Perdido en el espacio y en el tiempo

Perdido en el espacio y en el tiempo.

© Septiembre 2013. Alejandro Abate. 

Subtes

 Hacía más de veinticuatro horas que vagaba por las calles de París y sabía que todo era una especie de irrealidad. El tiempo era otro, distinto. Se sentía como en otra época. No podía precisar en qué momento del siglo veinte estaba. En París, solo, con dinero argentino que no le servía para nada, y con un celular en el bolsillo de su saco, que ni se atrevía a sacar para no parecer más raro.

Por el modelo de los automóviles y la vestimenta de la gente que andaba por la calle, calculó que corría la mitad de la década de los cincuenta. Nunca había ido a esa ciudad, París, la misma que durante mucho tiempo había sido como su Meca. Como un “ideal” en la vida: recorrer sus calles, plazas, monumentos y edificios; los bordes del Sena y sus históricos puentes. Toda esa mítica que había adquirido a través los libros y las películas.

Algo le decía que no podía ser. Que era como un sueño, o peor, como una pesadilla.

Tenía las piernas cansadas, se sentía sucio y con mucho sueño. No sabía bien qué hacer. Había encontrado a varias personas que hablaban español, y hasta también se encontró con un grupo de uruguayos cuando daba vueltas por el Barrio Latino. Luego de que él les contara lo que le pasaba, le habían sugerido que si quería, podía ir con ellos a la pensión donde estaban parando. Igual, lo miraban con extrañeza debido a la vestimenta distinta. Lo habían escuchado con atención, pero como quien escucha a alguien que desvaría. Le ofrecieron la dirección del albergue donde vivían y él la  llevaba anotada en una servilleta que guardaba en el pantalón de su traje.

Después de andar y andar por las calles, estaba decidido a llegar hasta esa dirección. Para orientarse se arreglaba bastante bien con unos mapas que le regaló un barcelonés que atendía un puesto de diarios en el Boulevard Haussmann, cerca de las Galerías Lafayette. Éste hombre también lo había escuchado con atención, pero apreciándolo con una mirada incrédula.

Mientras caminaba buscando la dirección de los uruguayos, recordó los libros de Cortázar y de Malraux que cuando era joven había devorado con placer. París, no era una ciudad inhóspita. La gente, a pesar de que era algo distante, se preocupaba cuando él les pedía ayuda o alguna indicación. Siempre había alguien que de alguna u otra manera entendía su relato. Por suerte, como estaban en pleno otoño, su ropa primaveral no le generaba problemas con el clima. Había pasado la noche deambulando y tampoco había sentido frío.

En la madrugada, se había sentado a descansar en una de las plazoletas que rodean los Boulevars de la Avenue  de Les Champs-Élysées y trató de recordar cómo se fueron desarrollando los sucesos que lo llevaran hasta donde él se encontraba. A este espacio y a este tiempo. No entendía cómo podía ser que la inusual velocidad de un tren lo hubiese trasladado de esa forma.

Recordó una vez más que había salido de su casa el día anterior por la mañana -rumbo a su trabajo- y que se dirigió a la estación Primera Junta del subte “A” de Buenos Aires. Bajó las escaleras pensando que ese trayecto lo había hecho durante más de cuarenta años. A veces, en vez de tomar el subte en Primera Junta, podía hacerlo en Acoyte. Los días que no llevaba mucha prisa, bajaba las escaleras en Rivadavia y Centenera, compraba un diario, y con frecuencia también se tomaba un café en el bar americano que había en el entrepiso de la estación. En Primera Junta -inicio del recorrido- la ventaja, además, era que podía subir a los vagones y elegir dónde sentarse. Por lo general, trataba de viajar en el primer coche, mirando el recorrido desde los asientos delanteros. De esa forma, si no iba leyendo o dormitando, podía ver los oscuros túneles y la sucesión de estaciones.

Ese día estaba algo apurado y subió al subte cuando éste ya casi cerraba las puertas. Aquellos vagones de origen belga, seguían andando como una reliquia histórica desde mil novecientos trece. Pronto cumplirían cien años. Había escuchado los rumores de que el gobierno porteño tenía intenciones de prolongar el recorrido y cambiar la flota por formaciones más nuevas.

