A las trece y veinte minutos, se puso el saco, apagó la computadora, y salió con el tiempo exacto para caminar las tres cuadras hasta Micus, la confitería donde se encontraban habitualmente.

A penas llegó a la esquina, vio que Estaban ya había ocupado la mesa que daba a la ventana de la ochava.

Cruzó la calle y entró.

-Cómo anda mi amigazo? -se levantó Esteban para saludarlo con un abrazo. Era común que se saludaran así hace muchos años.

-Bien, bien -dijo él pensando que en un rato no iba a ser lo mismo.

A esa hora, el bar estaba casi repleto de gente que salía de los trabajos para almorzar. Los mozos apresuraban los pedidos, y el ambiente era de bullicio: conversaciones en voz alta, murmullos, ruido de platos y copas, y como era infaltable, una pantalla de televisión sintonizada en el canal Todo Noticias.

Los dos se sentaron casi al mismo tiempo que llegara la camarera y le preguntara si quería lo de siempre. El dijo que prefería tomar agua mineral en vez del porrón que pedían habitualmente.

Al rato trajeron el pedido, y con ambas copas en cada mano, se dijeron ¡Salud!

Entonces él empezó a hablar. Ante los cambios de cara que iba mostrando Esteban, él le hizo un gesto como de que lo dejara seguir, que luego lo escucharía. Habló más de diez minutos seguidos sin probar bocado ni tomar nada del agua que le habían servido. Esteban lo escuchaba atento y respetando lo que le había pedido con el gesto, apenas desviando un poco la vista hacia su plato, lo miraba a él a los ojos. Al final de la conversación, bajó la mirada y luego hizo un gesto como de no entender. Subió los hombros varias veces y después se restregó los ojos. Luego dijo algo sin mirar mucho a su amigo. Habló de un tirón, y se veía que él lo escuchaba muy atento. En algún momento él quiso tomarle el brazo, pero Esteban lo retiró con un gesto brusco.

Desde la ventana del bar, se los podía ver cómo ahora los dos terminaban de comer ya sin hablar. Mirando cada uno hacia sus platos.

Pasaron así un largo rato hasta que él llamó a la moza para que les trajera la cuenta. El quiso pagar y en esta oportunidad, Esteban no dijo nada. Solamente dijo que estaba bien.

Se levantaron de la mesa y salieron hacia la calle.

-Bueno…No sé, te llamo más tarde -dijo Esteban cortante. No parecía enojado, sino que muy sorprendido. Se dio vuelta sin saludar, y empezó a caminar hacia el lado de su trabajo.

-Hasta luego, -apenas dijo él, -y tomó en sentido contrario.

Mientras caminaba hacia el estudio, tenía la sensación de que Esteban había escuchado todo, como si algo sospechase, a pesar de parecer impresionado. Pensó que en cualquier momento lo llamaba para decirle algo más… Reaccionar rápido, no era el estilo de Esteban.

Sin embargo, no lo llamó ni al rato, ni en el resto de la tarde. Lo más probable es que lo hiciera mañana o la semana que viene. Él guardaría silencio esperando. No le contaría nada a nadie.

El hecho real es que nadie sabe nada de todo esto. Nadie ha podido escuchar lo que hablaron en el bar. Nadie conoce nada de lo que se ha dicho durante ese almuerzo.

En rigor de verdad, nadie lo que se dice nadie, no. Como siempre sucede en estos casos, debemos considerar una excepción:  

Yo, lo sé…por cierto. Yo sé todo, cómo y qué se contó en ese bar y no hace falta que nadie me diga nada.

A Isidoro Blastein, con el afecto de un alumno y fiel lector.

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