Continuidad del recuerdo

® Alejandro Abate.

Muchos años después de la guerra, Thiago, logró volver a Josefov, aquel suburbio de Praga donde había pasado su adolescencia. Las casas reformadas y reconstruidas, le resultaban irreconocibles. La guerra y el nazismo, no sólo habían cometido ese acto inhumano con sus familiares y amigos, sino que también había cambiado el semblante de aquel pequeño rincón del mundo.

Anduvo despacio las calles, con las manos en los bolsillos de la gabardina. Las calzadas nevadas, le trajeron al recuerdo aquel cruel invierno de 1942.

La plaza, como siempre sucede, le pareció mucho más pequeña de lo que él evocaba. Por fin, en una de las calles laterales, divisó el edificio de las columnas circulares y el frontispicio triangular: la vieja Academia de Música. Fue ahí que sintió una especie de congoja. Los recuerdos se le fueron ordenando en su mente.

Todo aquello lo conducía a Tamara, su profesora de música. Muchas veces la traía a su memoria a través de los años.

Aún siendo su profesora, sus edades eran parejas. Su figura menuda y su sencillez al vestir, le traían esa universal sensación que deja el amor cuando se va definiendo: Tamara, con su lazo celeste, del cual colgaban aquella hermosa estrella de David y las llaves de la puerta central de la academia. ¡Cuántos años habían pasado!

Una vez más revisó los detalles de su relación con Tamara, ese sentimiento de paz y amor en silencio. Nunca se habían confesado sus emociones. Sólo esas miradas de lucidez que se cruzan dos personas cuando llevan un sentimiento mutuo.

Con fidelidad, recordó esa forma que tenía ella cuando le marcaba el tono de la música que le iba transmitiendo y lo miraba con sus grandes ojos grises, casi sonrojándose. Con el candor de la primera juventud.

Le vino a la memoria entonces aquel horroroso día que en medio de una clase, los soldados alemanes entraron tirando la puerta abajo en medio de un gran escándalo de golpes y gritos. Pateando taburetes y sillas,  sujetaron a Tamara delante de las narices de sus propios alumnos. Él en ese momento estaba desenfundando el fagot y había dejado la funda en el suelo. Entonces vio cómo a sólo cinco pasos de donde se hallaba parado, los nazis le habían hecho sacar el abrigo a Tamara y luego, con violencia, le desgarraron de un tirón los botones de su blusa y le  arrancaron el lazo arrojándolo al suelo junto con las llaves y la insignia, para después, a los gritos, retirarse arrastrándola  a empujones y cogida de los cabellos. La confusión y el horror, no le permitieron ni a él ni a sus compañeros poder reaccionar.

Él pudo escapar por los fondos de la academia con algunos otros más. Luego supo que los nazis habían vuelto para terminar de destrozar el salón y llevarse a los que habían quedado tratando de protegerse.

Nunca más se supo de ella. No se le conocía pariente alguno. Como de tantos otros que desaparecieron en aquel holocausto.

Thiago caminó hasta la puerta del edificio. Había unos albañiles que estaban cerca de la entrada trabajando en las tareas de reconstrucción. Los llamó. Cuando se acercaron a la puerta, les explicó que él conocía el edificio desde antes de la guerra cuando había sido alumno de la academia. Les preguntó si podía entrar con la excusa de ver cómo iban las refacciones. En forma amable, los obreros le dijeron que sí y le abrieron el portón principal para que pasara hacia las salas en las que se haría la  reparación.

Todo estaba igual a pesar del tiempo transcurrido: aquel inconfundible olor a madera, los rayos de luz que entraban oblicuos por la ventana iluminando el piano y el resto de los viejos instrumentos.

Caminó por el hall principal, y luego se dirigió hacia el salón donde había tomado aquellas clases. Reparó en una estantería donde sobresalía algo: era el mismo fagot que él había tocado durante aquellos años, cuando Tamara le enseñaba sus secretos. Ahí estaba, olvidado junto a violines y chelos, todos cubiertos por un manto de polvo y olvido.

Con lentitud Thiago se acercó al instrumento y acarició los metales herrumbrosos como si la helada textura le trajera un recuerdo muy presente aún.

Entonces vio en el suelo la funda arrugada y repleta  de hollín, sobre la que descansaba el lazo celeste de Tamara, deshilachado y desteñido a través de los años. La insignia con la estrella de David y su esfera rojiza, aún mantenía ese brillo ni bien pasó su pulgar para quitarle el polvo. Hizo un ovillo con todo y lo guardó en su bolsillo.

Cerró con fuerza sus ojos para impedir que la humedad denotara su llanto.

Luego, retirándose  de aquel lugar, agradeció a los albañiles por la amabilidad, salió hacia la calle y se alejó entre los transeúntes.

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