Sería una pena si esto sucedía, pues le gustaban mucho esos trenes. Eran muy aireados, su bamboleo al andar le resultaba acogedor, y el estilo antiguo y europeo de los vagones, le hacía soñar e imaginar que transitaban por las entrañas de París.

Se apoyó en uno de los respaldos de los asientos de madera que estaban cerca de las puertas, junto al banquito que se abría para que se sentara el escolta del conductor. Lo único que no le gustaba de esa ubicación, era el silbato ensordecedor que  el guarda resoplaba antes de oprimir el botoncito al costado de las puertas, para avisarle al motormanque ya podía continuar la marcha.

Como no había dormido muy bien, más allá de viajar parado, cerró los ojos y entró en una especie de letargo, que era acompañado por el vaivén del propio subte, lo cual le producía un placer especial e imaginativo.

Pasaron varias estaciones antes de que volviera a la realidad entreabriendo los ojos. Cuando los tuvo abiertos, notó extrañado que el tren iba a bastante velocidad y se dio cuento de que en Plaza Miserere no se había detenido y había ido tomando aún más velocidad. El ruido que hacían las ruedas girando sobre los rieles, era mayor que lo habitual. Eso lo asustó un poco. Miró a la gente alrededor, pero no vio que nadie se alarmara como lo estaba haciendo él. Lo más probable era que tampoco el tren se detuviese en la media estaciónPasco.  Cuando llegase a Congreso -donde él debía descender- tendría que disminuir la velocidad debido a la curva pronunciada que hay antes de entrar en la estación. Si no lo hacía, hasta podría resultar peligroso. Miró a la gente a su alrededor y de pronto las luces empezaron a disminuir su intensidad.

No acostumbraba a observar a sus compañeros de viaje, pero esta vez, notó algo raro en la vestimenta que llevaba la gente. La mayoría de los hombres tenían puesto un impermeable; y las mujeres vestían los típicos trajecitos de chaqueta corta, ajustada al cuerpo y polleras debajo de la rodilla.

Como debía bajarse en la próxima estación, empezó a acercarse a la puerta y por suerte el tren disminuyó la velocidad en la curva y comenzó a frenar.

Bajó al andén y caminó hacia donde estaban las escaleras.  La diferencia en la iluminación, ahí también era notable como en el vagón. Caminaba distraído mirando hacia uno y otro lado, cuando sin darse cuenta tropezó con una mujer que llevaba un gran ramo de flores, vestida de un color oscuro y con un sombrero de ala ancha.

Excusemoi – dijo la mujer, y él quedó atónito. –Pourquoi regardez-vous pas soigneusement où vous marchez, Monsieur–continuó la señora hablando en un pulcro francés.

–Discúlpeme, iba distraído –dijo él sin entender bien qué era lo que la mujer le había dicho, pero sí interpretando su tono de queja. No era común a esa hora ver turistas, y menos ataviados de esa forma.

Accorder plus d’attention et de trouver aucun problème, monsieur –hablo otra vez la mujer en su idioma, y dándose media vuelta,  siguió su camino. Él se quedó mirándola sin comprender bien qué era lo que le había dicho.

Comenzó a subir las escaleras que conducían a la calle y su asombro llegó al límite cuando vio que en el cartel indicador, en la salida del subterráneo, decía “Metro –L’Odéon” en vez de “Estación Congreso”.

Cuando llegó a la superficie y vio la calle tuvo una extraña sensación de desconocimiento y extravío: no estaba en Congreso, la avenida no era Rivadavia, y la que la cruzaba tampoco era Callao. Buscó el letrero indicador de la calle sobre la pared del edificio que debería ser del Congreso y leyó: “Rue d’la Concord”. Los faroles del alumbrado público daban una extraña luz mortecina y las penumbras que reflejaban no le permitían ver bien el lugar por el que caminaba y la gente que lo rodeaba. Sentía un extraño mareo y entendió con pavor y de una vez, que no estaba ni en Buenos Aires, ni en el año 2011.

Se hallaba en la ciudad de París, corría el año 1956 y estaba perdido en el espacio y en el tiempo.

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